Educación sexual VI: La idea de la mujer en España

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La mujer ha sido siempre ha sido la paridora y cuidadora, y secundariamente la amante, puta, virgen, monja, santa, etc., pero donde se hacía MUJER-MUJER era en el parto, cuidado y crianza de los hijos. La II República supuso un quiebro -con limitaciones- en esa idea. El franquismo la recuperó hasta sus últimas consecuencias con el apoyo de la medicina y del clero. Se españolizó la máxima nazi de las tres K: Kinder, Küche, Kirche gracias a la acción de la Sección Femenina de Falange. “el arreglo de la casa… formar a los hijos en el amor a Dios y en el estilo de la Falange… y hacer agradable la vida en el hogar” (Suárez-Valdés, 1940).

Ramos (1941) en su tratado sobre Puericultura lo ve claro: “la primera finalidad del matrimonio y su mayor bien es la procreación y continuidad del género humano”. Otros autores definen el papel que debe cumplir: “La mujer, al convertirse en madre, cumple con fines sagrados, sociales… patrióticos… va tejiendo su corona de gloria” (Soroa, 1973).

Los fines patrióticos eran tener hijos, que si los nazis los tenían muy claros y lo llevaron a cabo con las Lebensborn, en la España del franquismo esa idea de la granja paridora debía atemperarse santificando el duro hecho reproductivo que en el nazismo entroncaba con la visión pagana de una cierta glorificación del cuerpo. En España el fascismo era de corte clerical (De Miguel, dixit). Aquí las “Lebensborn” -en su versión castiza- las dirigió el psiquiatra Antonio Vallejo-Nájera, que inició una política de secuestro de hijos de mujeres republicanas encarceladas, para dárselos a familias bien, que procuraran mitigar mala influencia del “gen rojo”.

Tan altas cotas de servicio a la patria tiene la maternidad, que Soroa llega a despotricar contra el Ogino en ¡No matarás! Maldice cualquier anticonceptivo y por supuesto el aborto “son abominaciones de la ideología comunista y de las sectas incontroladas”. Pues frente a los pretendidos derechos del individuo -la mujer en este caso- “están los derechos sagrados de la familia y de la sociedad, y están, sobre todo, los derechos de Dios” (Peiró, 1951). Y contra esos derechos divinos quién es la mujer para opinar. Ya que la mujer, “aunque su hijo no haya nacido aún, biológicamente podemos decir que ya es madre… y (esto) definen a la madre a lo largo de toda su vida” (Arbelo, 1979). No hay escapatoria: la biología, la sociedad, la patria y Dios lo quieren: sois madre o nada.

Uno de los criterios de ser madre era parir con dolor y se discutía si era ético aplicar alguna anestesia en el parto. El dolor era parte de una penitencia y expiación, por lo que” no se debe aplicar anestesia en un parto, pues hay falta” (Peiró, 1951). Quizá por ello Lidia Falcón (1980) escribió en La reproducción humana, Poder y Libertad, que “la historia de la reproducción humana es la historia de la tortura femenina”.

Pero el ser madre sí o sí no asegura que sepas cómo serlo, pues no basta que lo mande la biología, la patria y Dios, hay que saber, algo que la mujer, dada su connatural inferioridad intelectual es incapaz de abordar al criar un hijo. Afortunadamente, el Dr. Plaza (1966) está al quite: “madres neuróticas, incapaces de autocontrol, que verán situaciones de gravedad en cualquier trastorno de su hijo y que terminan con la paciencia de todos los médicos, hasta que encuentran alguno, maestro en la lidia”.

¿Maestro en la lidia? ¿Son vacas neuróticas? Sean lo que sean, son las cuidadoras por excelencia y en exclusividad, que no hay que arrebatarles, ya que “su felicidad aumentará cuando pueda comprobar la eficacia de sus atenciones en la salud de sus pequeños” (Calafell, 1979).

Enfermeras ideales y preferibles a cualquier otra opción (Arbelo, 1979). Eran también limpiadoras, pero no de las de trapo y lejía, que también, sino de controladoras de esfínteres: cuándo cagar, cuándo mear y dónde (López y Martí, 1978).

La mujer, mujer, era ante todo madre. Y como tal y para cumplir las tareas que la patria y Dios le pedían tenía que atenerse a los papeles inherentes a su único objetivo en la vida: Tener hijos. Y tener hijos suponía ser enfermera (Arbelo, 1979), limpiadora (López y Martí, 1978) –ya lo comenté en ES X-. También exigía ser alimentadora y protectora.

Ser alimentadora era sencillo, hasta para las más pobres -siempre y cuando su posibilidad de alimentación y estado físico no lo impidiese-, mediante la lactancia. Si eras mujer de clase pudiente dar el pecho no era algo imprescindible. Podías alquilar a un ama de cría. Si las ventajas de la lactancia materna están acreditadas, la imposición como criterio de la buena madre era otra de las formas de atar a la mujer al hogar. El biberón era “siempre malo” (Frías, 1945) que como “nuevo rey Herodes diezmaba” a la infancia (Puig, 1960). ¿Qué madre se atrevería a matar a su hijo después de oír estas advertencias? Lactar era ser una madre completa. La que no lo hacía era sólo tía, decía el refrán. “Toda madre que lacta a su hijo es dos veces madre” (Cuyás, 1942). “Así lo dispuso la Providencia” (Puig, 1960). No hay más que decir.

Otra tarea importantísima de la mujer-madre era cuidar a los hijos y por extensión a toda la familia, que le daban a su ser “el sentimiento cristiano del hogar” (Ramos, 1941). De cuidar a los hijos dependía la felicidad de la propia madre (Frías, 1945). La buena madre y la mala madre eran dos modelos muy claros. La primera era abnegada, sólo existía por y para los hijos. Se sacrificaba hasta el último extremo: su propia salud. Su instinto -el materno- se lo imponía. Del hombre no se conoce ese instinto.

Para el hombre tener hijos es primordialmente una molestia. La madre debe transmitir que el hijo viene a “sembrar el hogar de sonrisas, alegrías y gracias, que hacen la vida más agradable y estimulan al padre al trabajo ennoblecedor” (Roig, 1964).

Pero ojo, si te centras mucho en los hijos puedes perder al marido por descuido sexual del mismo. Así que ándate con ojo. “La llegada del hijo no ha de alejar al marido. El marido es el primer hijo de la mujer casada” (Roig, 1964). No queda claro si es una invitación al incesto o una infantilización del hombre puesta como deseo en la pluma de un médico, en cualquier caso, Freud se arrebujó con placer en su tumba.

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