Hace ya tiempo publiqué un artículo titulado Cinco mitos sobre la asistencia sexual. Negaba que nadie (léase, porque se trata de ellos en la casi totalidad de las veces, ningún hombre), tampoco las personas con discapacidad (por honestidad intelectual, vuelva a leerse tampoco los discapacitados), tiene derecho a exigir que otra persona (en el 99% o más de las ocasiones, mujeres) le satisfaga sexualmente si no es por puro y libre deseo incontaminado de cualquier presión (incluidos como tal la compasión o el altruismo, al que debe ponerse límites si no se le quiere ver convertido en pura abnegación).
Ahora, mantendré aquellos argumentos uniéndolos a dos perspectivas nuevas, aunque estas ya subyacieran las razones expuestas en la anterior ocasión. Me refiero a (1) considerar a las personas con discapacidad como sujetos con obligaciones éticas que les impiden recurrir a la prostitución o a cualquier otro sistema de coacción para satisfacer su deseo sexual a costa de terceras personas (mujeres). Y a (2) aventurar un análisis más profundo sobre las relaciones afectivo-sexuales que, aún no relacionándolas con la problemática que añade la discapacidad, podrían aportarnos herramientas útiles para abordar la cuestión que nos ocupa.
Para defender la igualdad y la dignidad de todo ser humano es una obligación ética y política ser abolicionista de la prostitución. La prostitución es, en palabras de Ana de Miguel, una escuela de desigualdad humana, o, en palabras de Pateman, una institución en la que los hombres se aseguran por la coacción, el acceso libre al cuerpo de las mujeres. Es una de las más crueles formas de violencia física, psicológica y sexual sobre las mujeres por el hecho de ser mujeres, esto es, por ser hembras humanas en el contexto de patriarcado universal y metaestable que soportamos.
La llamada asistencia sexual es el eufemismo por el cual los hombres discapacitados se aseguran, como el resto de hombres, disfrutar de los privilegios que les otorga el sistema prostitucional, institución patriarcal por excelencia. Por tanto, si de cualquier demandante de prostitución se puede decir con seguridad y rotundidad que doblega la voluntad de las mujeres para encontrar satisfacción sexual al tiempo que confirma su posición de poder y privilegio en la jerarquía dispuesta por el patriarcado, no es posible hallar justificación en un ejercicio de dominación tan ruin, tampoco cuando de ese privilegio se aprovecha un hombre discapacitado.
Podrá acusárseme de introducir un sesgo de sexo, a priori no especificado o “irrelevante” para la postura favorable a la asistencia sexual para personas con discapacidad. Es decir, se me podrá hacer la consideración de que, cuando se habla de “asistencia sexual a personas con discapacidad”, también se refieren a mujeres discapacitadas que recurren a hombres asistentes sexuales, a hombres discapacitados homosexuales que también lo hagan; o a mujeres lesbianas discapacitadas que puedan reclamar la “asistencia sexual” de otra mujer. No se pueden sostener, sin embargo, estos argumentos con honestidad ni tampoco sin evidenciar que se está cerrando los ojos voluntaria e interesadamente al hecho incontestable de que, como en el conjunto de la prostitución, más del 98% de los demandantes son hombres y, de estos, la inmensa mayoría demandan el “acceso sexual” a mujeres prostituidas, violentadas y doblegadas por y para ellos. No obstante, no me escabulliré de esas excepciones y afirmaré que tampoco acepto ni apruebo que hombres y mujeres homosexuales o mujeres heterosexuales se amparen en su discapacidad para utilizar a otras personas como medio para satisfacerse sexualmente.
Apuntado esto, conviene no perderse en escenarios casi ficticios cuando la realidad es contundente: el problema es el sistema prostitucional, y quienes lo sostienen y se benefician de él a costa del sufrimiento incalculable de las mujeres son hombres, discapacitados o no, que ejercen sus privilegios sin ningún escrúpulo por el bienestar y la integridad física y emocional de las mujeres que soportan su tiranía.
