A Lenin no le gustaba París. Tampoco la Europa central, donde estuvo viviendo hasta marzo de 1917. Le resultaba difícil vivir en países donde no había invierno y, sin los más de diez grados bajo cero de Simbirsk y otros lugares de su juventud, no podía reconocer el paso de esa estación del año.
Los padres del movimiento comunista nunca llegaron a conectar con París, tampoco con sus cafés ni con su bohemia. Algún observador de la época quedó realmente fascinado al comprobar cómo aquellos rusos discretos y aparentemente insignificantes, que permanecían aislados y apartados de las tertulias en los cafés, regresaron a su país en el momento justo y tomaron el poder en diez días. A Marx ya le había ocurrido lo mismo en el París de mediados de siglo XIX, sencillamente no se fiaba de los bohemios.
Sin embargo, la bohemia fue durante mucho tiempo el caldo de cultivo para el intercambio de ideas, las conspiraciones revolucionarias y el nacimiento de nuevas vanguardias con las que entender mejor el arte y la vida. Realmente, ¿qué eran los bohemios? Una gente de origen social más o menos acomodado, volcada en la creación intelectual y artística, que malvivía en auténticos cuchitriles y se paseaba de café en café. Gente realmente creativa y nada recomendable, que caminaba entre la intelectualidad y la marginalidad. Un azote para los biempensantes, en todo caso. Como nos recuerda el historiador italiano Enzo Traverso, los bohemios eran el proletariado intelectual de los siglos XIX y XX.
Personalidades propias de los cafés parisinos, como Charles Baudelaire, Louis Blanc y Auguste Blanqui, inspiraron revoluciones como la de junio de 1848 y la Comuna de 1871. La Tercera República Francesa se levantó precisamente contra los bohemios y el movimiento obrero. Monumentos como el Sacré Coeur o la Fontaine de Saint-Michel son buena muestra de ello, la tradición se imponía sobre la contracultura revolucionaria.
Sin embargo, a finales del siglo XIX la bohemia parisina ya se había reorganizado en torno a Montmartre. Artistas como Claude Monet o Pierre-Auguste Renoir provocaban la ira de los academicistas, con su nueva manera de concebir la pintura mediante el estudio de la luz al aire libre. Los irreverentes carteles de Toulouse-Lautrec, los agresivos colores de las pinturas de Matisse y el estudio de las formas de Cézanne volvían a agitar el orden tradicional que la burguesía pretendía preservar. En 1913, los ritmos primitivos de La consagración de la primavera, composición de Ígor Stravinski para el estreno de los Ballets Russes, provocaron abucheos, lluvia de escupitajos y bronca a bastonazos en el Théâtre des Champs-Elysées. Jóvenes intelectuales de toda Europa se daban cita en los cafés y cabarés de Montmartre, para festejar los años de la Belle Époque entendiendo el arte de una manera más libre. Así, la poesía modernista de Rubén Darío, el cubismo de Picasso y Braque, y una música clásica cada vez más atenta a los gustos populares, hasta acabar conectando con el jazz algo más tarde.
Eran los años del affaire Dreyfus y la muerte de Émile Zola, los de las leyes de laicidad de la República Francesa y la consolidación del papel de los intelectuales en la sociedad. Los años del socialismo internacionalista frente a los nacionalismos y los imperios. Y justo después estalló la Primera Guerra Mundial. Jean Jaurès fue asesinado por un nacionalista en el Café du Croissant, en la rue Montmartre de París. Con su muerte, desapareció el internacionalismo proletario y comenzó la guerra.
La bohemia quedó truncada y dispersa. Algunos, como Tristan Tzara, llegaron a fundar nuevos cabarés, como el Cabaret Voltaire en Zúrich, y nuevas vanguardias como el dadaísmo, a pesar de la guerra. Tras el conflicto bélico, la bohemia volvió a París. Los surrealistas de André Breton y Louis Aragon se integraron en las filas del partido comunista, convirtiendo a Freud en punto de referencia para la impugnación de la sociedad burguesa, junto a Karl Marx. A finales de los años treinta, la bohemia parisina estaba instalada en Montparnasse, en la orilla izquierda del Sena. Fue durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los bohemios fueron trasladándose a las calles de Saint-Germain-des-Prés, muy cerca del río, entre los Inválidos y el boulevard Saint-Michel. Un pequeño barrio que se convertiría en el escenario del nacimiento de la sociedad actual, durante los primeros años de la segunda postguerra.
En los años de la Ocupación, Picasso, Albert Camus y Jean-Paul Sartre solían reunirse en Le Catalan, una de las brasseries de Saint-Germain-des-Prés. Al mismo tiempo, comenzaba a ser muy conocido el Flore, ubicado en el corazón del barrio, el café en cuya planta alta instalaron su estudio Sartre y Simone de Beauvoir. Tras la Liberación, el círculo existencialista ya estaba formado en torno al Flore y sus dos filósofos, Sartre y Beauvoir. Al mismo se iban adhiriendo distintos vecinos del barrio, como la cantante Juliette Grécó, la actriz Simone Signoret, el editor Gaston Gallimard, el humanista Maurice Merleau-Ponty… Todo este círculo existencialista quedó profundamente conmovido a raíz de la publicación de El hombre rebelde, de Albert Camus, en 1951. Tras el abandono de su militancia comunista y de la dirección de su periódico, Combat, Camus reflexionaba, en su ensayo sobre la rebeldía, acerca de la ejecución de Luis XVI y se compadecía del hombre indefenso en el patíbulo, dignificando al monarca devorado por la revolución. Este fue el origen de la disputa intelectual entre Camus y Sartre.
Charlie the Bird Parker, Coleman Hawkins y otros músicos afroamericanos trajeron el jazz a Europa, tocando todas las noches en las famosas cuevas de Saint-Germain-des-Prés. Unos sótanos que, durante los años cuarenta y cincuenta, funcionaron como salas de conciertos. Boris Vian hablaba, en su Manual de Saint-Germain-des-Prés, acerca de estos maravillosos lugares llenos de humo, en los que legiones de jóvenes con camisas de cuadros se movían a ritmo de bebop. Las democracias nacidas gracias a la derrota del fascismo permitían a las nuevas generaciones amplios espacios de libertad, tanto en los ámbitos cultural y artístico como en los hábitos cotidianos y la manera de entender la vida. Aunque estos espacios de libertad estaban vinculados a elementos de carácter más decadente. El mismo Boris Vian se quejaba de las molestias provocadas por los pobres vecinos que, a su vez, se quejaban con toda razón del jaleo que se formaba a partir de medianoche en la puerta del Tabou, la más célebre de todas las cuevas germanopratenses. El ruido impedía dormir a quienes al día siguiente tenían que trabajar, es decir, a la mayoría de los vecinos. Pero los bohemios de las cuevas no veían a estos vecinos como trabajadores, sino como viejos aguafiestas. ¿Preludio del 68?
La historia de la bohemia puede generar sentimientos realmente contradictorios. Fue palanca para grandes transformaciones y, al mismo tiempo, decadente foco promotor de la marginalidad. Pero, ¿acaso es esto un problema? Si aceptamos que el ser humano es razón y sentimiento, reconocemos, como nos enseñó Unamuno, que también es contradicción y pelea. Nos reconocemos en nuestras contradicciones.