El genocidio silenciado de Colombia, una explicación más allá de la oficial

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La interminable serie de asesinatos en Colombia cumple los requisitos para merecer la catalogación de genocidio. La explicación gubernamental apunta a enfrentamientos entre grupos armados disidentes tras la firma del Acuerdo de Paz o a asuntos de narcotráfico. Desde la visión de los medios de masas (que no puede obviar la matanza selectiva de líderes sociales y firmantes del Acuerdo) se habla de «crisis humanitaria» y se pide intervención para la defensa de los derechos humanos.

¿Es posible profundizar desde una perspectiva materialista en las causas de este horror? Creemos que sí y que es evidente la relación de este genocidio con la acumulación de capital. En dos vertientes: primera, la acumulación a nivel regional, que favorece a un Gobierno que no cuestiona el sistema y debilita las alternativas críticas por la vía del terror; segunda, la acumulación en cuanto al interés geopolítico mundial, que aleja a Colombia de la posibilidad de reforzar acuerdos entre países fuera del neoliberalismo, como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de América. En palabras llanas, el mundo prefiere mirar hacia otro lado o hacer acto de contrición con promesas buenistas mientras las muertes se produzcan bajo un régimen cómodo para los intereses de las grandes empresas.

1. Se trata de un genocidio. Es posible hallar en internet información amplia sobre los casos de asesinatos de líderes sociales en Colombia. Si se busca, es necesario actualizar con asiduidad, pues los crímenes aumentan con una frecuencia semanal.

Rosa Amalia Mendoza, de 25 años, sindicalista agraria y excombatiente de las FARC en proceso de reincorporación a la vida civil. Asesinada el día después de Navidad de 2020. Junto a ella las balas alcanzaron a su hija, de pocos meses de vida, así como otros 4 miembros de su familia.

Una estadística accesible a cualquier lector y con abundante infografía se encuentra en los informes que ofrece el instituto Indepaz (1), en especial los que se refieren a la contabilidad de asesinatos perpetrados desde la firma del Acuerdo de Paz (24 de noviembre de 2016), cuya metodología recoge los datos aportados por entidades oficiales como la Defensoría del Pueblo y la Policía y Ejército Nacional.

Por señalar un solo dato de entre los muchos que pueden extraerse, entre 2016 y 2020 fueron asesinados 1.091 líderes sociales, esto es, toda persona que defiende los derechos de la colectividad y desarrolla una acción por el bien común reconocida en su comunidad, organización o territorio, y en favor de los derechos humanos (las víctimas incluyen mayoritariamente orígenes indígenas, campesinos, afrodescendientes, mineros y asociaciones de participación ciudadana o comunales).

Emprender una actividad social en Colombia (incluso ajena a cualquier lucha armada, ambientalistas, maestros, feministas, indigenistas, sindicalistas) es, a vista de los datos, una labor de máximo riesgo, para uno mismo y para el propio entorno, pues las violencias (no sólo los asesinatos sino multitud de extorsiones, secuestros, amenazas y otras) no discriminan entre mujeres, ancianos, niños o cualquiera que se vea involucrado por azar en el momento del atentado.

Las disculpas referidas al «fracaso» de las medidas gubernamentales de protección a los líderes sociales que denuncian organizaciones afines al Estado y medios de masas alcanza el rango de pura demagogia. Los asesinatos sistemáticos de personalidades con actividad común en Colombia no son homicidios aislados, siguen un patrón que los relaciona y que no es otro que el exterminio de un conjunto social que supera el de los colectivos raciales, religiosos o comarcales, y ese es el exterminio de la actividad ideológica o política disidente, es decir, un genocidio con motivaciones políticas, pese a las garantías ofrecidas por el Acuerdo, como han señalado entre otros el dirigente comunista y superviviente del genocidio a la Unión Patriótica, Jaime Cedano, en este mismo medio.