Ya apunté aquí y en el otro artículo que el sexo no es una necesidad y, en consecuencia, la satisfacción sexual, salvo la que cada cual pueda obtener consigo mismo/a, no es un derecho. Al no ser un derecho, no es exigible que nadie nos la proporcione si no es por voluntad y deseo propio y en una relación de reciprocidad perfectamente exacta. No obstante, argumentaremos en dos direcciones para abordar mejor la relación entre sexualidad y discapacidad. A saber: 1) las obligaciones éticas exigibles en una relación sexual y 2) la necesidad de abordar la raíz del problema que dificulta las relaciones sexuales de las personas con discapacidad.
1) Obligaciones éticas exigibles en una relación sexual
Una relación sexual entre dos personas exige que se produzca libre y voluntariamente, exenta de cualquier coacción, chantaje, desequilibrio de poder o transacción económica; además, debe ser iniciada y mantenida exclusivamente por el deseo, el placer, la complicidad y la voluntad mutua, indubitable, y la atención recíproca de las personas involucradas. Ese deseo, además, debe ser revocable siempre y en cualquier instante por parte de ambas personas sin posibilidad del mínimo reproche ni insistencia. Si alguna de esas condiciones no se cumple, a mi juicio, ya no es posible hablar de relación sexual libre y deseada sino de una relación de poder, jerárquica, incluso violenta y, por tanto, de coacción y puro sometimiento.
Podrá parecer injusto; sin embargo, a mí me parece lo mínimamente exigible también en el caso de una persona con discapacidad: sin reciprocidad y satisfacción mutua, la sexualidad no es plena y, por tanto, la relación de nuevo no se encontrará equilibrada, por lo que será indeseable.
Una persona con discapacidad, como cualquier otra, está (estamos) obligada a asegurarse que la relación sexual que mantenga es fruto del deseo mutuo y no debe aceptar, tanto por su propia dignidad y su bienestar como por la dignidad y la integridad de su pareja o compañera sexual, que ésta acceda a satisfacerlo sexualmente sólo por compasión o sólo con vistas a su propio placer descuidando el bienestar y la satisfacción propios. Como la realidad nos dice que ésta no es una cuestión ciega al sexo ni mucho menos al patriarcado, dejaremos de afirmar en abstracto para hacerlo así: Un hombre con discapacidad comete una violencia inaceptable si apela a su discapacidad para que una mujer acceda a sus deseos si estos no son recíprocos.
Y, por supuesto, también considero que cualquier persona (léase mujer, porque será la que sea objeto de coacción en la inmensa mayoría de las ocasiones, por no decir en todas) tiene derecho a rechazar sexualmente a otra aun cuando el único motivo para ello sea la discapacidad que presente la persona rechazada. Por otra parte, tampoco sería honesto sino fruto del chantaje más déspota y ruin por parte de una persona con discapacidad que recriminara a otra haberle rechazado sexualmente por ese motivo aun cuando le constase que dicho rechazo viene motivado por otras cuestiones. Si se quiere desligar al sexo de la dominación y la jerarquía que por culpa del patriarcado en todas partes le acecha y apenas le deja resquicios para que se produzca en libertad, me parece necesario imponer y autoimponerse unas condiciones tan exigentes y, sin embargo, elementales.
2) Las dificultades sexuales de personas con discapacidad: ir a la raíz del problema.
Es innegable que las personas con discapacidad tienen, en general, más dificultades para establecer relaciones afectivo-sexuales. Y es obvio que esto se debe a los prejuicios que existen sobre ellas. Que, en general, no se adapten a lo considerado físicamente bello, que los impedimentos físicos permitan suponer dificultades para una plena satisfacción sexual o que a las personas discapacitadas se les considere asexuales por definición son, posiblemente, algunos de los aspectos que motivan esta situación. Una vez dicho esto, insisto a riesgo de ser repetitiva, en que asumir que cualquier persona (vuelva a leerse mujer, pues dudo que un hombre fuera presionado insistentemente por una mujer para abdicar de su negativa) que rechace relacionarse afectivo-sexualmente con un discapacitado es injusta, superficial o despiadada, aun cuando reconociera que la discapacidad haya tenido peso parcial o total en su decisión, me parece inaceptable e injusto con esa persona. Siendo la sexualidad un ámbito tan delicado en el que sin plena y absoluta libertad y reciprocidad sólo reina la jerarquía y la desigualdad, no me parece admisible que nada que vicie o presione a la hora de tomar la decisión de aceptar mantener una relación sexual. Tiene, por ello, perfecto derecho a negarse sin recriminación posible por ello.
