¿Dónde están los hombres trans?

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El pasado 8M una actriz trans acompañaba a Irene Montero y a Pedro Sánchez en un acto institucional del Ministerio de Igualdad organizado por el Día Internacional de la Mujer. Con voz temblorosa y entrecortada entonaba un discurso que sin sutileza alguna intentaba torpedear la tradición teórica del feminismo y presentarlo como asunto de unas pocas privilegiadas. Semanas antes dos mujeres trans, que ocupan altos puestos, se hacían cargo de la defensa de la llamada ‘ley trans’ en un debate televisado. Ninguna de las mujeres que, en teoría, representaban una postura crítica ante el reciente borrador se atrevió a decir nada cuando la activista LGTBIQ comparaba el rechazo a esta ley con el del aborto, postulándose ella misma como sujeto del derecho a la interrupción voluntaria del embarazo. Y si echamos un vistazo a los principales medios de comunicación y redes sociales, es raro el día en el que no aparezca una noticia o entrevista protagonizada por una mujer trans.

Dos notas sobresalen en medio de todo este panorama mediático. La primera es la arrolladora omnipresencia de mujeres trans y, paralelamente, la casi total ausencia de hombres trans. La otra, y quizá la más importante, es la constante reivindicación de las primeras por ser incluidas dentro del feminismo introduciendo la disputa improductiva acerca de quién es, o no, una mujer y, en el peor de los casos, posicionándose en contra de la propia agenda feminista. Por otro lado, en los hombres trans parece imperar la voluntad normalizadora de incluirse dentro del marco sexogenérico tradicional. ¿Es esto mera casualidad?

Si echamos un vistazo a las voces que han articulado el discurso transgenerista como paradigma desde el que concebir la realidad “trans”, nos topamos con un dato cuanto menos llamativo: su enfoque marcadamente androcéntrico. Por citar quizá dos de los casos más paradigmáticos, es la estadounidense Virginia Prince (1902-2009), cuyo nombre de nacimiento es Arnold Lowman, quien acuña el término «transgenerismo» en 1997. Para Prince, que se define como feminófilo y rechaza someterse a la cirugía genital, la feminidad se aprende viviendo y sintiendo. Y no es una cuestión de sexo, sino de género. Años atrás, Lesley Feinberg (1949-2014) populariza el término «transgénero» confiriéndole el actual significado como paraguas que incluye a todas aquellas personas que no se ajustan a las normas tradicionales de género. Feinberg, que se identificaba en los primeros momentos como una lesbiana masculina, terminará por vivir a tiempo completo como Jesse, un hombre. Inicia así la toma de testosterona que le lleva a adquirir una apariencia física masculina, hecho le valdrá la crítica de algunas feministas lesbianas que la acusarán de masculinizarse solo para escapar de la opresión de vivir como mujer.

Los nombres que pueden citarse son muchos, pero conviene recordar que en estos estudios transgenéricos de los años 90 se percibe un desafío constante a la categoría clínica de la «transexualidad», dando comienzo así a la ruptura entre transexuales y transgéneros que culmina en el Transfeminist Manifesto (2001) de Emi Koyama. En este documento fundacional del llamado transfeminismo se crítica abiertamente el modelo médico de atención a la transexualidad y también a la propia comunidad médica, considerando que el tratamiento hormonoquirúrgico constituye un mecanismo de opresión que niega la singularidad de cada mujer y la heterogeneidad del mundo trans. Además, se afirma con rotundidad que “hay tantas formas de ser mujer como mujeres hay” pero no para subrayar lo que es una obviedad, sino para deslizar un nominalismo extremo que imposibilita la aplicación de la categoría «mujer» a cualquier realidad referencial que no se autodenomine como tal. ¿Quién es mujer? Quien lo diga porque así lo siente. Y, de nuevo, el hombre trans está ausente en el discurso.

Este sesgo androcéntrico que atraviesa el discurso transgenerista alcanza su máxima expresión con la aparición, cada vez más frecuente, de individuos nacidos varones, socializados como hombres y que manteniendo intactos todos sus caracteres sexuales masculinos, se autodenominan “mujeres” reclamando ser considerados como tales. Pero no hay mujeres que presentando todos los rasgos físicos característicos del sexo femenino se sientan legitimadas a exigir ser leídas como “hombres”. ¿Es esto pura casualidad o responde más bien a los mecanismos de poder de siempre? ¿No es acaso otra prueba evidente de que seguimos en una sociedad patriarcal en la que el hombre es más libre de experimentar que la mujer? ¿Qué sexo se arroja mayoritariamente el derecho a la autoreferencialidad? ¿No son estos proyectos subjetivos un producto más de las relaciones de poder y las jerarquías sociosexuales? Bajo los ropajes de la transgresión ¿no estaremos, en realidad, ante la nueva y más sofisticada versión del patriarcado en la que los varones reclaman su nuevo derecho a “ser mujer”? ¿Dónde están los hombres trans?

Por supuesto, toda persona tiene derecho a sentirse como bien considere. Pero de este hecho, que nadie niega, a que un sentimiento individual se blinde como categoría jurídica hay un importante salto cualitativo. Si aceptamos que el discurso transgenerista es una acción colectiva y, por tanto, un producto social, tiene que ser sometido a un análisis crítico y no solo por su marcado carácter androcéntrico o por incurrir en constantes anacronismos interpretativos. En el intento de legitimar un fenómeno contemporáneo no se pueden aplicar conceptos como el de transexualidad y transgenerismo en épocas o marcos culturales donde no han existido ni existen. Ni Elena de Céspedes, ni Brígida de Peñaranda ni el Abad de Choisy ni los hijras indios ni los berdaches norteamericanos son realidades “trans”.

En definitiva, la defensa transgenerista de las minorías y disidencias sexuales no puede irrumpir en el orden legislativo cual algarada vandálica que, con el fin de otorgar derechos a un colectivo discriminado, ponga en riesgo los conseguidos por y para las mujeres. Pretender despojar de toda referencia material a la categoría «mujer», reduciéndola a una mera expresión lingüística, no subvierte ninguna estructura ni orden opresivo, pero sí diluye por completo al sujeto oprimido. Intentar ocupar un espacio como sujeto hablante en el marco tradicional de los géneros, reproduciendo los mismos roles y estereotipos sexistas impuestos por la socialización patriarcal, no es romper con el orden dado sino volverse cómplice del discurso que uno/a desea deconstruir. Y reclamar en nombre del derecho a la identidad del género el cambio registral del sexo sin más requisito que una declaración expresa, al tiempo que se abre la puerta a la hormonación de los menores, es una perversa equivocación ante la que ni el feminismo ni el conjunto de la sociedad puede permanecer impasible.

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