Delcy Rodríguez, vicepresidenta de Venezuela, denunció ante la ONU la ejecución de los dos niños que aparecen en esta imagen, sucedida el 9 de octubre de 2021 en Tibú, Colombia. Los niños, de nacionalidad venezolana, fueron detenidos por robar en una tienda, hecho que se publicó en video en redes. Horas después aparecieron asesinados con las manos atadas y con carteles denigrantes.

2. La explicación oficial del Gobierno de Iván Duque y del universo uribista en general se agarra a la excusa de disputas entre ex combatientes o a ajustes de cuentas entre narcotraficantes. En los últimos meses hemos asistido incluso a la fabricación de un nuevo pretexto, que es el de la supuesta violencia generada por grupos armados procedentes de Venezuela o simplemente delincuencia proveniente de inmigrantes venezolanos. Este tipo de mensajes cala con gran facilidad en las permeables mentes de aquellos que sin criterio atribuyen el deterioro de su nivel de vida a la llegada de competidores foráneos, por supuesto principalmente del país vecino cuyo gobierno se sale de la línea establecida.

Por desgracia, este tipo de razonamientos tienen un gran alcance y es posible leer en internet muchos estudios y artículos que, con apariencia moderada e incluso izquierdista, tras reconocer las masacres acaban señalando las «dinámicas de violencia endémicas» y la dificultad de las autoridades para controlar la violencia de las bandas armadas, como si estos actos sucediesen de manera aislada en un universo paralelo dentro de Colombia, a su vez sin ninguna relación con situaciones similares en otras partes del mundo y sucedidas en otros momentos.

3. La explicación de la prensa de línea progresista, e incluso de organismos locales e internacionales sobre la defensa de derechos humanos, apela al horror de los crímenes bajo una perspectiva humanista en la que, obviamente, no es posible dejar de relacionar los asesinatos con la persecución a un determinado grupo social. Pero el ejercicio de relacionar unos sucesos con otros acaba ahí.

En marzo del año pasado, en Putumayo, fueron acribilladas a balazos la lideresa indígena y alcaldesa María Bernarda Juajibioy y su nieta, una bebé de apenas un año de edad.

En dos muestras tomadas de una simple búsqueda en internet, vemos por ejemplo en El País un completo artículo que sin rodeos señala la «responsabilidad del Estado» y la «nefasta y débil política de Duque» (el artículo es de 2019 y permanece consultable, no sabemos si la opinión editorial ha variado tras la concesión de la Cruz de Isabel la Católica a Iván Duque en el pasado septiembre), aunque la conclusión del artículo apunta a una «crisis humanitaria» -ajena a cuestiones políticas o materiales de cualquier tipo-, que como indica su título, «800 asesinatos para 800 razones», corta el hilo que pudiera relacionar las violencias en una sola causa común. En el mismo sentido, este otro artículo del grupo informativo DW llega a la conclusión de que en Colombia «falta conocimiento por la democracia» y, no se lo pierdan, se llega a preguntar, de una forma casi cándida, «¿no sería más fructífero para todos cooperar con los líderes sociales?» (en lugar de asesinarlos, se entiende).

¿A qué se debe esa incapacidad para no ver más allá de una apelación a conceptos abstractos como la democracia y los derechos humanos? La cuestión no sólo afecta a medios informativos, también alcanza a organizaciones especializadas y de sensibilidad progresista. Con el debido respeto que merecen y suponiendo la buena fe de sus autores, existen informes como el de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (2), bajo apoyo de la OEA, que tras hacer una completa estadística y análisis de la horrible violencia en el país, acaban proponiendo en sus conclusiones las mismas medidas -o su implementación- que llevaron a cabo los sucesivos gestores uribistas antes y después del Acuerdo de Paz y que, incluso con el acuerdo firmado, es evidente que no han servido para frenar el genocidio.

4. Los datos materiales, los estudios con criterio histórico realizados en el pasado reciente y los actuales que profundizan en las raíces de las simples cifras, dan acceso a cualquier lector de estas líneas a realizar un razonamiento que concrete una explicación más cercana a la realidad. Sugiero por ejemplo un estudio que puede descargarse en internet, de Iván Cepedo, senador Colombiano, sobre el genocidio de la Unión Patriótica (3), que propone como causa del genocidio la «implantación de modelos económicos en periodos fundamentales de la historia del país«, como la apertura al modelo neoliberal y su «facilitación a través del deterioro democrático mediante la pérdida de espacios políticos generados por la elección popular de alcaldes y gobernadores».

