Melancolía e histeria colectiva

El ensayo Génération offensée (2020), escrito por la autora francesa Caroline Fourest, es verdaderamente impagable. Un texto genial para comprender el estado actual del debate intelectual a nivel global. Cuenta la historia de la suspensión de un curso de yoga en una universidad canadiense, debido a las presiones de estudiantes que lo consideraban una ofensa a la cultura india. Cuenta también la historia de una madre estadounidense que fue linchada en las redes sociales por organizar en casa, para su hija pequeña, una fiesta de temática japonesa. Relata los quebraderos de cabeza de muchos jóvenes blancos norteamericanos, que piensan que llevar un peinado de estilo afro puede suponer una terrible ofensa para la población afroamericana. También las dudas de estos muchachos a la hora de solicitar comida india, tailandesa o vietnamita, por poder considerarse un ejercicio de apropiación de las culturas de las minorías. No hay nada que haya marcado más a la cultura anglosajona supuestamente de izquierdas, en la última década, que el término apropiación cultural.

Durante estos últimos años, distintas obras de arte que denunciaban el racismo sufrido por las minorías afroamericana y amerindia en Estados Unidos han sido retiradas de los museos, a causa de las presiones recibidas. Presiones no por parte de los racistas blancos, sino por parte de quienes, erigiéndose en representantes de las minorías afroamericana y amerindia, no han parado hasta ver desaparecer esas obras mediante las que sus autores, blancos, se atrevían a hablar de la situación de comunidades a las que no pertenecen, es decir las citadas minorías. Hemos visto cómo importantes editoriales anunciaban haber encontrado a los mejores traductores para determinadas obras literarias, los mejores por pertenecer estos a la misma comunidad identitaria del autor al que traducían. Por cierto, ya hay quienes dicen que debe reescribirse la historia del antiguo Egipto, pues un complot historiográfico de ámbito internacional nos ha ocultado que los faraones eran negros.

La misma Caroline Fourest se sorprendía al llegar a alguna universidad norteamericana, ante esta articulación de la política a través de las identidades, una realidad ya muy consolidada. En el comedor de un campus femenino, las estudiantes afroamericanas comían aparte y sin mezclarse con nadie, las lesbianas también solo entre ellas, las transgénero igualmente… Durante una conferencia, Fourest fue interpelada por hablar del velo islámico, propio de la cultura musulmana, siendo ella una feminista blanca. Parece ser que no le correspondía hablar de ese tema. En Francia, los estudiantes de la UNEF organizan reuniones exclusivas para los estudiantes de las distintas minorías, es decir reuniones solo para mujeres feministas, para hombres blancos, para francoargelinos, etc.     

Lo identitario está de moda, es una reacción natural ante esta globalización construida en términos de posmodernidad. Las identidades nos protegen frente a la intemperie global, ante la falta de certezas tan propia del estado de la cuestión intelectual a día de hoy. Al mismo tiempo, lo identitario nos deshumaniza, es una deriva que nos aleja de las raíces ilustradas sobre las que se construyó el mundo moderno. Abrumados por la globalización actual, los argumentos, ahora más que nunca, tendrían que desarrollarse alrededor del género humano, porque los grandes problemas son globales y nos afectan a todos. Sin embargo, la política se ha convertido en un mercado en el que compiten las identidades y en el que la izquierda está delirando, creyéndose la protagonista de todo esto. Así es como se elude el debate sobre las desigualdades generadas por la precariedad laboral y la destrucción de los servicios públicos. Esto es lo que provoca verdadera exclusión social, por eso el capitalismo globalizado acepta gustosamente la disputa de las identidades, un delirio completamente inútil.

El trabajo debe estar en el centro del debate político, en tanto que determina nuestras vidas más que ninguna otra cosa. La producción y distribución de la riqueza son las claves de nuestra convivencia, en un contexto en que las brechas sociales siguen ampliándose. Pero el trabajo tiene que ver con lo humano y no con lo identitario.

Sin embargo, en Francia los sindicalistas de la CGT siguen empeñados en la confluencia con el movimiento antivacunas, promoviéndolo e instalados en la vana idea de que esto acabará con la presidencia de Macron. Malditos significantes vacíos. ¿Acaso es posible ganar unas presidenciales francesas con cinco candidaturas de izquierdas distintas? La unidad sindical y política de la izquierda en torno a unas propuestas más solidarias mediante las que concebir el trabajo y la vida en común, este es el difícil camino que hay que recorrer.

Mientras tanto, emerge con fuerza la extrema derecha. Eric Zemmour, un declarado bonapartista, más del tercero que del primero, avanza en las encuestas hasta alcanzar a Marine Le Pen en intención de voto. Levantando la bandera de la nación frente a las identidades de la izquierda, Zemmour abraza el melancólico discurso decimonónico de la grandeza de Francia, sin que nadie repare en que este puede ser el más pernicioso de todos los discursos identitarios. Jaleado por miles de franceses en cada discurso de la tournée que le ha dispuesto su plataforma electoral, al abrigo de Michel Onfray y su revista Front Populaire, Zemmour recurre a todos los mitos de la historia de Francia para reafirmar que hay una identidad, Francia, que vale más que las demás.

Por mucho que se haga en nombre de las Luces y el humanismo, la recuperación del nacionalismo como discurso para arrastrar a las masas y resolver los problemas genera graves peligros. La manera en que estos nacionalistas franceses, autoproclamados soberanistas, se refieren a la cuestión de la inmigración es buena prueba de ello. Su relato consiste en que los inmigrantes musulmanes forman parte de una conspiración internacional mediante la que el Oriente se vengará de Occidente, que están aquí para acabar con la cultura occidental con la ayuda de la izquierda. Este discurso, que es cada vez más aplaudido en Francia, nos suena mucho a los profesores de Historia. A finales del siglo XIX, este era el mismo discurso que tenían los antidreyfusards, convencidos en aquella ocasión de que eran los judíos quienes, de la mano de las izquierdas, conspiraban para acabar con la civilización europea. Falacias como el célebre Protocolo de los sabios de Sion, documento redactado por la Ojrana, la policía política zarista, alimentaron aquella mentira de la supuesta conspiración judía (luego judeobolchevique). Hoy tenemos falacias parecidas en relación a la presencia de musulmanes en Europa, la más conocida de todas es la del escritor francés Renaud Camus, que insiste en “la gran sustitución”, mediante la que estaría previsto, por parte del gran capital, que la población musulmana sustituyera a la europea en su propio territorio. Mucho ojo, así fue como se forjó el nazismo.

Todo esto parece una broma pero no lo es. Está ocurriendo. Y solo un discurso universalista, capaz de desplegar políticas progresistas y redistributivas, podría desactivar este bucle en el que andamos.

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