¿Debe el feminismo repensar el amor?

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“El amor ha sido el opio de las mujeres. Mientras nosotras amábamos, los hombres [nos] gobernaban. Tal vez no se trate de que el amor en sí sea malo, sino la manera en que se empleó para engatusar a las mujeres y hacerlas dependientes en todos los sentidos.” Kate Millett.

Su “tal vez” es para mí un rotundo “sin duda”. Sostengo que el amor no ha sido el opio de las mujeres ni la excusa para que seamos sometidas por los hombres. Millett hace bien en apuntar que no es el “amor en sí” quien lo hace, sino cómo ha sido instrumentalizado en el sistema patriarcal. Aún diría más: que el patriarcado haya llamado “amor” al sometimiento de las mujeres respecto a un varón particular (o varios: para algo se ha inventado el poliamor) no implica que, en efecto, el amor sea eso. De hecho, el amor no sólo no es eso sino lo radicalmente opuesto.

Con el amor, el feminismo ha practicado la filosofía a martillazos que Nietzsche prescribía contra los valores judeocristianos. Y comparto, profundamente, además, esos martillazos contra lo que el patriarcado nos ha dicho que debe ser el amor. Todos y cada uno. Si por amor se entiende el sometimiento al otro, el olvido de una misma, vivir en función de otro, complacer sin perfecta reciprocidad al otro, subyugarse al otro, volcar las propias energías en el bienestar y en el progreso del otro en detrimento de los propios deseos, necesidades, inquietudes y aspiraciones, entonces derruir ese “amor” no sólo es oportuno, sino que debe ser fulminado, con urgencia y sin piedad.

Lo mismo si por amar se entiende poseer a la otra, convertirla en propiedad, desestimar sus necesidades, deseos, puntos de vista, inquietudes y prioridades. Destrúyase hasta que sea polvo la conexión entre amor y posesión; entre amor y celos; entre amor y olvido de una misma; entre amor y genuflexión ante el amado o entre amor y el deseo de genuflexión de la supuestamente amada. Todo lo que coarte la libertad y el reconocimiento que merece una persona no es amor, sino sometimiento y debe ser abolido en tanto que producto del sistema de dominación patriarcal.

Pero, después de arrearle con merecidísima saña a lo que el patriarcado ha dicho que es el amor, ¿qué? Frente al amor patriarcal, el feminismo propone relaciones sanas y recíprocas, en pie de igualdad, con reconocimiento mutuo y donde haya una sexualidad deseada y libre. Sin menospreciar en absoluto esta propuesta, que, de hecho, me parece acertadísima y fundamental, creo que hay que aún es necesario ahondar más en ella y repensar tanto sus posibilidades como la manera de ampliarla. Y creo que debe hacerse de dos maneras: (1) evitando los caballos de troya que, en nombre del feminismo, contaminan el amor. Y, por otro lado, (2) concretando esa propuesta de amor clarividente entre iguales.

Caballos de Troya: El amor libre no es la neoliberalización patriarcal de las relaciones

Los martillazos contra el mito de la media naranja han sido del todo oportunos. Tan merecidos como los que ha recibido el “sin ti no soy nada”. Pero ser gajo no es mejor que ser media naranja y concebir las relaciones de modo instrumental no resulta tampoco mejor que entregarse sin criterio y sin medida a un único individuo. Conviene recordar que los comunistas y anarquistas clásicos, por amor libre, entendían compromiso férreo. Libre, pero férreo. Con férreo me refiero a que preconizaban una profunda lealtad y reconocimiento de la persona amada; un profundo compromiso de acompañamiento (generalmente monógamo, que conste) y ayuda mutua y una estricta igualdad en un sólido, estable y muy valorado proyecto común. Proyecto común que podría alargarse por un más o menos breve periodo de tiempo o por toda la vida, pero que ni se instrumentalizaba para satisfacerse por un instante ni se alargaba agónicamente produciendo una situación de injusticia e insatisfacción.

Aquellos/as comunistas y anarquistas conceptuarían de pobres idiotas, patriarcales y funcionales al capitalismo a los que se solazan vanagloriándose “de vivir noches de MDMA y poliamor” y los denostarían con tanta crudeza como al hombre que oprime y explota a “su” mujer y a las disponibles para todos.

Amor libre es aquel que produce un profundísimo vínculo entre dos personas que, con certeza absoluta, se aman y comparten el más pleno convencimiento que la vida compartida entre ambas es plena y es mejor. No considero que deba denostarse ni por retrógrado ni por opresor el rotundo convencimiento de que compartir la vida con una persona a quien amemos y nos ame es mejor. Es mejor saberse apoyada, comprendida, reforzada y reconocida por alguien con quien se establece un vínculo especialísimo y recíproco que no tener ese pilar de apoyo sólido esencial. La postmodernidad y el neoliberalismo no son amigos de pilares sólidos, ni de apoyos duraderos ni de amores recíprocos. A menudo, saberse valorado/a y reconocido/a invita a no dejarse pisar, actitud muy poco conveniente para las dominaciones que nos gobiernan. Con esto no quiero decir, puntualizo, que tener pareja sea la única ni siquiera la principal fuente de apoyo y reconocimiento que puede hacernos fuertes, pero sin duda nos hará así, si esa pareja es entre libres e iguales que se aman con certeza.

