La lucha de clases en el campo español (I)

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Desde Irlanda hasta Sicilia, desde Andalucía hasta Rusia y Bulgaria, el campesino es un factor esencialísimo de la población, de la producción y de poder político.
Engels, El problema campesino en Francia y Alemania, 1894. 

Las protestas de los agricultores en España están suscitando un interesante debate en el ámbito político, en todo su espectro. Desde el oportunismo de la derecha más rancia, que aprovecha el terreno baldío del abandono ideológico del posmodernismo desclasado, hasta el estrecho análisis de los defensores del Gobierno que reducen su argumentario a etiquetas simplistas, como atribuir las protestas a enfados de señoritos y terratenientes.

Que la derecha más reaccionaria falsee la realidad para medrar electoralmente no es nada nuevo, pero de la izquierda debe esperarse algo más que mensajes propios de izquierdistas pueriles.

Un análisis algo más elaborado que la simple generalización («son fachas por tanto no me interesa») es posible. Con un poco de paciencia podrá observarse que, más allá del partidismo político, hay tras las protestas motivos que afectan a razones materiales y de influencias económicas y geopolíticas, de cuyo conocimiento nos interesa saber. Nos interesa si, como clase trabajadora, queremos averiguar cuál es el origen del problema y acometerlo eficazmente.  

El marxismo clásico y los campesinos.

Es interesante para ello hacer un breve repaso de la forma en que los clásicos acometían el problema. Leer textos de los autores principales del marxismo sobre el problema campesino es esclarecedor. 

Lo será, claro, para quien quiera entenderlos. No siempre ha sido así y muchos críticos del marxismo ven en el asunto de la agricultura un punto débil donde atacarle. Así, se critica que Marx y Engels no pusieron mucho interés en el campesinado o bien directamente los despreciaban. 

Es esta una crítica propia de quienes son incapaces de ver en el materialismo la dialéctica de las diferentes circunstancias. Esperan que los comunistas, que suelen presumir de su mejor análisis político, deban ofrecer una especie de fórmula magistral aplicable para cualquier momento y lugar. Esto es no entender nada. El materialismo dialéctico lo que hace es ofrecer un método, cuyo resultado podrá variar según las circunstancias.

Suele ser objetivo de anarquistas la crítica de que Marx y Engels desdeñaron a los campesinos, que dudaban de su papel revolucionario y de aliados del proletariado. La lectura de sus textos nos muestra que, al contrario, precisamente su interés era cómo vencer la resistencia de aquella parte conservadora de la mentalidad campesina, para poder sumarla a la fuerza revolucionaria proletaria y que fuese así imparable.

Podemos por ejemplo repasar la lectura de El problema campesino en Francia y Alemania, escrito por Federico Engels en 1894.

«Como factor de poder político -escribe Engels-, hasta hoy el campesino sólo se ha venido manifestando, en la mayoría de los casos, por su apatía, basada en el aislamiento de la vida rural. Pero, de entonces acá, han cambiado muchas cosas. El desarrollo de la forma capitalista de producción ha seccionado el nervio vital de la pequeña explotación en la agricultura; la pequeña explotación agrícola decae y marcha irremisiblemente hacia la ruina». Observemos que Engels destaca el desarrollo de la forma capitalista de producción como causa del declive del pequeño propietario. Pero esta causa ¿es interna o doméstica sólo, o tiene su explicación además en los mecanismos globales a los que tiende el capitalismo? El texto sigue:

«La competencia de los EE.UU., de Sudamérica y la India ha inundado el mercado europeo de trigo barato, tan barato que no hay productor indígena capaz de competir con él. Grandes terratenientes y pequeños campesinos están abocados por igual a la ruina«. ¡Ah, caramba! Parece ser que en aquellos tiempos, finales del XIX, ya el capitalismo mostraba -para quien fuese capaz de verlo- su verdadero rostro, que consiste en la lógica de la concentración y permanente crecimiento del beneficio, aun a costa de que unos pocos capitalistas arruinen a sus pobres paisanos. Y sigue el texto, mas adelante:

«Para conquistar el poder político, este partido tiene antes que ir de la ciudad al campo. Este partido, que lleva a todos los demás la ventaja de tener una visión clara de la concatenación existente entre las causas económicas y los efectos políticos y que, por esa razón, hace ya mucho tiempo que ha adivinado el lobo que se esconde debajo de la piel de cordero del gran terrateniente disfrazado de amigo importuno de los campesinos«. Aquí Engels distingue al pequeño del gran propietario; los primeros deben ser sumados a la causa haciéndoles ver que los grandes propietarios son sus rivales. Pero para ello antes hay que ofrecerles alguna garantía:

«Tan pronto como nuestro partido tome posesión del poder del Estado, procederá a expropiar sin rodeos a los grandes terratenientes, exactamente lo mismo que a los fabricantes industriales (…) Las grandes fincas restituidas así a la colectividad serán entregadas por nosotros en disfrute a los obreros agrícolas que ya las cultivan ahora, que deberán organizarse en cooperativas«.

