Aulard y Mathiez

El marasmo intelectual y político, que envuelve a la izquierda desde hace décadas, impide la proyección de una alternativa constructiva e ilusionante en el tiempo actual. Durante estos últimos cincuenta años, al mismo tiempo que la izquierda se ha frustrado ante el derrumbe de sus programas y modelos clásicos (socialdemocracia y socialismo real), agarrándose al clavo ardiendo de las impugnaciones particularistas, se ha ido conformando una nueva realidad que es el mundo global en el que hoy vivimos. Y que nos obliga a hacernos nuevas preguntas que siguen sin respuesta.

Precisamente la ausencia de respuestas deja el terreno expedito a esa suerte de liberalismo clásico de carácter global, considerado por muchos el único camino posible. Esta vía, la del pensamiento único, ha ampliado los derechos civiles y ha generado enormes focos de desarrollo en regiones del mundo que, hasta hace unas décadas, seguían al margen de la modernidad (fundamentalmente Asia oriental y sudeste asiático). Pero también se han ampliado las desigualdades sociales, ha crecido el desempleo en Occidente y, a día de hoy, la globalización neoliberal ofrece graves obstáculos a la hora de transformar el crecimiento económico en bienestar social.

Realmente la izquierda no está muerta, es obvio que sigue aquí y esto se percibe en los discursos políticos y las conversaciones de la gente corriente, impregnados de las ideas que, desde el siglo XIX, tanto influyeron en el ideario social. También se percibe en las organizaciones políticas y sociales, que ya no son lo que fueron pero aún son muy influyentes. El dinosaurio sigue aquí, con todos nosotros, aunque esté dormido.

Su aparente ausencia, la incapacidad a la hora de darle forma para que vuelva a ser un sujeto político transformador, es lo que provoca que una parte importante de la población se acerque al nacionalismo populista para expresar su rechazo a la globalización neoliberal. Como en un revival de los años treinta del pasado siglo XX, la falta de respuestas democráticas ante el desastre económico de la última década vuelca a una parte de la población a favor de líderes autoritarios y nacionalismos excluyentes. Los más afectados por el aumento de las desigualdades, las capas sociales que se han alejado de las clases medias y quienes han perdido sus empleos se sienten tentados por las propuestas del nacionalismo populista. Así Donald Trump en Estados Unidos y VOX en España. También Marine Le Pen en Francia, que se ha mostrado desde el principio como una dirigente realmente inteligente, vistiendo su viejo discurso nacionalista de realismo político y con un ropaje cosmopolita hábilmente diseñado. Excluye a quienes vengan de fuera precisamente en nombre del cosmopolitismo y la modernidad, insistiendo en la idea de que hay grupos sociales (los musulmanes) incompatibles con la laicidad como espacio de convivencia. Planteamiento que convierte a estos nacionalismos populistas en algo tan integrista como los discursos de quienes, en efecto, llegan a los países de acogida y se encierran en sí mismos, negándose a convivir. No podemos obviar la complejidad de estos conflictos provocados, en gran medida, por el aumento de las desigualdades sociales y la consecuente marginación de amplias capas de la población en Occidente y en todo el mundo. La marginalidad y la exclusión provocan, en Occidente y en Oriente, el apoyo desesperado a propuestas que reafirman al colectivo de pertenencia frente al resto del mundo. De esto saben mucho tanto los nacionalistas occidentales como los islamistas.

La ausencia de claves, de un programa claro para salir de este tramposo bucle, genera una juventud, a la que tanto gustan las banderas, cada vez más favorable a los discursos excluyentes. En España, el éxito de VOX entre los jóvenes es solo comparable al éxito del discurso independentista catalán. Ambos nacionalismos se retroalimentan y están determinando una manera esencialmente emocional de entender la política para la juventud actual. Pero ¿qué nos ocurre?

En los años veinte del pasado siglo, una ardiente polémica marcó a la intelectualidad francesa de entonces. Frente a las innovadoras tesis de su discípulo Albert Mathiez, el maestro Alphonse Aulard insistía en que la revolución francesa de 1792, el asalto a las Tullerías, supuso el nacimiento de la democracia moderna. Aulard, el primer catedrático de Historia de la Revolución Francesa de la Universidad de la Sorbona, no se cansaba de evocar la revolución de 1792 como el punto de partida de un camino que había que continuar: la construcción de la democracia burguesa. Por eso eligió a Georges Danton como figura central de la revolución y de la historia de Francia. No en vano, el propio Aulard bendijo la estatua levantada en honor a Danton en el bulevar Saint-Germain, en la orilla izquierda del Sena.

¿Acaso Aulard tenía razón? ¿Nos hemos instalado en una especie de democracia burguesa global? Su discípulo Albert Mathiez rompió las costuras de este discurso en torno a Danton, para reivindicar la revolución de 1792 como el inicio de una democracia moderna que no se entiende sin la justicia social. Es decir, que la democracia no es posible sin bienestar social, no basta con el sufragio. Para ello, Mathiez inevitablemente se volcó en la figura de Robespierre, el primero en darse cuenta de esto, y se hizo comunista.

Pero, más allá de las disputas políticas e intelectuales de la Francia de la Tercera República, realmente estos dos padres de la historiografía francesa no estaban tan alejados en sus planteamientos. Ambos reivindicaban el año 1792 y la constitución de la Primera República en Francia. Con debates como aquellos, se fortalecía la idea del socialismo como ideología necesaria para la construcción de la democracia, que es de lo que se trata. Hoy día tenemos Estados democráticos desarrollados, en los que los trabajadores han encontrado amplios espacios de participación para redistribuir la riqueza. La izquierda debe contribuir a readaptar estos Estados, de manera que la democracia y la justicia social sean posibles a nivel global. Y esto no es nada nuevo, llevamos desde la Revolución Francesa construyendo el mundo en términos de universalidad a partir de cada nación, concebida esta como comunidad política. Y es que las distintas comunidades políticas deben seguir confluyendo en torno a objetivos universales.

Esta última década que hemos vivido nos ha obligado a pensar globalmente en términos políticos a partir de dos traumas: la Gran Recesión que se inició en 2008 y la actual pandemia. Es evidente que una realidad económica de carácter global genera problemas sociales que requieren respuestas políticas globales. Este es el reto de futuro que tiene la izquierda y, con ello, la elaboración de un programa, un discurso, de carácter global, que responda al tiempo presente y que brote de nuestra tradición histórica, que represente lo que somos. Un discurso que, en lugar de caer en la melancolía o quedar varado en el corto plazo, consiga hacernos pensar históricamente y construir un horizonte ilusionante.

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