RELATO: Halima y el agua

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Braulio Moreno Muñiz.

Sabemos cómo llegó, y cuando. La hora, la noche. Sabemos la fecha exacta, pero como si no la supiéramos. Después de un año aproximadamente, hemos perdido la memoria. Lo sabemos pero lo hemos olvidado. No es ella la única que ha venido; pero todos se marchan, sólo vienen de paso, en cambio ella se quedó. Dice que también está de paso, que, como los demás, un buen día se marchará tierra adentro, a una gran urbe, quizá a un lugar donde tenga oportunidad de labrarse un futuro acomodado. Estará entre nosotros hasta que reúna el suficiente dinero como para instalarse allí donde pueda construirse una vida mejor. Ella dice que la que lleva ahora no es mala, pero que esto no es lo que le contaron. Dice que nuestro país es tierra de oportunidades, que lo saben en todo el mundo, sólo que ella no ha dado con el lugar oportuno. La gente de aquí le dice que no se engañe, que en esta tierra no todo el mundo se hace rico, que en todo el país es igual, que las ciudades no son sólo esos anuncios hechos con tubos de neón que se encienden y se apagan, cada uno con un color previamente estudiados para dar sensación de opulencia y hacernos consumir más allá de nuestras posibilidades; que en la gran ciudad también hay pobreza, con la circunstancia de que allí nadie conoce a nadie, y por tanto no se ayudan. También hay paro, hay gente que vive en la calle, que no come a diario. Ella pone cara de incrédula, pero poco a poco vemos cómo su rostro se va ensombreciendo de decepción.

Mateo, el de los apartamentos, la tiene contratada como limpiadora, le paga lo justo como para que viva modestamente, le ha cedido también un pequeño apartamento en el que se aloja, y del que Halima no sale como no sea para ir a trabajar, para hacer las compras o para pasear por la playa. A veces se sienta en el pequeño acantilado y se queda quieta sin perder de vista el mar inmenso. Dice que desde allí puede, en los días claros, ver su tierra, pero me parece que esto no son más que las ganas que ella tiene de verla. Yo también he mirado hacia África desde allí, pero no he visto nada, sólo el verde océano, que se extiende desde mis pies, hasta lo más remoto, hasta más allá de lo que mi vista alcanza.

Todos los meses, en cuanto Mateo le paga su salario, ella va a la oficina de correos a poner un giro, es el dinero que manda a su familia.

Está casada y tiene tres hijos. No he sabido precisar su edad, pero aun así creo que es demasiado joven como para haber parido tres veces. Su marido trabaja en Marruecos, en una fábrica de ladrillos. Viven en una pequeña aldea, y él tiene que hacer todos los días un largo camino para ir a trabajar y para volver. Acaba agotado, y lo que gana no da ni para el sustento de la familia. Además de los hijos, tienen que mantener a la madre de Halima y a una hermana de él, estas mujeres son las que cuidan ahora de las criaturas.

Una vez Halima nos dijo cómo se llamaba su aldea; era un nombre árabe que ahora he olvidado. Nos contó que no tenían electricidad, ni agua corriente, que ésta la sacaban de un pozo que se encontraba a cierta distancia de la casa que habitaban. La tierra es seca, árida, hay mucha arena, como en la playa, sólo que sin agua; ésta es escasa, la racionan, la emplean con cautela, es un pequeño tesoro líquido que en cualquier momento puede agotarse. Nunca, hasta que llegó a la costa para venir aquí, había visto el mar, entonces le pareció una pena tanto desperdicio de agua, y para colmo no se podía beber.