Aquí observamos la manera de acometer la cuestión en un momento incipiente del capitalismo, que nos sirve para entender su método aplicado al entorno de países como Alemania o Francia, que pasa por la suma del poder de los pequeños campesinos para desligarse de la influencia de los grandes propietarios, y la transformación del Estado -mediante la expropiación- de ser un aparato de represión y preservación de la propiedad privada a un órgano de defensa del interés popular, hasta que la fuerza imparable de la mayoría trabajadora haga innecesario ese aparato.

Pero, ¿qué ocurre con el campo cuando el capitalismo se vuelve imperialismo y sus ramificaciones ya no sólo implican a un país sino a una inmensa red global o a un país continente del tamaño de Rusia? Pues aquí viene nuestro amigo Lenin a resolver esta duda.

En el texto A los pobres del campo, escrito por Lenin en 1903, encontramos una respuesta. En ese texto, Lenin presenta la misma inquietud que Engels décadas antes, cómo arrimar a los campesinos a la lucha proletaria. Cuestión que era necesaria para que, 14 años más tarde, se produjera la Revolución Socialista.

«Campesina», precioso cartel de 1969.

Siento tener que hacer un espoiler: Lenin lo consiguió. De hecho, si ustedes observan, el símbolo de los comunistas, popularizado precisamente en la URSS, presenta las famosas herramientas unidas: el martillo de los trabajadores y trabajadoras de las fábricas, junto a la hoz de los trabajadores y trabajadoras del campo, entrelazados.

Si vamos al texto, Lenin es diáfano y ya en el subtítulo expone el objetivo: «explicación a los campesinos de lo que quieren los socialdemócratas«.

Suponemos que el lector ya sabe que no debemos confundir el término socialdemócrata de la época de Lenin con el concepto actual.  La socialdemocracia de entonces era el movimiento revolucionario que Lenin presenta a inicios del texto como la fuerza que «se ha levantado en todas las grandes ciudades, de miles y decenas de miles de obreros que luchan contra sus patronos, contra los fabricantes, contra los capitalistas. Los obreros declaran huelgas, suspenden todos a un tiempo el trabajo en la fábrica, reclaman aumento de salarios y exigen que no se les obligue a trabajar once horas por día, ni diez, sino sólo ocho«.

«Es necesario -prosigue Lenin más adelante- que los pobres del campo comprendan con claridad quiénes son estos socialdemócratas, qué quieren y cómo se debe actuar en el campo para ayudarles a conquistar la felicidad del pueblo«.

Así pues, aunque parezca una obviedad, Lenin, como antes Engels, no desdeñaban al campesinado, ni al simple operario ni tampoco al propietario pequeño. Hubiera sido ridículo que, ante el lógico rechazo del pequeño propietario hacia quienes clamaban por la supresión de la propiedad privada, Lenin hubiese despachado el asunto con un simple «bah, son reaccionarios, no interesan».

Lenin se esfuerza, en la continuidad del texto, en exponer cuáles son las razones y los objetivos del movimiento revolucionario socialista, para lograr la unión «en la lucha por una organización nueva y mejor de la sociedad«. 

Es interesante observar que Lenin se detiene a explicar de manera detallada la diferencia entre el régimen de la servidumbre, en la que el campesino no podía adquirir tierras sin permiso del señor, o incluso ser azotado por el señor; lo diferencia del régimen de libertad civil, en el que el campesino como el obrero tiene cierta libertad de elección (de elegir por ejemplo quién es su patrono, especifica). 

Es lógicamente una falsa libertad, en la que el campesino pasa de ser siervo de un señor a ser siervo de un aparato de relaciones sociales (jurídicas, legales, policiales, de costumbres) que conforman el Estado burgués. En el caso de aquella Rusia, ligado a los intereses de la autocracia zarista.

Para ello es necesario que el pueblo pueda elegir a sus representantes en la Duma (hablamos de un momento histórico anterior a los movimientos revolucionarios burgueses de 1905) y Lenin aclara: «la libertad política no liberará inmediatamente al pueblo obrero de la miseria, pero proporcionará a los obreros el arma para luchar contra ella«.

Con ese fin, expone un programa, y antes de eso explica qué es un programa y por qué debe presentarlo un partido. Esto es, la necesidad de operar en torno a un proyecto diáfanamente definido que sirva como guía en el proceso, entendido como un camino, una serie de etapas. No un impetuoso atajo que pretenda derribar a un gigante de un solo ataque. Un camino largo y dificultoso. Y como en todo camino largo, uno puede perderse, de ahí la necesidad de ese mapa/programa. 

La continuidad del proceso histórico es conocida por todos, la revolución inicialmente burguesa va tomando cuerpo y, empujada por las circunstancias del imperialismo y la guerra mundial, sumado a la extraordinaria organización de los soviets, termina en la Revolución Socialista unos años después.