Imagen obtenida del blog de Cecilia Zamudio que muestra la bolsa que contiene la cabeza seccionada de uno de los jóvenes desaparecidos en el Paro Nacional de Colombia

No es cuestión por tanto de acontecimientos aislados referidos a narcotraficantes o a venganzas entre bandas paramilitares. La podredumbre de los organismos estatales y de las fuerzas armadas es ya una característica estructural, no coyuntural. La noticia hace pocos meses de los falsos positivos -muertes presentadas de manera falsa como bajas en combate por agentes del Estado- y que se cuentan por miles, es una vergonzosa muestra de ello.

Asimismo, durante las jornadas del reciente Paro Nacional se evidenció de igual manera la forma de operar de lo que, en rigor, debe denominarse Terrorismo de Estado, tal y como denunció en este mismo medio Cecilia Zamudio (4), paro que dio como resultado execrable la desaparición de centenares de personas, manifestantes que sufrieron lesiones y pérdidas oculares, mujeres víctimas de violencia sexual durante las detenciones arbitrarias, etc.

5. Conclusiones a nivel regional. Hilando las deducciones obtenidas en los estudios mencionados y sopesando las estadísticas ofrecidas por INDEPAZ, el origen social a los que pertenecían las víctimas (indígenas, campesinos, afrodescendientes, mineros y asociaciones de participación ciudadana o comunales) conduce a pensar que la causa de la mayor parte de homicidios tienen una motivación en los conflictos por la tierra, intereses agrícolas o de recursos naturales.

La mayor parte de sucesos no tienen lugar en departamentos con problemática cocalera, ni los asesinatos de desmovilizados se producen en territorios especialmente relacionados con el tráfico de coca. Sin embargo, las zonas más críticas (Cauca, Antioquía, Nariño) son territorios donde sigue la disputa por el control de la minería de oro, tráfico de madera, apropiación de tierras y control político de los intereses suscitados por las grandes obras de infraestructura.

Las organizaciones que promueven esa violencia son redes de criminalidad a gran escala que se mueven en negocios que oscilan entre la legalidad y la ilegalidad mediante el apoyo de empresas que blanquean el enriquecimiento ilícito con la ayuda de socios en instituciones estatales. «Se evidencia una tendencia, a modo de política de exterminio de líderes sociales, derivada de la negligencia, silencio, dilaciones, alto grado de impunidad a la hora de proteger o esclarecer los constantes asesinatos de dirigentes populares, una actitud que no se equipara a la protección de los intereses de grupos económicos y políticos influyentes (…) Los índices de impunidad son elevados, la poca protección es evidente, el incumplimiento y silencio del Gobierno de Iván Duque» (5).

Es esclarecedor también el texto Macrocriminalidad con licencia legal (6): «desde la década de 1980, la tenencia, ocupación y uso de la tierra se transformó radicalmente a favor de la puesta en marcha del plan criminal de despojo, legalización y blanqueo de dineros calientes».

Dentro de la misma obra: «latifundistas, bananeros, narcotraficantes y militares arremetieron contra los recuperadores (personas o entidades a las que se adjudicaron baldíos y tierras para explotación agrícola o ganadera) en lo que la investigadora Paola Andrea Posada del Instituto Popular de Capacitación denomina la venganza capitalista (…) los empresarios bananeros recolectaban dinero e información y entregaban listas de nombres de supuestos guerrilleros que trabajaban en las fincas para que los mataran».

Puede afirmarse en definitiva que las masacres se convirtieron en Colombia en una forma de acumulación de capital por parte de intereses empresariales mediante el terrorismo vía ejecuciones a manos de sicarios de las personas que eran molestas o incomodaban el acopio de los recursos que generaban ese capital.

