«Feminismos» y otros relatos

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Por Sonia Gómez

Antes de empezar, permitidme que os haga una pregunta que me ronda: ¿Se sabe de algún lesbiano de estos transidentificados que mantenga una relación con otro lesbiano transidentificado? Curioso cómo saben qué es una mujer cuando les conviene, ¿no?

Hecha la pregunta, vayamos al lío.

Como sin duda sabréis, ahora queda muy chulo eso de hablar de “feminismos” (ya sabéis, “divide et vince”), que equivale a vaciar de contenido el concepto con este neolenguaje cuya mayor virtud es no decir nada, por lo que intentaremos “deconstruir” (¿a que también queda chula?) su falacia; ya que quizás aún estemos a tiempo de convencer a la ministra Ana Redondo de que la omnipresencia es solo cosa de los dioses, por lo que tendrá que decidirse entre las dos manis, y aprenda de los sindicatos, por ejemplo, que muy patriarcales ellos, jamás han tenido dudas sobre a qué manifestación acudir (aunque, y me consta, muchas compañeras sindicalistas hayan puesto el grito en el cielo y se dejen la piel en la lucha feminista).

Pues bien, estos “feminismos”, que en realidad es uno solo y es el “antifeminismo”, defienden que en sus filas y nuestros espacios seguros (los de las mujeres) se acepte a hombres que dicen sentirse mujeres (sea eso lo que sea eso, pues no hay una sola persona en el planeta que haya logrado explicar qué es eso de “sentirse mujer” sin recurrir a estereotipos sexistas), pero montan un pitote si alguien osa hacer un “blackface” (es decir, pintar su cara de negro a modo de disfraz, algo sin duda tan racista como misógino es disfrazarse de mujer). Curioso cómo logran “hacer la cobra” y que los demás no se enteren. Curioso cómo niegan la evidencia científica mientras la Universidad, con mayúscula, calla y otorga.

Como no podría ser de otra manera, condenan sin fisuras la venta de mascotas (y defienden que se celebren de paso sus cumples con tartitas de fondant), mientras que ven hasta con buenos ojos que se trafique con bebés mediante vientres de alquiler de mujeres pobres, racializadas o preferiblemente blancas, porque ya se han encargado de hacer unos convenientes y sesudos estudios que señalan que es mejor que los bebés comprados se parezcan a sus papis. Curioso, insisto, que cuelen semejantes distopías y la ciudadanía, temerosa de ser acusada de facha, homófoba, bífoba, tránsfoba, antianimalista o terfa, lo compre. 

Se llenan, además, la bocaza con lo del “consentimiento” (que ya jodería), mientras que defienden que se prostituya a mujeres y se lo considere un trabajo, porque resulta que “su cuerpo es suyo” y como todas y todos sabemos el consentimiento jamás tiene que ver con el miedo, la pobreza o las amenazas. Curioso también que siempre haya dinero de por medio en todos estos “avances” de “derechos umanos” (sí, sin “h”) que lamentablemente defiende la “berdadera hizquierda” (sí, con “b” y con “h”).

Y de estos polvos, vienen los “otros relatos”, que no son más que la consecuencia de los “feminismos” antifeministas pero muy ultraneoliberales, del transhumanismo individualista queer y del capitalismo salvaje que necesita para sobrevivir la explotación cada vez más cruel y descarada de mujeres y niñas. Relatos que se acercan peligrosamente a los delirios, las parafilias y, ahora sí, las violaciones de derechos humanos.

Por ejemplo, alardean de que ponerse un turbante es “una apropiación cultural” (qué herejía) y defienden como “cultura” el velo islámico; pero que se venda “Girl Periodt: la primera toalla sanitaria de apoyo emocional para ‘mujeres trans’, que utiliza una tecnología que libera una sustancia natural y orgánica que imita la sangre”, les parece de lo más normal. ¡Cómo añoro aquellos tiempos en que el apoyo emocional se daba con psicología y afecto, no comprando compresas que expulsan líquido en vez de absorberlo!

Tan normal como que un señoro de 52 años conocido como “Margie Fancypants” y que declara ser VIH positivo se apañe en Canadá para amamantar a “su” bebé (comprado, damos por hecho) con una sustancia que generan “sus” pechos mientras toma altas dosis de domperidona (un medicamento fabricado para inhibir las náuseas y vómitos) y se introduce pastillas de progesterona a modo de “supositorio”. Aquí ningune de elles aprecia ni por atisbo maltrato infantil ni ninguna patología mental del señoro en cuestión.  Y, por supuesto, llamarán tránsfoba a cualquier persona que ose insinuar cualquiera de estas cosas, o ambas, o incluso se atreva a hablar de pedofilia.

Sin duda también celebrarán que la senadora demócrata por Kentucky Karen Berg defienda ante el Senado la venta de “niñas inflables” para el deleite y uso de “personas que se sientan atraídas por menores”, es decir, pederastas. 

Podría seguir enumerando a hombres condenados por delitos sexuales que habitan las cárceles de mujeres (en el Reino Unido estiman que el 70% de los presos autoidentificados como mujeres han sido condenados por delitos sexuales); a pederastas que se amparan en estas leyes para entrar sin impedimento en baños y vestuarios de niñas; a deportistas de quinta línea que roban podios a mujeres al dejarlos participar en categorías femeninas; a usurpadores de nuestros cupos en listas cremallera y, con la ley de paridad, también en los altos cargos empresariales… a los niños y niñas que han caído en sus redes y pronto serán consideradas víctimas del mayor escándalo sanitario de la humanidad. Podría…

Pero el último de esta serie de “relatos” quisiera dedicárselo al peligro más que inminente de que el fascismo llegue de nuevo a Europa, al mundo, y entre sin dificultades por el enorme boquete que ha dejado al descubierto esta nueva progresía que confunde derechos con deseos, abandona a su suerte a obreras y agricultores, vende armas a genocidas y pretende hacernos creer que las mujeres tenemos pene.

Luego dirán que las feministas no se lo advertimos.

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