Sin perder de vista ni un solo segundo lo que acabo de afirmar con plena convicción, creo, sin embargo, que un análisis de la sexualidad centrado exclusivamente en lo que provoca la discapacidad sería un modo de abordar esta cuestión extraordinariamente pobre. Creo que hay causas mucho más profundas, e incluso mucho más determinantes y preocupantes en el problema analizado, que hacen necesario revisar el estado de las relaciones amorosas y sexuales en general y que, revisando estas, como por efecto dominó, será posible solucionar, o mejorar significativamente, el problema que nos ocupa.
Tenemos mucho que pensar sobre relaciones afectivo-sexuales. Tenemos que revisar muy cuidadosamente en qué términos asumimos el deseo y el consentimiento y qué implican relaciones sexuales libres y emancipadas.
Tenemos que pensar si la hipersexualización constante y de tantos ámbitos de la vida desde edades cada vez más prematuras no supondrá, antes que un mayor disfrute de las relaciones sexuales, un nuevo y terrible imperativo patriarcal como el que sobrevino, o peor, a la revolución sexual de los 60. Pareciera como si la satisfacción del ser humano consigo mismo y respecto a su proyecto vital dependiera exclusivamente de mantener una actividad sexual extraordinariamente frecuente, y, además, de estilo depredador, aun cuando ésta fuese de una superficialidad manifiesta y de una calidad deplorable.
Tenemos que revisar si las relaciones sexuales no habrán sido extraordinariamente influidas por una lógica neoliberal en la que lo importante es el consumo constante y variado de experiencias sexuales con cuantas más personas (reducidas a cuerpos en tanto que objetos de consumo con fecha de caducidad) mejor; sin que ninguna de ellas se procuren entre sí la más mínima oportunidad de disfrutar de conexiones profundas, libres y guiadas por la plena confianza, complicidad y conocimiento del otro/a; eso que permite, precisamente, abordar sin tapujos ni presiones cualquier dificultad afectiva, sexual o de cualquier tipo, redundando en una mayor satisfacción y plenitud para ambos/as. Por supuesto, no estoy negando que se puedan tener varias parejas afectivas o sexuales; defiendo que las relaciones sentimentales (y sexuales) duren sólo el tiempo que esas personas estimen oportuno. Estoy afirmando que resulta preocupante que, por obra del patriarcado y el neoliberalismo, las relaciones sexuales se hayan convertido en objeto de consumo compulsivo antes que en una búsqueda libre, recíproca y abierta de placer y complicidad. Y, aun peor: en un termómetro de la dignidad, el valor y la calidad de vida de una persona.
Tenemos que pensar si desligar sexualidad de relaciones humanas profundas, equilibradas, construidas en el apoyo mutuo y la complicidad, –del amor como camaradería, en definitiva, que tan fervorosamente defendían las feministas, anarquistas y comunistas en los dos siglos que preceden al actual– es tan “transgresor y deseable” como se repite machaconamente; si realmente implica una mejora en las relaciones sexuales o si, por el contrario, sólo nos provee de una concepción aséptica, hueca y superficial de las mismas, lo que podría redundar, precisamente en un menor, por no decir imposible, disfrute y placer sexual. De hecho, la sexualidad desprovista de esa profunda complicidad, que era denunciada por las recientemente citadas feministas, comunistas y anarquistas, y que ahora es sospechosamente revitalizada por el patriarcado y el neoliberalismo actual, no es otra que la que se ha producido siempre hasta fechas muy recientes en el matrimonio cuando éste era un contrato de sumisión en el que no había dos compañeros sino un dueño y una sierva.
