Yo, mi, me, lo mío

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Si alguna vez te sientes inútil, piensa que una vez fuiste el espermatozoide más veloz. Esto dice una frase motivacional muy conocida que trata de dar ánimos al decaído en un momento bajo. Pues bien, sin ánimo de desmotivar a nadie, es una afirmación falsa.

En la anatomía de la mujer, el peritoneo no está cerrado, presenta una vía de comunicación a nivel de vagina, necesaria para la reproducción. Esa vía es un riesgo de entrada de bacterias. Para evitarlo, la vagina tiene un pH ácido y además tiene protegida su parte más interna por un tapón de mucosidad. Los espermatozoides más veloces serán los que tras sobrevivir a la acidez choquen contra ese tapón, por eso son millones en cada eyaculación. Imaginemos un ejército cuya estrategia para superar el asedio a una muralla es enviar a una inmensa multitud de soldados que estrellarán su cabeza contra el muro para irlo horadando poco a poco.

Así pues, los más audaces irán cayendo enredados en el moco ácido, devorados por glóbulos blancos, o perdidos en una cavidad de las paredes del útero, y a los azarosos supervivientes aún les quedará enfrentarse a la última palabra del óvulo materno. Pero a los humanos nos gusta pensar que provenimos de un Filípides microscópico que se recorrió una maratón de centímetros para entregar en el último aliento la información genética que nos hace especiales.

No podemos esperar otra cosa de una especie que, en la cosmología de las religiones más populares, afirma que un ser omnipotente se entretuvo en desarrollar un universo infinito (con la cantidad de detalles que eso conlleva) sólo por crearnos a nosotros.

Y no pensemos que estas ideas son exclusivas de las personas religiosas. Cuántas veces hemos escuchado a materialistas decir que la naturaleza es sabia, o que sus diseños son perfectos. Y si observamos en detalle, la naturaleza es bastante cruel y el hecho mismo del ser vivo es casi milagroso y proviene, como en el ejemplo de la fecundación, del sacrificio de infinitos predecesores cuyo paso por el planeta fue nimio o penoso.

Quizás es que los seres humanos no podamos ser de otra forma. Es decir, tal vez nuestra naturaleza sea la de creernos el ombligo del universo en cuanto disponemos de un rato libre para pensar. El animal que caza a otro para alimentarse vive en un constante presente sin dilemas morales; el vegetal vive en su mecanismo inconsciente de extender raíces y alzar hojas al sol.

Pero los humanos añaden a su condición animal la carga de la conciencia. Sabemos o intuimos que nuestra sustancia es el tiempo, un tiempo que es limitado y fugaz. Y eso es terrible porque, como dijo Spinoza, la naturaleza del ser es seguir siendo.

Tal vez por ello a todos nos atraigan las historias de personas que tienen la valentía de inmolarse en una batalla o sonríen gritando consignas momentos antes de ser conducidos al patíbulo por el enemigo. Nos horrorizan y a la vez nos atraen como un abismo. 

No es extraño que tendamos al individualismo, que como humanos hayamos desarrollado en las sucesivas eras un individualismo cada vez más acentuado, hasta llegar al estado casi narcisista del ciudadano tecnológico de hoy.

No nos escapamos ninguno, todos tenemos una parte vanidosa o algún deseo hedonista. Quien les escribe, aunque convencido marxista, desearía poder dirigirles estas palabras desde una casa en la playa, o en la sierra, en lugar de escribir desde el último piso de un bloque de la Macarena profunda.

La vicepresidenta de EEUU se presenta en una reunión diciendo sus pronombres y que es una mujer sentada a la mesa con una chaqueta azul. El resto de invitados hacen lo mismo.

¿Cómo afecta esto a la política y nuestras relaciones sociales?

Hablando de privilegios, hay un ejemplo que suele ser recurrente y presentarse periódicamente en las redes sociales: se produce una gran polémica en medios porque nuestros idolatrados políticos de la nueva izquierda se compran un chalet, o porque se casan por todo lo alto, o se prestan para hacerse fotos glamurosas en una revista de moda.

El debate que esto sugiere es tramposo. Distrae la atención con un falso dilema entre austeridad heroica o hedonismo egoísta, que suele acabar con los abnegados seguidores recitando axiomas del tipo: los «comunistas» no están obligados a vivir debajo del puente.

