Claustro

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CAPÍTULO 23

   Luna Anul era una de las pocas mujeres que constituían los 36 sabios del trono. En su nueva vida caballizada se encontraba a las mil maravillas porque podía disfrutar de una autonomía y de una fuerza que no recordaba haber poseído. En el reparto de Ovidio le había tocado el maravilloso mundo de Carcosa donde reinaba el Rey amarillo. 

   Cerca de las ruinas de la antigua Carcosa caminaba Luna contemplando un cielo cubierto de estrellas negras. Los satélites de formas extrañas navegaban por un cielo irisado y semitransparente donde casi podías sentir que si saltabas lo suficiente te verías reflejado en un extraño espejo. Casi podías adivinar que tras esa capa reflectante se escondía el secreto de una capa de azogue pero sin embargo Luna caminaba insegura por las ruinas. Era una zona lacustre, el lago Hali, infestado de Byakhees, una especie de cefalópodos come hombres. También sabía que Carcosa se encontraba en un planeta llamado Híades, cerca de Aldebarán y que sus habitantes eran fantasmas que penaban allí tras el advenimiento de un gran cataclismo que destruyó el planeta y a su célebre Rey amarillo. 

   Luna se paró un momento para intentar situarse y divisó, no muy lejos, las ruinas de lo que parecía un gran palacio. Se dispuso a seguir con mucho cuidado pero al pisar una falsa piedra se precipitó al vacío y acabó dentro de las fauces de un Byakhee. 

   Luna sentía que caía dentro de una profunda fosa. Pero no parecía tener final, era como permanecer eternamente en el proceloso camino de un horizonte de sucesos. Sentía que daba vueltas y que no podía situarse. Se concentró y logró calmar su disparatado corazón que le latía tan deprisa que parecía que iba a salírsele del pecho. Y eso fue lo que vio, sintió cómo su corazón se escindía de su cuerpo y a pocos palmos de ella le saludaba con lo que parecían ser unas minúsculas manos rojizas. Luna se convenció de que lo que le estaba sucediendo debía tratarse de alguna droga o veneno inoculado por el animal y que no podía fiarse de lo que le decían sus ojos. Así que los cerró, se concentró y, por primera vez, intentó galopar lo más deprisa que pudo. Trotó como el ganador del Gran National, como Babieca, como Bucéfalo, como el caballo de Julio César, como el caballo de Atila, como si le fuera la vida en ello y sintió una fuerte resistencia casi plástica. Algo se estiraba mientras ella quería salir impetuosamente de aquella prisión de carne y vísceras. Notó la consistencia pegajosa y líquida de aquel ser repugnante y también pudo sentir una fractura. Intensificó el esfuerzo de sus cuatro patas y sintió una desgarradura aún mayor que la anterior, después el líquido frío sobre su rostro le hizo abrir los ojos instintivamente. Luchó para volver a la superficie y salió como pudo desde las aguas del lago. Tras de sí emergió un animal descomunal con veinte brazos, muy parecido a un pulpo o más bien similar al fabuloso Kraken que se desangraba descuidadamente en medio del fangoso lugar. 

   Cuando recuperó la compostura se dirigió al edificio y al llegar se dio cuenta rápidamente de que estaba habitado, no por un fantasma, del todo esperable dada la situación del lugar, sino por alguien de carne y hueso.

   —¡Hola! ¿Hay alguien ahí? ¡Busco al Rey amarillo! —dijo sin mucho convencimiento Luna Anul—.

   Abrió una puerta y al abrirla se dio cuenta de que sus goznes cantaban en lugar de chirriar. Decían cosas sorprendentes y hermosas. Cantaban sobre la soledad y sobre la pasión. Cantaban sobre un mundo maravilloso que reinaba en paz en todo el sistema de Aldebarán y que por una vil traición se perdió para siempre. Cantaban sobre una guerra propiciada por el robo de un valioso libro, un objeto de poder que transformaba en rey a aquel que lo leyera. La joya era de tal calibre que había que saber el idioma en el que estaba escrito para poder leerlo porque si no el mismo poder de ese libro acababa con quien se atreviera a intentar leerlo sin saber lo que leía. Cantaban que, uno a uno, todos los habitantes de Carcosa intentaron leer el libro pero que, uno a uno, fueron cayendo. No importaba el ejemplo de los que antes que ellos hubieran intentado leer el libro y convertirse en Emperadores, porque era ese afán por el poder, ese amor por ser el más grande, esa Hybris que constituía el sentirse superiores, lo que causó el mal de Carcosa. Luna se preguntó cómo podía ser posible que un pueblo entero, una nación entera, un planeta entero, una confederación entera cediera al ansia de poder y se cuestionó cómo funcionaban, a menudo, las cosas en el mundo de los hombres.

   Cuando la puerta se cerró dejó de cantar. Y Luna se quedó pensativa. ¿Qué podría hacer allí alguien como ella? ¿Qué clase de persona vivía en un lugar lleno de ruinas y recuerdos? ¿Tendría algo que ver con los antiguos moradores del lugar o se trataba de algún visitante de otros mundos como ella que se había quedado atrapado en aquel lugar? Se llenó de valor y continuó explorando. Se encontró con un aparador donde reposaban grandes candelabros, fuentes de bronce, varios altares y extrañas arcas. Sobre ellos un espejo lleno de polvo. Luna se acercó y pasó su mano-pezuña por su pulida superficie. No encontró su rostro caballuno de ahora sino su rostro de anciana. Se retiró asustada y volvió a mirarse en ese espejo. Ahora la imagen que se le devolvió la llenó de congoja. Era ella de niña en su mundo lleno de dulzura y responsabilidad. Se vio a sí misma alzando el vuelo sobre su ciudad de origen y al gran árbol, majestuoso, altivo, enorme, al fondo contemplándola con soberbia y con seguridad. Su mundo había cambiado, el futuro había cambiado, ella había cambiado. Cuando estaba ensimismada con estas cuitas sintió que alguien la observaba. Se dio la vuelta y entonces lo vio. Era, sin duda, el Rey amarillo.

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