Claustro

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CAPÍTULO 22

   Radu Udar fue siempre el segundo de los treinta y seis sabios del trono. Como mano derecha de Erik Kire sabía todo lo que hay que saber de su mundo. Esperó a recibir las instrucciones de Ovidio. Le había tocado la ciudad de Utopía. 

   —Bien, Radu, tú irás a Utopía y allí debes hablar con Tomás Moro. Como sabes es el autor del libro que inspiró esa ciudad en tu mundo. Creo que ya sabes lo que hay que saber de la sociedad de Utopía, ¿verdad?

   —Sí, lo conozco, Ovidio. 

   —Bien, pues debes decirle a Tomás que suba a la torre más alta de su ciudad y cuando acabe la lucha de los planetas y la noche se vuelva roja debe decir en ese preciso momento estas palabras… —Ovidio se acercó al oído de Radu y le susurró unas palabras que eran mágicas o que, al menos, lo parecían—.

   —¿Y por qué esas palabras en concreto y qué tienen de especial..? —Ovidio tapó la boca caballuna de Radu y, severamente, le increpó—.

   —¡No se te ocurra decir esas palabras en alto, sólo tienen poder una vez, no pueden ser pronunciadas para muchos oídos porque perderían su valor y su fuerza, ¿me has entendido, Radu?—.

   El sabio comprendió, así que se dispuso a ser trasladado mágicamente a la isla de Utopía. Cerró los ojos y se dejó arrastrar por un torbellino de luz. De repente pensó que a Ovidio se le había olvidado decirle qué hacer después, ¿se iba a quedar allí con Tomás Moro? ¿Le iban a traer de vuelta mágicamente o qué tenía que esperar? Se imaginó que si la cosa no salía bien pues ahí acabaría todo. Abrió la boca para expresar sus dudas pero sólo escuchó a Ovidio decirle:

   —¡No te dejes engañar por Raphael Hythlodaeus…!

   En menos de lo que tarda un caballo en relinchar Radu se encontró de frente con lo que, sin duda, había sido una populosa ciudad pero se percató enseguida de que hacía ya mucho tiempo que esa ciudad había vivido sus mejores días. El aspecto desaliñado de sus gentes. La actitud de sus moradores. El silencio que imperaba y el miedo que observó en las primeras gentes con las que se cruzó le inspiraron un temor que no podía obviar. Y, además, su aspecto no ayudaba en absoluto. Pasaba cerca de una casa cualquiera y sus ventanas se cerraban. Las personas que se acomodaban en los porches de las destartaladas casas abrían sus puertas y entraban dando un portazo. Era como si supieran que los extranjeros traían siempre problemas o que, simplemente, no gustaban a nadie. 

   Se encontraba en su capital, Amaurota, y sabía que por cada treinta granjas los ciudadanos de Utopía elegían un representante, el sifogrante, por cada diez sifograntes se elegía a un traniboro. Los doscientos sifograntes de la ciudad eligen a un príncipe. Son los traniboros los que se reúnen en el Senado con el príncipe llevándose consigo a dos sifograntes para que representen al pueblo. Así que Radu llamó a una de las casas-granja y preguntó por el sifogrante de su demarcación. 

   —¿Sifogrante eh? —le dijo el primer granjero que abrió la puerta— ¡Qué bellos recuerdos de cuando podíamos elegir! Pues has de saber viajero, que en aqueste lugar que antaño supuso el orgullo de toda la isla de un tiempo a esta parte un tirano —el granjero lo dijo bajando la voz— ocupa todo el poder y nos somete. 

   El lugareño cerró asustado el portón de su hogar y Radu se quedó pensativo. En ese momento una mujer abrió la puerta y le metió dentro de su casa no sin antes inspeccionar a su alrededor por si alguien sospechoso estaba observando. Radu se acomodó en aquel lugar humilde que sólo disponía de una chimenea, una mesa con cuatro sillas y un par de jergones en no muy buen estado. Observó la segunda puerta de la casa, que él sabía que daba a un huerto. Vio que esa puerta estaba tapiada. 

   —¿Por qué razón está tapiado el acceso al huerto? —preguntó Radu—.

   Los dos ancianos se miraron y comprendieron que Radu ya había estado en ese lugar tiempo atrás. 

   —Veréis, debo encontrar rápidamente a Tomás Moro… —observó cómo los ancianos se llevaban las manos a la cabeza—.

   —¡Blasfemia! ¡herejía! —les salió del alma a  los dos ancianos.

   Comprendió que Tomás estaba encerrado en la torre del Senado, que ahora era el palacio del tirano. Radu se enteró de que quien gobernaba Utopía con mano de hierro era Raphael Hythlodaeus pero no sabía por qué oscura razón había cambiado su nombre primero a Raphael Hythloday, después a Rafael Hitlodeo y luego a un nombre que sonaba peor a Radu y a todo el mundo, tanto en ese mundo como en el otro, Adolf Hitler.

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