Durante la travesía se vio perdida en medio del mar, en una pequeña embarcación atiborrada de personas que se apiñaban para hacer que el viaje diera más beneficios a aquellos que lo organizaban. Dice que el mar es grande, pero por la noche, y en las circunstancias que se han mencionado, el mar se vuelve infinito; todo negro, agitado, como intentando tragarlos; sólo les asegura que la tierra existe y está al otro lado, la brisa que sopla y el cielo con sus astros.  Apenas cambian palabras durante el viaje, algunos aseguran que prefieren morir ahogados que seguir viviendo la miserable vida que llevaban hasta ahora. No hay espacio para equipaje alguno, sólo un poco de agua, y aun así no hay para todos. Halima no bebió en toda la travesía, antes de salir tampoco, de manera que cuando llegó a nuestra costa estaba a punto de desfallecer. Arriesgaba su vida para mejorarla, pero se consolaba soñando que llegaría a una tierra donde el agua no es escasa, donde cada hogar tenía una o varias fuentes de las que manaba el líquido elemento a voluntad de las personas.

Cuando llegó era de madrugada, no había quien la recibiese, las ventanas estaban oscuras, las puertas cerradas; deambuló por nuestro pequeño pueblo costero buscando un lugar donde aplacar la sed, pero aquí no hay fuente pública, de manera que se acurrucó en el portal de una casa y durmió algo mientras esperaba a que amaneciera, hasta que se hizo con el sueño, pensó que detrás de cada puerta había una fuente de la que manaba agua.

Soñó con el agua, con el mar, soñaba que corría por la orilla, y que un gran monstruo de arena la perseguía. Soñó que cuanto más corría huyendo de éste, menos avanzaba, de manera que el monstruo se acercaba cada vez más y más, era imposible que a ese paso no le diera alcance. Al cansancio de tanto correr se sumaba la sed, la inmensa sed que sentía, de buenas ganas se hubiera detenido a sorber el agua de las olas, pero el agua del mar no se bebe, ni en sueños, el agua del mar es salobre, y para beberla hay que desanilizarla, pero ella no sabe hacer eso, y ahora no tiene tiempo, porque el monstruo de arena le pisa los talones. Piensa que no puede más, que sus fuerzas están sucumbiendo al cansancio, y que Sirgú (el monstruo de arena) alargará la mano y la cogerá de su negra cabellera, la cogerá por la trenza negra, la alzará, y como si fuera un racimo de verdes uvas, la engullirá, no dejando ni la ropa. Esta idea la asusta, y el pánico hace que fuerce su carrera, pero apenas avanza, es tan difícil correr por la arena. No se vuelve para ver el monstruo, no sabría describirlo porque apenas lo ha mirado, sólo sabe que está detrás, que es de arena, y que se llama Sirgú; éste no corre, avanza a grandes zancadas, por cada paso de él, Halima tiene que dar cinco para que no la coja. No hay manera de escapar, no hay refugio, la playa es una inmensa extensión de arena, como el desierto, pero aquí tiene el mar a su izquierda. El monstruo de arena la va a alcanzar, ya alarga sus feas manos para coger el pelo de Halima, pero de pronto, una gran ola se eleva por encima de él, lo cubre y lo deshace en un millón de partículas. El monstruo queda reducido a un motón de arena, húmeda y suave. Halima cae de bruces paralela al mar, se siente liberada del temor que le provocaba Sirgú, pero también se siente sola, terriblemente sola: la única habitante del mundo. Pero se equivoca, alza la vista y ve frente a ella a un anciano, con larga barba blanca, vestido con una chilaba, y tocado con un turbante, en su mano derecha lleva un báculo de obispo cristiano: <<Halima te he liberado del monstruo porque sé que eres valiente y porque has venido hasta estas costas buscando prosperidad para ti y para tu familia. No hay nada malo en ello, pero a cambio has dejado la tierra que te ha visto nacer, con el riesgo de que además olvides la religión de tus mayores>>. <<No temas Anciano del Agua, nunca olvidaré mi religión, ni los deberes que para con ella tengo. Pero por favor, haz que pueda llevarme a la boca al menos un sorbo de agua fresca y cristalina>>. El Anciano del Agua dijo: <<Halima has de devolver favor por favor, de manera que a cambio de haberte liberado de Sirgú, tienes que hacer tres figuras de arena que representen a tus hijos y luego comértelas>>. << Para que, si no es mucho preguntar>>. << Ya lo descubrirás>>. El Anciano del Agua se giró y caminó hasta desaparecer. A Halima, ni en sueños, le agradaba comerse las figuras de sus hijos, pero tenía que cumplir la promesa. De manera que se acercó a la tierra húmeda de la orilla y empezó por la figura del mayor de sus hijos. Halima no era dada a la escultura, el horroroso monigote que salió de sus manos no se parecía a nadie que ella conociera, pero la angustia la hizo presa cuando fue a moldear la cara y se dio cuenta de que no se acordaba de los rasgos del rostro de su hijo. Lo intentó con el otro, luego con la niña, pero no daba en su memoria con los rostros de éstos. De manera que cubrió sus ojos con las manos llenas de arena y lloró. Lloró tanto que las lágrimas se deslizaron hasta caer a sus pies, y donde éstas cayeron, surgió un manantial de agua dulce y cristalina donde Halima, por fin, y sin dejar de llorar, pudo saciar su sed.

