Periodismo científico

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Mi primer contacto con el periodismo científico llegó por casualidad, cuando encontré El mundo según Monsanto en una tienda de segunda mano. Acababa de terminar primero de carrera y sabía poco de ciencia, aún menos de política y casi nada de francés. El libro de Robin me enseñó las tres cosas. Más allá de lo que cada uno piense de la biotecnología, hay que reconocer que la periodista hizo un gran trabajo al comunicar temas muy complejos para el público general. Era una investigación transparente, que invitaba a explorar sus fuentes y formarse una opinión propia. No buscaba maravillarnos con la magia de la química ni asustarnos con palabras ininteligibles, quería llamar nuestra atención sobre problemas endémicos de la industria y explicar cómo se habían producido.

Desgraciadamente, esta perspectiva es cada vez más escasa. ¿Cuándo fue la última vez que vieron un evento de ciencia que no fuera sólo divulgación? La divulgación suele ser una invitación a sentar cátedra, entrevistas masaje sin contexto ni réplica. Los científicos han perdido la costumbre de compartir su trabajo con la opinión pública, no como una curiosidad, sino como lo harían con otros científicos. Y no es por falta de práctica. Investigar es exponerse a una crítica feroz – para eso existen las revistas, la revisión por pares y los congresos -, el problema es que la crítica no es bien recibida cuando viene de fuera.

Hay quien achaca esta falta de crítica al hecho de que el periodismo especializado en ciencia está reemplazado por la divulgación. Susan Watts, editora científica en la BBC durante casi diez años, describió con diáfana claridad el problema de confundir el periodismo y la comunicación. “En el extremo de la comunicación científica se encuentran las historias que muestran a la gente lo emocionante que puede ser la ciencia. (…) El trabajo del periodismo científico es contar las historias que exploran las turbias entrañas de la ciencia. Es el periodismo científico el que revelará las políticas hechas con prisas, los beneficios no declarados, los conflictos de intereses y los intereses personales, los malos experimentos y los fraudes descarados”.

La precarización ha llevado a muchos medios a prescindir de sus corresponsales científicos, dejando las noticias de ciencia, tecnología y medicina en manos de periodistas sin formación. Watts abandonó la BBC en 2014, cuando la cadena decidió que el programa en el que trabajaba, Newsnight, no necesitaba una editora científica dedicada. “No podemos permitirnos, intelectual o prácticamente, la decadencia de más historias acríticas e inocentes sobre la ‘maravilla’ de la ciencia a costa del periodismo científico. (…) Si perdemos esta perspectiva crítica, perdemos la capacidad de tener una opinión informada sobre qué es lo que queremos de la ciencia”, concluye Watts en un artículo para la revista Nature, publicado poco después de su despido. Y tiene razón. La ciencia no debería ser un producto consumido pasivamente, como tampoco lo son la política, la economía o la cultura. Igual que hay periodistas que se miran con lupa el BOE, las propuestas de ley o los presupuestos, necesitamos separar el grano de la paja en las novedades científicas.

El mismo Newsnight que despidió a Watts fue un ejemplo de la importancia del periodismo científico cuando volvió a contar con una corresponsal con dilatada experiencia en medicina. Durante los tres años que pasó en el programa, Deborah Cohen trabajó con la periodista Hannah Barnes para investigar a fondo la clínica Tavistock, desveló informes internos, siguió el caso de Keira Bell, entrevistó a antiguos empleados del centro y a defensores de la terapia afirmativa. Cohen supo encontrar las preguntas apropiadas para cada uno, preguntas precisas, incómodas, que demuestran que conoce el discurso del entrevistado y más. Si saben inglés, comparen esas preguntas con la entrevista al primer director del Centro de Regulación Genómica que ha publicado El País. La periodista apenas puede seguir sus respuestas con preguntas genéricas sacadas de una plantilla de entrevistas de ciencia. Quizás es por eso que aquí somos pioneros en esta nueva medicina de consumo. La terapia afirmativa se aprovechó del vacío dejado por los periodistas que no son científicos y los divulgadores que no son periodistas.

Claro que el problema va más allá del periodismo. La pandemia dejó claro que el analfabetismo científico es de gran utilidad política, que se puede dividir la sociedad en ciudadanos buenos que dicen que sí a todo y antivacunas conspiranoicos. En nombre de la racionalidad nos abocamos a una obediencia bienintencionada, pero ciega. Organizaciones como PRISMA Ciencia hacen bandera de esta obediencia ciega cuando piden a las universidades censurar líneas de investigación y debates sobre “realidades ya demostradas”. Saben que la única manera de defender la terapia afirmativa es hacerla incuestionable. Pero la ciencia consiste justamente en cuestionar una y otra vez las “realidades ya demostradas”, ya sea para confirmarlas o para aprender algo nuevo. Y eso sin entrar en la crisis de reproducibilidad. Esto no es una invitación a abandonar el barco y darlo todo por perdido. Al contrario, para combatir las “magufadas” tenemos que reivindicar la ciencia, y la mejor manera de hacerlo es criticarla desde la razón.

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