Destrúyase si se quiere la media naranja, pero también sabernos gajos. Ser víctima (sí, víctima) de una relación poliamorosa no es menos opresivo que ser la esclava de un único hombre que no crea en los valores de igualdad, libertad y reciprocidad respecto de su compañera. Las relaciones superficiales, intercambiables, consumibles con la misma celeridad que la comida rápida son tan patriarcales y capitalistas como el más férreo matrimonio. Martilléese al matrimonio burgués y patriarcal con la misma crudeza que a las relaciones abiertas o al consumo de citas como quien se compra un capricho para satisfacer el apetito por un instante. Una rueda infinita de citas, superficiales y simultáneas, obteniendo de la otra un inmediato y banal desfogue, instrumentalizándola, no es menos deleznable que el matrimonio más férreamente desigual. Saberse utilizable por muchos no es la manera de evitarse ser el instrumento de solamente uno.

El amor que no es ciego, sino clarividente

Que “el amor no es ciego, sino por el contrario, clarividente, puesto que adivina entre mil personas la elegida y descubre en ella cualidades excelsas, ocultas al ojo indiferente del que no está enamorado” lo dijo Scheler. Y quien encontró plenamente pertinentes sus palabras no fue un papa, ni un imán, ni un rabino, ni una beata ni una pobre reprimida (como seguramente la llamarían los teóricos, y seguramente torpes practicantes, de la revolución sexual), sino Hildelgarda Rodríguez: una revolucionaria comunista española que, en tiempos de la República, despuntaba siendo adolescente (quizá antes se maduraba mejor) por su prolífica obra sobre la sexualidad y el amor libre, proponiendo el más pleno disfrute del placer del amor, físico y emocional, como compromiso libre pero profundo entre individuos libres e iguales.

Yo también pienso que el amor no es ciego, sino clarividente. Y que no basta con destruir las cadenas patriarcales que lamentablemente lo han envuelto y asfixiado. Es preciso, por justicia, ponerlo en valor. Y para hacerlo es necesaria una profunda reflexión al respecto que transcienda y supere, por enriquecerla, la educación afectivo-sexual básica que el feminismo preconiza. Educar para amar bien no es solamente enseñar los correctos métodos de contracepción y prevención de enfermedades de transmisión sexual (aprendizajes, sin embargo, indudablemente cruciales). Y tampoco creo que baste con afirmar que no somos medias naranjas sino naranjas enteras. Tampoco creo que lo único que haya que decir del sexo es que la prostitución y la pornografía son violencia (que hay que decirlo millones de veces y además que, en efecto, sus consumidores y posibilitadores son perfectos criminales sin escrúpulos que merecen la más sólida condena, social, ética y penal) ni que todo lo que atañe al sexo lo solucione un manido y ya perfectamente inútil “sólo sí es sí”. El sexo debe pensarse y hablarse, con profundidad, honestidad y apertura, para que sea espacio de placer y comunicación privilegiada y no como algo en lo que simplemente aspiremos que las mujeres salgan lo menos peor paradas posible (y, tristemente, no sería poco). El feminismo abrió ese camino en los 60 y debemos andarlo y hacerlo más largo.

Creo que el amor es, como dice Ana de Miguel, una experiencia valiosa que no debe despacharse de cualquier manera. Lo único que hacemos las personas no es amar, pero es lo suficientemente importante para la suficiente gente como para no resolverlo con lemas. El discurso de que el amor no es importante apenas encuentra resistencia en las filas neoliberales y conservadoras. Los últimos, si acaso, defenderán el matrimonio, pero no el amor. Preguntémonos por qué. Si banalizar el amor fuese revolucionario advertiríamos reacciones profundas en esas filas que, sin embargo, callan felices. Lo que nuestra sociedad sobreestima y sobreestimula no es el amor ni el sexo, sino las prescripciones patriarcales de lo que debe ser el amor y el sexo.

Admito que no es lo mismo escribir este artículo siendo lesbiana que no siéndolo. Bien difícil me parece un amor en igualdad entre desiguales (al menos, estructuralmente desiguales). Pero no ignoro que los tentáculos de las lógicas patriarcales también han colonizado algunas relaciones homosexuales. Por ello, todas las personas necesitamos que el feminismo repiense el amor. Sus martillazos han resultado de lo más oportunos. Que impugne tanto el matrimonio tradicional como la neoliberalización del consumo rápido y simultaneo de personas (especialmente de mujeres), también. Que nos haga sabernos personas completas, también. Que nos informe de que la inmensa mayoría (sí, la inmensa mayoría. También en parejas idílicas aparentemente lejos de la influencia de la prostitución y la pornografía) de lo que se naturaliza como sexo es violencia, también. Pensemos ahora cómo amar (en su acepción emocional y erótica, a mi juicio siempre unidas) bien, porque es relevante (para alguna gente, al menos), y porque nos hará mejores. Y porque el patriarcado quiere que creamos que no hay alternativa al matrimonio opresor ni al poliamor, simultáneo o encadenado, de usar y tirar colillas. Y porque al neoliberalismo le conviene la inestabilidad de vínculos. No les demos el gusto.

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