La supuesta tregua propiciada por el Acuerdo de Paz por tanto se ha profanado, se ha traicionado, o no sirve para detener los crímenes. No se trata aquí de hacer una llamada a la violencia, sino de entender que mientras las explicaciones de la situación no incluyan la realidad material de la acumulación de intereses capitalistas, cualquier oposición política o ideológica estará expuesta a ser blanco de las balas de los sicarios y a quedar impune ante la legalidad internacional, por muy evidente que sea su carácter de genocidio.

6. Conclusiones a nivel internacional. Cualquier observador objetivo, una vez destapada la venda de los medios de masas y descubiertos los datos reales, podría vislumbrar que se trata del mismo método perpetrado en tantas partes del mundo y en tantas diversas circunstancias, cada una con su peculiaridad: donde la violencia es consentida por la legalidad internacional, esta se usa sin reparos. Si es posible la guerra y las bombas, si no el asesinato selectivo, o donde resulta demasiado escandaloso se acude al golpe blando, o donde la violencia es inaccesible se recurre a las violencias indirectas por la vía del ahogamiento económico.

Dentro del mismo estudio citado Por la vida (5): «La expansión del neoliberalismo no puede verse como un fenómeno aislado de una consecuente militarización de la vida, de lo cotidiano. Ya la historia nos ha demostrado que se trata del modus operandi del llamado “desarrollo impuesto” de países poderosos, hacia países dominados o en vías de desarrollo. El constante “apoyo militar Norte Americano, ahora Europa con el ingreso de Colombia a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la adopción de la nueva Doctrina Damasco, pero dando continuidad a la orientación militar basada en las lógicas de la doctrina de Seguridad Nacional, del enemigo interno».

La perspectiva buenista, la que apela a supuestos conceptos universales como la democracia o los derechos de los humanos, no es útil. Esos conceptos son en su mayor parte elaborados y desarrollados dentro de la lógica capitalista, nunca por tanto permitirán profundizar hasta las verdaderas raíces de los problemas ni encontrar una solución revolucionaria, en el sentido de transformadora.

Sin una visión materialista y dialéctica (debe decirse marxista, pero pónganle el apelativo que deseen quienes se asustan ante esa mención) el problema de Colombia puede continuar eternamente hasta que quieran los capitalistas interesados en que perdure. La continuidad de la opresión capitalista a nivel regional es, a nivel internacional, el imperialismo de la OTAN. Las opciones electoralistas progresistas como la de Boric en Chile, o las vacilaciones en los nuevos gobiernos de izquierdas como el de Castillo en el Perú, son una prueba de ello: se consiente su existencia mientras permanezcan en los límites del imperialismo, o se les amenaza con la ilegalidad hasta que moderen sus pretensiones hacia lo permitido por la buena salud de los mercados de las bolsas.

Sólo mediante el acercamiento a organizaciones internacionales que sirvan de sustento político, social o económico a quienes deseen liberarse de las cadenas neoliberales mediante la validación de la voluntad popular expresada en verdadera libertad, como la Alianza Bolivariana de los Pueblos de América, ALBA, en la que la apuesta sea claramente internacionalista y no sujeta a la «libertad de prensa» occidental y su supuesta «independencia de los poderes judiciales o de seguridad o bancarios», sólo así es posible el avance hacia la soberanía popular.


1- Página del Instituto de estudios para el desarrollo y la paz, enlace.

2- Personas defensoras de derechos humanos y líderes sociales en Colombia, de CIDH, enlace.

3- Iván Cepeda Castro, Genocidio político, el caso de la Unión Patriótica, enlace.

4- Artículo sobre la desaparición forzada como forma de terrorismo de Estado, Cecilia Zamudio, enlace.

5- Por la vida, ¿hasta la vida misma? Héctor Alejandro Zuluaga y Alfonso Insuasty, enlace.

6- Macrocriminalidad con licencia legal Urabá-Darién 1980-2014, Yamile Salinas, César Molinares, Ricardo Cruz, enlace.

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