Cuando amanece en esta parte del mundo, el cielo cambia su color, de negro se vuelve violáceo, y por fin, azul. Todavía no estaba el cielo de este color cuando Halima abrió los ojos, anegados en lágrimas, porque había llorado mientras dormía, y en sueños había saciado su sed, pero al igual que del mundo de los sueños se había traído el llanto, no había dejado en este su necesidad de beber. De manera que se levantó y se fue a buscar un sitio donde saciarla. Encontró abierto el bar de Óscar, se introdujo en él y se dio cuenta de que estaba habitado por hombres. En su país las mujeres no entran solas en los lugares públicos. Pero cuando acabó de aterrorizarse fue cuando se dio cuenta de que apenas sabía articular unas palabras en nuestro idioma, y entre ellas no se encontraban “agua” ni “beber”. Todos la miraban, por su aspecto sabían de dónde venía, cómo había venido, y a la hora, más o menos, que había llegado. Satisfecha la primera curiosidad, la mayoría volvió los ojos hacia otro lado, y siguieron enfrascados en sus cafés o en sus copas de anís o coñac. Halima se acercó a la barra. El camarero la miró y fue hacia ella a la vez que le daba los buenos días y le preguntaba qué era lo que deseaba consumir. Halima pidió agua, por favor, en su idioma, pero Óscar no la entendió. Este señaló hacia las botellas de licor del escaparate, pero alguien le dijo que los musulmanes no toman alcohol, ni refrescos.  Hubo un silencio, Halima miraba hacia todas partes buscando un grifo para señalarlo, pero no lo vio, en cambio observó que Juan tenía un vaso de agua al lado de la copa de anís que consumía, lo señaló y se llevó la mano hacia la boca. Halima estaba sedienta, creía que iba a morir de sed teniendo agua delante. Entonces Óscar comprendió y llenó un vaso de agua del grifo que había detrás de la barra, se lo tendió, y ella lo cogió con una sonrisa en los labios, la sonrisa del agradecimiento que sienten los sedientos por aquellos que le ofrecen agua a cambio de nada, el agradecimiento de la humanidad por la humanidad. Lo bebió lentamente. Cuando terminó dijo gracias en nuestro idioma, sacó unas monedas, pero Óscar las rehusó a la vez que dijo: <<Es gratis>>.

Halima agradeció siempre ese gesto. Hoy vive entre nosotros, se desenvuelve, va tirando. Todos hablan bien de ella, la admiran por su valor, y la compadecen por haber tenido que dejar a la familia tan lejos. No se mete en nada, no habla mal de nadie, y en verano, cuando viene algún forastero que no comprende su situación y la mira mal, ella le responde con una sonrisa.  Sigue con sus costumbres, es musulmana, no come carne de cerdo ni bebe alcohol, cuando llega el Ramadán lo respeta; de manera que no se ha venido a este país sin equipaje, se ha traído un trozo de su tierra, porque así, su tierra es cada espacio que pisa, cada espacio que habita.

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