Maquis: para nosotras silencio, silencio, siempre silencio

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Este 28 de agosto se ha estrenado Maquis en la plataforma de cine de autor e independiente Filmin. Maquis es un largometraje escrito y dirigido por Rubén Buren y protagonizado por Paloma Suárez, Zaida Alonso, Fátima Plazas, Teresa del Olmo y Lula Muñoz. Cuenta la historia de unas mujeres que sobreviven, después de la guerra, en un pequeño pueblo español en 1949 y su relación con un grupo de maquis que viven en el monte, con los que colaboran facilitándoles alimento, colada, y, en ocasiones, apoyo y coartadas. Unas lo hacen por convicción y solidaridad; por empatía y afecto, otras por una cuestión práctica: A cambio reciben algo de dinero. Y otras, sin embargo, los rechazan, imbuidas por el miedo y el odio que la dictadura supo insuflar para que en muy poco tiempo, ser demócrata, republicano o comunista no fuera distinto a ser el peor monstruo, el ser más execrable, el individuo más temible, los hombres y las mujeres más peligrosos y despreciables. La dictadura, torturando, hizo creer, sin embargo, que los torturadores, los sádicos, los salvajes, eran sus oponentes: ahí reside su fuerza y toda su indignidad.

Una historia narrada con sensibilidad, sobriedad y claridad que apuesta por retratar a los maquis sin que aparezca un solo maqui. Lo que sabemos de ellos es a través de las protagonistas y del resto de mujeres que hay en el pueblo. El director ha apostado por una película sin un solo personaje masculino. La historia, por una vez, se cuenta a través de la voz, los ojos, el pensamiento y los sentimientos de las mujeres. Mujeres muy distintas entre sí, con objetivos diferentes, con historias diferentes; unas que obran con solidaridad con ellos por convicción, otras por empatía, otras con rechazo y otras sólo movidas por el dolor y la pérdida, sin interés político. Y si este existe, a veces, es antes conservador que revolucionario. Una historia sin hombres en la que, sin embargo, no son negados, ni silenciados, ni caricaturizados, ni reducidos. Una historia sin hombres en la que, sin embargo, a ellos no se les hurta reconocimiento, dignidad y memoria; pues, al contrario de lo que ocurre con la infinita lista de películas en las que las mujeres ni están ni se les espera –o si aparecen es con un papel superficial o subsidiario– aquí ellos no están, pero cuentan, importan y su ausencia, lejos de silenciarlos, sirve para ponerles voz a esos que fueron víctimas y aun vencidos no se arrodillaron, siguiendo en pie, creyendo, como defendían sus compañeras, que la justicia aún era posible.

A través de las mujeres, no sólo conocemos el mundo de los maquis, también la España de finales de los cuarenta. Una España pobre, árida, gris, temerosa, silenciosa, inculta, cobarde, ágrafa, afásica, de realidad distorsionada y petrificada, en la que nunca pasa nada, y si pasa, es a costa de sus víctimas. Un país sin memoria por estar obligado al olvido: a una amnesia colectiva e impuesta a la que tanto tiempo después apenas hemos desafiado. Conocemos una España en la que los vencedores hacen y deshacen a voluntad, sin esfuerzo, sin cuestionamiento, sin nada que les haga frente. Están omnipresentes sin necesitar siquiera estar frente a los que someten, porque ya están en sus temores y  las preocupaciones de la gente humilde, de modo tal que oprimen sin apenas esfuerzo. Oprimen con la tranquilidad de la total garantía de éxito con la que cuenta quien ha arrasado y sometido a sus víctimas. Y si alguna de estas aún desafía mínimamente la dictadura establecida, se le asesina, se le tortura, se le rapa, se le viola, se le obliga a callar, se le humilla. Se le reduce implacablemente, sin un pulso que tiemble, sin un individuo que se apiade. Sí se muestra en el opresor, porque existió especialmente por parte de la Iglesia, una “piedad” cínica, fingida, asumida falsamente y, sobre todo, manipuladora sin otra intención que la efectividad y el regodeo en la erradicación de las víctimas represaliadas. Con ello, se retrata la repugnancia ética de los fascistas y de quienes colaboraron con el régimen. Se le torturará a la víctima y su dolor servirá para someterla, pero también servirá de aviso para cualquiera que se pudiera plantear siquiera relajarse a la hora de observar los deberes del todopoderoso orden franquista establecido. Todo para que lo que se consiguió marchitar, no reviva, no se conozca, y quien lo hubiera conocido, que lo olvide, que lo olvide para que no sepa colaborar en una hipotética y cada año más imposible rehabilitación.

Amnesia sobre la República: si aparece su mención en público, en un pasquín, en un susurro o siquiera en un silencio íntimo, escondido y privado, pero desvelado por un gesto, la dictadura cae como el hacha descrita por León Felipe, implacable  y velando por evitar cualquier humilde ligazón, cualesquiera herramientas que se enlacen o dos manos que se estrechen. Una dictadura que implanta el terror dando a conocer lo que ocurre con quien la impugna, y que lo hace tan implacablemente que consigue que buena parte de sus súbditos se conviertan en cumplidores sumisos por no poder ser ya nada más que nada: insignificantes, silenciados, esclavos, intelectualmente incapaces en tanto que, precisamente para asegurar su alienación, se les ha arrebatado cualquier acceso a la cultura y al pensamiento crítico y cualquier mota del atreverse a pensar por uno mismo, y mucho menos junto a los demás y por y para los demás.

Maquis nos muestra una España oscura, terca, marchita, tediosa, temerosa, silenciada, abandonada y sometida. Un desierto cultural, un páramo donde sobrevive en silencio y se practica la sumisión, sin que ésta sea garantía de supervivencia. Todos los vencidos, se tengan por tal o ni siquiera sean capaces de reconocerse así, viven debajo de un hacha que pende sobre ellos y vela porque nadie se mueva ni un milímetro del lugar sumiso, esclavo, súbdito y limitado que debe ocupar. Si alguien lo hace, cae. Y corta.

“Silencio, silencio, siempre silencio”, se aconseja en esa España a quien por moverse ese milímetro ha visto caer sobre ella todo el peso de la dictadura. Sin embargo, la película consigue lo contrario: poner el foco en las olvidadas. En las olvidadas de los olvidados, en las doblemente víctimas, en las doblemente humilladas, en las más inflexiblemente torturadas, también sexualmente. Para ellas, las víctimas más humilladas, doble silencio, doble sumisión, doble tortura, doble castigo. Todo vivido con vergüenza, resignación y rabia, pero en “silencio, silencio, siempre silencio.”

La película las desamordaza. No muestra más de lo necesario, evitando el morbo sin renunciar a dejar traslucir la dureza y la crudeza de lo que se narra. Las torturas no se ven, pero sobrecogen; la violencia sexual y específica contra las mujeres no se obvia, no es silenciada, no se relativiza: al contrario, está presente, pero sin renunciar a una narración respetuosa, sin una exhibición gratuita.

“Silencio, silencio, siempre silencio.” Hasta que alguien rompe la mordaza, en un libro, en una película, en un escenario, recordando la memoria de los represaliados/as y de la solidaridad republicana frente a la barbarie fascista. Y Buren lo ha hecho con una historia que fue papel, fue teatro y ahora también es cine.

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