Tristemente, es moneda común hoy estas patadas a la dialéctica. El maltrato a la dialéctica en la nueva izquierda es un requisito imprescindible para medrar. Aparte de para ganar congresos, es muy útil para mantener entretenidos a los inscritos. Ahora veremos cómo.

Una de las primeras cosas que se aprende al leer a Marx es que nosotros, como seres humanos, estamos supeditados a las condiciones materiales en las que vivimos. Nuestra conciencia no determina la vida sino al revés, nuestra realidad estará en función de las condiciones de nuestra vida. Y como seres sociales, más hoy que nunca en un mundo globalizado e hipercomunicado desde el origen del capitalismo, las relaciones sociales serán el condicionante más acusado.

Si Marx mencionó en alguna ocasión a Robinson, no creo que fuese por admiración literaria, sino para señalar el absurdo de esas visiones del mundo que presentan al ser humano como un ente aislado, sin antecedentes ni relación con el mundo que le rodea.

El lector de El Capital se encontrará a las primeras de cambio con una de estas dificultades dialécticas. En el inicio del primer tomo, Marx nos explica que una mercancía sólo tiene valor porque en ella está materializado trabajo humano, que puede generalizarse en una medida abstracta dentro de la sociedad, una cantidad de tiempo y esfuerzo a la que llama tiempo de trabajo socialmente necesario. 

Más adelante, al hablar del fetiche de la mercancía, Marx escribe que el misterio de la forma mercantil consiste en que refleja el carácter social de su propio trabajo.

Quiere decir que las explicaciones de la realidad que no aprecian el carácter social de sus componentes no son más que robinsonadas. La dialéctica que analiza la sociedad con afán de transformarla, no de resignarse a una simple reforma posibilista, nos conduce a una comprensión más amplia y certera de los hechos reales.

El razonamiento dialéctico ayuda a ver las relaciones entre hechos materiales que aparentemente no están conectados o están distantes en el tiempo o el espacio.

Y he aquí el mayor enemigo del individualismo. ¡Qué gran alivio sería para el individualista acérrimo tener la certeza de que lo que ocurra en la otra parte del globo no le puede afectar! O que un hecho político no afecta a lo económico por ser la política y la economía materias diferentes. O al contrario, que mediante una norma política dictaminada desde un parlamento se puede transformar, por decreto, la economía.

¿Creen que es exagerado afirmar que esto hacen nuestros representantes? Pongamos como conclusión un par de ejemplos actuales.

¿A qué atribuyen nuestros próceres de la nueva izquierda las subidas de precios y el problema del gas? ¡A la guerra de Putin! ¿Se puede ser más zafio y burdo? Incluso admitiendo que Putin fuese un personaje detestable, que aquí no se trata de preferencias. Incluso así, ¿es posible explicarse la situación actual de Europa ignorando el papel de una UE cuya existencia ha consistido en sostener el poder de las grandes empresas y los fondos de inversión que engordan las bolsas? Sí, esas bolsas europeas cuya lógica de constante beneficio no duda en apoyar bombardeos masivos en Yugoslavia, Irak, Libia, Siria o alimentar el fascismo desde hace años en Ucrania.

Otro ejemplo, el cambio climático. ¿Acaso no ven el calor que hace? ¿No ven los incendios? Es porque ustedes consumen mal, no se prestan a la sostenibilidad. El hecho de que las consecuencias del cambio climático afecten más a los trabajadores que a los empresarios es pura coincidencia.

Si un obrero muere por un golpe de calor, es por el clima, no por las relaciones entre clases sociales. No descarten que en breve nos digan que si una persona cae desde el andamio de una obra es por culpa de la fuerza de la gravedad. Newton, con ese malnacido empezó todo.

Y así, con patadas a la razón, nos pastorean como a rebaño. El individualismo nos hace más manipulables. Por eso proliferan como hongos las opciones políticas desclasadas, que se centran en la fe en unas personas por estar más preparadas que otras. Sin embargo, su dilatada preparación académica no les impide hablarnos como a bobos, y decirnos que todo esto no se resuelve con crispaciones sino con ternura y diálogo.

Les dejo, que no puedo permitirme el aire acondicionado y necesito salir a airearme. ¡Maldito seas, Fahrenheit!

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