La clave

Si para colocar una estatua en un espacio público hubiera que acreditar la naturaleza inmaculada del protagonista del homenaje, nos quedaríamos sin retratos y sin pasado histórico. En América, se levantaron estatuas a Cristóbal Colón porque este descubridor pasó a la historia al conectar, con sus arriesgados viajes, el viejo y el nuevo mundo. Igualmente, en Francia, las estatuas de Jean-Baptiste Colbert rinden homenaje al reformador que, en el siglo XVII, hizo prosperar la economía francesa y modernizó el capitalismo. Las estatuas a estos (y muchos otros) personajes históricos no se levantaron porque hubieran vivido en una época en la que el esclavismo estuviera generalizado. Esta fue la época en la que les tocó vivir.

Resulta sorprendente que, mientras se produce esta actual oleada de ataques contra las estatuas de Cristóbal Colón en los Estados Unidos, oleada que se ha ido gestando en los últimos años, nadie hable allí de las estatuas a George Washington y Thomas Jefferson, que tenían a centenares de esclavos a su servicio. Quizás sea porque, a diferencia del descubridor renacentista, estos eran de origen anglosajón y protestante, en cuyo caso nos encontraríamos ante un caso evidente de racismo bajo el envoltorio de la lucha contra el racismo (el acabose, vamos).

De cualquier modo, sería otra estupidez emprenderla contra las estatuas de Washington y Jefferson, pues no fueron levantadas porque estos dos hombres fueran propietarios de plantaciones en un tiempo y un lugar en los que el esclavismo continuaba normalizado, sino por convertirse en padres fundadores de su nación. Esclavistas, sí, pero en un tiempo y un lugar que les convirtieron en revolucionarios frente al Imperio británico y el Antiguo Régimen. Los primeros en poner en práctica el derecho a la rebelión contra la tiranía, teorizado por John Locke un siglo antes, para comenzar a construir el mundo en que vivimos.

Si nos despojamos de nuestra historia, mediante estos arranques emocionales tan propios de nuestro tiempo, quedamos perdidos en el vacío tan característico de este presente sin pasado ni futuro. Conmemorar los logros y hazañas de las personalidades que forman parte de nuestra historia resulta necesario en una sociedad democrática y, por tanto, crítica y consciente. Aunque quienes realizaran aquellos logros no fueran gente intachable. ¿Acaso hay alguien que lo sea? Intuyo que, quienes destrozan esas estatuas, no mostrarían el mismo arrojo contra los explotadores del tiempo presente. Puede que todo se reduzca a una fugaz representación: ataque a la estatua correspondiente, foto, vídeo, que rule por las redes y a otra cosa.

Algo similar ocurre con las obras de arte ahora consideradas racistas o machistas. Libros y películas que, en diversos ámbitos y momentos, se ha considerado eliminar de la circulación. Parece ser que, en estos días, algunos optan por indicar, a modo de advertencia, que la obra en cuestión puede herir al receptor por su carácter racista, machista… Preocupa el hecho de que estemos tan concentrados en la representación de la realidad (eso es el arte), que nos olvidemos de las injusticias que se producen en la realidad misma. El escritor José Luis Pardo se pronunciaba al respecto en un artículo recientemente publicado en las páginas de El País.

La representación suele tener una carga racista o machista en la medida en que la realidad representada lo sea. Conforme se logra transformar la realidad, así se transforma también su representación. Y precisamente profundizando en la realidad, advertimos que el racismo, el machismo y otras taras están vinculadas a relaciones de desigualdad social. ¿Qué es lo que verdaderamente determina nuestra existencia? ¿El color de la piel, el sexo o la posición que ocupamos en las relaciones de producción?

¿Qué sucedería con la Iliada si se advirtiera la enorme carga machista del complejo de culpa que tanto tortura a Helena durante el asedio a la ciudad? Es fácil perderse en el laberinto de la corrección política y es este, en gran medida, el escenario en el que se desatan las emociones y la agresividad política, en la actualidad. Por parte tanto de los partidarios como de los detractores de lo políticamente correcto, pues la política actual es la representación de un interminable enfrentamiento entre quienes abrazan las particularidades propias de la postmodernidad, que hoy la toman contra las estatuas, y quienes reaccionan con un retroceso en nombre de la tradición, conformando la nueva extrema derecha global. Una representación que tapa los verdaderos problemas, las causas de las desigualdades actuales y los retos de futuro. Un enfrentamiento interminable porque no se puede combatir a la nueva extrema derecha desde la corrección política, ya que este es su principal caldo de cultivo.

Resulta realmente difícil romper esta dinámica, ya que todos los dispositivos tecnológicos y culturales que conforman la política actual, lejos del análisis y la reflexión, generan la necesidad inmediata de respuestas emocionales a los estímulos provocados por el actual escenario de la corrección política. Esto se refleja en el Congreso de los Diputados, en nuestros móviles, en el salón de nuestra casa. Detengámonos a pensar acerca de la educación política que reciben quienes ven la Sexta Noche, el conocido programa político que hoy sigue siendo primera referencia en nuestro país. Y pensemos en la educación política que recibían los espectadores de La clave, el conocido programa dirigido por José Luis Balbín durante la Transición democrática. Tomando como ejemplo cualquier emisión de cada uno de estos dos programas, podemos comprobar las diferencias entre el enfrentamiento que se representa en la política actual y los debates políticos de entonces.

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