Tenemos que pensar si no se abrirían las opciones de disfrute sexual compartido, también para las personas con discapacidad, si se superase el modelo falocéntrico de sexualidad por otro, se diera entre personas del mismo o distinto sexo, en el que las dos partes de la pareja sean igualmente satisfechas y atendidas sus deseos y preferencias, donde la delicadeza y las atenciones mutuas substituyeran un egocentrismo androcéntrico marcado por el ideal de sexualidad patriarcal donde la penetración sea el único fin a tener en cuenta y el único medidor de una relación sexual plena.
Tendremos que pensar si la recuperación del “amor como camaradería”, como apoyo mutuo, como relación de tú a tú, no sería buen instrumento contra la superficialidad y los prejuicios que lastran la consideración hacia las personas con discapacidad; en fin para que dos se procuren confianza, apoyo mutuo y felicidad, e incluso un proyecto amoroso y de vida común no hace falta físicos impecables. Y prometería una relación, sin embargo, que parece recomendable y muy beneficiosa para cualquiera (que la desee), al margen de sus circunstancias personales.
Tenemos que pensar si la imagen vendida por lo pornografía, la prostitución y parte de la ficción audiovisual, no muestra una sexualidad casi indiscernible de la pura dominación. Una sexualidad que lejos de aparecer como un espacio de confianza, complicidad, placer y disfrute sexual que podría ser accesible y practicable, y con mejor resultado en términos de satisfacción, para casi todo el mundo (incluso para las personas afectadas significativamente por una discapacidad), se convierte sinónimo de subordinación en la que las mujeres solo obtienen violencia, convirtiéndose en objetos o receptáculos para el placer de los otros.
A mi juicio, algo ganaríamos todas las personas, y especialmente las mujeres (discapacitadas o no), si no fuéramos tratadas sólo como medios, cosificadas y alienadas, para una satisfacción sexual masculina e intentáramos recuperar la camaradería citada para todas las relaciones afectivo-sexuales, eliminando estereotipos, prejuicios y normativas neoliberales y patriarcales respecto al amor* (ese cuya mención, a menos que se haga para dotarlo de un contenido superficial, últimamente parece estar prohibida por sonar ridícula) y a la sexualidad. Entonces puede que la discapacidad fuera, al final, simple dato casi insignificante para cualquier relación humana, incluidas las amorosas.
*Escuchando las ponencias de la Rosario Acuña del año en curso, se advertía de la necesidad de pensar el amor y enjuiciar críticamente sus conceptualizaciones más superficiales vendidas como transgresoras (resumen no textual y que apenas capta lo expuesto). Esas reflexiones han inspirado, en parte, este artículo.
Brillante, Ana. Supe de ti gracias a un vídeo que se difundió en Twitter recientemente, que me pasaron (yo no estoy en esta red social), en el que eras clara y concisa sobre este tema. Como mujer con discapacidad suscribo tu artículo punto por punto.
En distintas asociaciones me he encontrado a hombres, solo hombres, que quieren colar la explotación de las mujeres como derecho por su discapacidad, organizando charlas y talleres en los que se dan la razón ellos mismos. Es curioso como estos hombres defienden su »derecho» a explotar a otras personas (en su mayoría mujeres, claro) con la misma intensidad que cualquier putero. A fin de cuentas, es lo que son, y así de claro hay que dejarlo.
También me he percatado de que, a menudo, cuando se encuentran con un argumento en contra de sus exigencias, utilizan el recurso del pobre discapacitado al que los/las que no tienen discapacidad quieren negarle su derecho. Personalmente, me resulta curiosa la pataleta que les sobreviene al no poder utilizarlo cuando es otra persona con discapacidad, de nuevo una mujer, quienes se lo decimos.
Gracias por tratar este tema de manera tan impecable. Un abrazo!
Deberías hablar con las asistentes sexuales que ofrecen sus servicios de prostitución por propia voluntad y decisión, yo soy una persona con discapacidad y cliente, y no me siento ruín ni explotador. Tu mirada es muy diferente a la mía, pero respeto tu honestidad intelectual. Y a R le digo, no soy ningún pobrecito, la satisfacción de un deseo no siempre se da de manera ideal, y si el acuerdo monetario entre dos personas adultas lo resuelve es cuestión privada. Saludos.
[…] Artículo de Ana Pollán […]