La educación sexual II: La Iglesia

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Comentaba en un anterior artículo que es imposible no haber tenido educación sexual. Hoy voy a comentar los antecedentes de la imaginería de la educación sexual en el aspecto de qué imagen se tiene de la mujer y cómo se ha formado esa imagen en la cultura occidental en los últimos dos mil años de la mano del cristianismo y de su organización político-religiosa: La Iglesia católica.

Si con el judaísmo la imagen y opinión sobre la mujer no era mejor que la que se tenía sobre una bestia con el cristianismo esa idea no mejora. Si en el Levítico se equipara a la mujer con los animales en las cartas de Pablo de Tarso o los escritos de Agustín de Hipona las mujeres no tienen mejor consideración.

También las corrientes “alternativas” a la Iglesia católica -las iglesias protestantes- tienen sus posturas respecto a la mujer, que son continuación de las bebidas en la fuente madre -la Biblia- y que los padres de la Iglesia establecieron como dogmas en los primeros tiempos del cristianismo. Vamos a verlos. Y es interesante conocer sus opiniones porque es una herencia inequívoca de la represión cristiana de los instintos, que han conformado la moral y el derecho en los últimos 1.700 años en occidente. De San Pablo a San Agustín y Lutero sus opiniones han sido la base de la moral.

Entre los afamados misóginos del cristianismo uno brilla por derecho propio: Pablo de Tarso. “Pues los afanes de la carne significan muerte” (Romanos, 8, 6). La carne es el asiento del pecado, es “cuerpo para la muerte”. Así, ¿cómo se va a ver el placer como algo deseable? Pablo, lucha contra la “lujuria” (porneia), el “vicio”, las “obras de la oscuridad”, las “orgías y bacanales”, la “lujuria y los libertinajes”. Todo en su mirada es pecaminoso. “¡Huid de la fornicación!” (Corintios 6,18). ¿Y quién es la causa de tanto vicio y lujuria? La mujer. Origen de todo mal sobre la Tierra. Por ello, sin atreverse a prohibir el matrimonio, aconseja “bueno para el hombre no tocar a la mujer”; pero, si no es posible, “Mejor es casarse que abrasarse” (Corintios, 6). Pero no deja de avisar que “Pues los afanes de la carne significan muerte” (Romanos, 8, 6). Para este ser tan atormentado el pecado de la carne precede siempre, en el catálogo de los vicios, a cualquier otro. Y su imagen de la mujer destila desprecio sin límites.

Otro reconocido misógino es Agustín de Hipona, que tampoco escatima las loas a  la castidad, lamentando que él siempre “derramó [su] fuerza en la lujuria y la fornicación” desde su adolescencia a la madurez, ensalzando luego, como todo converso, con furia, la castidad y la virginidad, especialmente en las “vírgenes consagradas a Dios”. Pues si al menos son vírgenes redimen así el que “mulier non est facta ad imaginem Dei”. La mujer tiene mucho que hacer perdonar: es más débil y carnal y su fe es menos sólida. Y tanto llega a ser su asco por el sexo que dice: “ínter faeces et urinam nascimur”.

Pero ya que la gente se casaba, recomienda y recuerda que “la castidad de los solteros es mejor que la de los casados” y “una madre, puesto que estuvo casada, ocupará en el Cielo un puesto inferior al de su hija que fue virgen”. Castidad como principio rector y a cualquier precio, el que él no supo pagar en su juventud, lo que le lleva a condenar el placer aun en el matrimonio.

Agustín, lumen ecciesiae, declara que “mulier non est facta ad imaginem Dei”. Lo que hoy a muchas no les preocuparía pero que en la imagen que se crea de ella y se traslada a lo largo de toda la Edad Media hasta hoy por los Padres de la Iglesia y teólogos tendrá consecuencias para su libertad personal y jurídica. Según este misógino corresponde tanto a “la Justicia” como “al Orden Natural de la Humanidad que las mujeres sirvan a los hombres”. “El orden justo se da sólo cuando el hombre manda y la mujer obedece”.

De que la mujer fuese considerada como de entendimiento más débil que el hombre, de una pasta inferior a la divina del hombre -imagen de Dios- y se dudase de que pudiera tener alma se derivó que durante siglos fueran consideradas como el vehículo por el que “el maligno” podía actuar contra Dios en la Tierra, y ello se tradujo en decenas de miles de mujeres acusadas de brujería sufrieran torturas y acabaran en la hoguera. Y en este caso fue en la Europa protestante donde este fenómeno fue una auténtica orgía de sangre contra las mujeres.

Todos los Padres de la Iglesia y sus doctores, como Bernardo, Buenaventura, Alberto Magno o Tomás de Aquino, siguiendo la estela marcada por Pablo y Agustín, han escrito contra la sexualidad, contra el placer, creando un síndrome sexual sin precedentes en ninguna religión de miedo, angustia, mojigatería e hipocresía frente a algo de lo que es imposible escapar, de modo que la historia de la sexualidad y sus parafilias se podría rastrear en los textos religiosos desde Pablo a las últimas encíclicas papales.

El sexo y la sexualidad, que abarcan la totalidad de la vida, el placer de sentir, de amar se ha convertido en esta religión miserable en vergüenza y miedo, en una angustia que tiñe de culpa cualquier sensación placentera desde que se es bebé hasta la ancianidad. Pablo lo inició, Agustín lo desarrolló, sus admiradores y seguidores lo ampliaron hasta que la doctrina clásica de la patrística del pecado y de la lucha contra la concupiscencia es la identidad, la marca de la religión cristiana en cualquiera de sus variantes y especialmente en la católica. El catolicismo ha sido la forma más refinada y que en mayor medida ha contribuido a crear millones de personas sexualmente reprimidas y enfermas.

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