Una vez disparado el cañonazo de las Tesis de Abril, la Revolución toma las armas y el proletariado controla el timón de la nave. Aún así, este no era el final del camino y faltaban bastantes pasos. Entre ellos, el Decreto sobre la tierra,  normativa desarrollada por el Congreso de Soviets de Obreros, Soldados y Campesinos, que establece que «la propiedad privada de la tierra será abolida para siempre», que los terrenos de nobles e Iglesia pasen a disposición de los diputados soviéticos campesinos.

Culmina así el proceso que, en las anteriores palabras citadas de Engels, decían «tan pronto como nuestro partido tome posesión del poder del Estado, procederá a expropiar sin rodeos».

Algunas conclusiones de la lectura de los clásicos marxistas.

Así pues, ¿qué conclusiones obtenemos? En primer lugar, es imprescindible tener una visión dialéctica de la totalidad del problema.

Si el campo está distanciado o desentendido de los problemas del proletariado, es porque existe un interés en ello. Ese distanciamiento es estimulado por el inmenso aparato que sostiene el orden social, el Estado.

Ese Estado, para perpetuar ese orden social, tiene un gran interés en que esa parte campesina, incluso la pequeña, esté separada de las organizaciones obreras, porque encuentra en el arraigo de la propiedad privada la base sobre la que levantar la pirámide de relaciones sociales que culmina con una cúspide de unos pocos grandes propietarios.

El Estado procurará con todas sus armas apoyar las relaciones internacionales que sean favorables a su distribución de clases y al modo de producción que lo sostenga. En el caso puesto como ejemplo de la URSS, fue necesario primero organizar una extensa red de soviets para ocupar el Estado, pero la cuestión no finalizaba solo con eso, puesto que la nación se encontraría expuesta al ataque internacional: primero en forma de ejércitos voluntarios de los países capitalistas en las primeras décadas, luego al inmenso poder bélico del nazismo durante la Gran Guerra Patria.

Para poder valerse por sí misma y ser autosuficiente, la URSS precisaba la nacionalización de todas las tierras y su conversión en una fuente que, además de imprescindible para la vida, fuese puesta al interés común.

¿Y qué ocurre con España?

Como veremos, el problema del campesinado en España puede observarse también desde esa herramienta marxista, analizando sus peculiaridades. También veremos que existe un aparato de Estado que defiende los intereses de una pequeña parte de propietarios, y que ese Estado no es un organismo aislado sino que trabaja en conexión con intereses internacionales, siguiendo la lógica de concentración y permanente aumento del interés capitalista, en el entorno del imperialismo en que vivimos.

Ocurre con el campo una situación análoga al problema de la vivienda analizado hace poco. La clave, la raíz de la cuestión, está el la propiedad del suelo, la sacrosanta propiedad privada (perpetuada en la Constirución del 78, por cierto, que nuestros paladines del progreso sostienen como medida de todas las justicias). De esa propiedad se levanta todo un enorme aparato de leyes, normas, agentes policiales y costumbres, cuya finalidad es la acumulación de capital a partir de esa posesión originaria.

Este enorme aparato, el Estado, no se sostiene solo, necesita el apoyo de otros Estados, también capitalistas, en las necesarias relaciones comerciales internacionales. En el caso de España y de su campo esta es la política agraria comunitaria. Esa política es impulsada por organismos internacionales que, recordemos, reservaron para España un papel turístico y hostelero, para lo cual debían suprimir su industria.

Eso fue hace décadas, pero el imperialismo no cesa, y es ahora cuando nos dicen, esos mismos organismos internacionales, que bajo la excusa de un modernísimo interés ecologista, debemos trasvasar dinero público a las empresas del IBEX para que estas sean más modernas, digitales, igualitarias y por supuesto ecológicas. Y ese trasvase no se produce hacia el campo, antes bien son los agricultores quienes pagan de su bolsillo las medidas ecologísimas, redundando el incremento de precio, a través de intermediarios y de grandes supermercados, en una incesante inflación que pagan los consumidores.

Deberíamos preguntarnos (lo haremos en la siguiente parte) por qué la Unión Europea sí tiene dinero ilimitado para hacerle la guerra a Rusia (cincuenta mil millones, 50.000.000.000 euros se plantea hoy entregar en ayudas, sin contar los miles de millones ya gastados en armas), o para participar en las acciones en torno al genocidio del pueblo de Palestina (como las referidas al conflicto en el Mar Rojo), pero no lo tiene para paliar el encarecimiento de los recursos energéticos, derivados también (¡ya es casualidad!) de la guerra a Rusia.

Pero para no fatigar al lector, todo esto lo desarrollaremos en una segunda parte. 

1 COMENTARIO

  1. Desde una posición ideológica liberal ,mi admiración y respeto lhacia la solvencia intekectual y honestidad que destacan de este artículo. Procuro leerlo todo ,a la busca gratificante de la decencia cono ciudadano de quien escribe .Es el caso

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