La casa común europea

En junio de 1966, con motivo de la firma de unos acuerdos entre Francia y la Unión Soviética, Charles De Gaulle habló de la posibilidad de forjar “una entente constructiva, desde el Atlántico hasta los Urales”. Así veía a la comunidad europea, como el espacio de encuentro mediante el que las viejas naciones del continente pudieran mantener su influencia a nivel mundial. Sin injerencias norteamericanas ni de ningún tipo. Por eso el viejo general se resistía a la entrada de Gran Bretaña en la comunidad, porque la consideraba un agente de los Estados Unidos que supondría un obstáculo al proceso de integración europea que se promovía en el interior del continente.

Veinte años después, Mijaíl Gorbachov hablaba de la casa común europea, un espacio de encuentro tan amplio como nuestro propio continente, que promoviera la democracia y la justicia social dentro y fuera de nuestras fronteras. Durante la segunda postguerra, las naciones europeas se mostraron ya agotadas, por lo que solo la unión de todo el viejo continente podría prolongar su hegemonía a nivel global. El modelo europeo no podía ser más atractivo como punto de referencia internacional: libertad, justicia social, pluralismo político… Los gobiernos de las democracias capitalistas asentían cuando Gorbachov planteaba este programa, pero De Gaulle ya no estaba y los tiempos eran muy distintos. Las repúblicas socialistas de Europa oriental fueron cayendo entre 1989 y 1991, mientras Gorbachov se empeñaba en mantener el control del proceso de reformas dentro la Unión Soviética. Unas reformas democratizadoras que se producían en un contexto económico desastroso, lo que permitió a los neoliberales aprovechar la situación para alcanzar los Gobiernos de aquellas antiguas repúblicas que, hasta entonces, habían conformado un modelo igualitario con el que se pretendía superar el capitalismo.

Durante las décadas posteriores a la Caída del Muro de Berlín, la OTAN no ha dejado de ampliarse, incluyendo a las repúblicas que anteriormente estaban en el ámbito del socialismo real y entrando incluso en los antiguos territorios soviéticos (Estonia, Letonia y Lituania). La Unión Europea se ha construido contra Rusia en términos geopolíticos, traicionando así la idea de la casa común europea y alimentando un nacionalismo ruso cada vez más autoritario.

Sin embargo, el actual momento histórico ofrece un escenario en el que podrían cambiar las cosas. El Brexit supone un indudable desafío económico, pero también la posibilidad de profundizar en la integración política dentro de la Unión Europea, una cuestión que era más difícil con los británicos dentro. La crisis sanitaria provocada por el coronavirus está reforzando los instrumentos y las políticas de solidaridad dentro de la Unión, siendo ahora promovidas por muchos de los que las rechazaban hasta hace poco. Las medidas desarrolladas en los últimos meses por parte del Banco Central Europeo y la actitud mostrada por el Gobierno alemán, ante las presiones de los países más castigados por la actual crisis, demuestran un evidente cambio de rumbo. Es posible avanzar hacia la integración política dentro de la Unión Europea. La necesidad de contar con un gobierno económico común, que tenga toda la legitimidad democrática, es algo perentorio si se pretende mantener la unión económica. Esto sería posible mediante el establecimiento de una unión política en Europa de carácter federal, con un Gobierno elegido por la ciudadanía europea a través del sufragio directo. Así podría resolverse en buena medida la desafección generalizada entre la ciudadanía frente a las actuales instituciones de la Unión.

Europa tendría una voz propia e independiente en este mundo global. Tendría más fuerza para defender su modelo político, social, económico, cultural… Y también para exportarlo al resto del mundo: el bienestar europeo frente al neoliberalismo estadounidense y al capitalismo salvaje de China. Si los europeos no conseguimos esto, lo que nos queda es la fragmentación social, política y territorial. Unas desigualdades sociales cada vez mayores, unos movimientos de reivindicación y protesta cada vez más atomizados, y unos nacionalismos que venden la falsa ilusión de recuperar la utopía a través del repliegue identitario. Es decir, pobreza y palos de ciego en un mundo que no entendemos.

Las grandes ideas, los proyectos con transcendencia histórica, generan ilusión y dirigentes a la altura de las circunstancias. Refuerzan nuestros vínculos como miembros de una misma comunidad política. Y todo ello puede abrir una nueva etapa en la que avanzar en términos de progreso, recuperando el horizonte de la universalidad, en un contexto en el que la economía capitalista ha producido realidades que solo se entienden desde una perspectiva global.

La actual escasez de grandes ideas y programas transcendentes supone la configuración de un escenario político que solo se entiende en el corto plazo. Con unos dirigentes centrados en hablar de personas, en lugar de hablar de cosas. Resolver las cosas es fundamental para mejorar la vida de las personas. Sin embargo, en lugar de hablar acerca de cómo mejorar nuestros sistemas sanitario y educativo ante un posible rebrote de la epidemia, por ejemplo, el debate se centra en qué fue lo que hizo o dejó de hacer cada responsable público en los peores momentos de la misma. Parece como si el objetivo final de cada partido político fuera simplemente llegar al Gobierno allá donde está en la oposición. Y para ello se tergiversan los datos, se retuerce la realidad o incluso se falsea, obteniendo el aplauso de una parroquia que se siente emocionalmente vinculada con los suyos, sin que medie el análisis crítico. De este modo resulta realmente difícil alcanzar grandes consensos, pues hacer política así se reduce básicamente a la negación del otro. Tendríamos que plantearnos que, más importante incluso que quién gobierna, es para qué gobierna. Qué ideas tiene para superar los problemas actuales, qué futuro nos propone. Así fue como se forjó la política moderna a través del parlamentarismo. Nada que ver con el sentimentalismo identitario propio de la política postmoderna.

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