Unas palabras del ministro de consumo, Alberto Garzón, han generado una polémica sobre la ganadería española. La derecha las instrumentaliza para abrir un nuevo frente contra el gobierno y mejorar su influencia electoral entre la población rural. Los defensores de Garzón, por su parte, han recordado que el 93,7% de la producción de carne de cerdo, el 94,2% de la carne de aves y el 80,6% de productos lácteos se concentra en granjas grandes y muy grandes y lo han considerado una anomalía de los últimos años. Pero, más que una anomalía, es una tendencia mundial que avanza desde hace 7 décadas.
En 1950, en Alemania, la media en el engorde de cerdos era de 5 por productor. 70 años después era de 1175. Se constata, pues, que cada vez un número inferior de granjas altamente especializadas engordan un número superior de animales, tanto en España como en Alemania.
Se podrá alegar que los datos de Alemania no son equiparables a los de España, ya que allí la población es más numerosa, y lo mismo vale para la producción en los EE.UU. y en China, los dos primeros productores mundiales de cerdos. Aunque esto es cierto, no nos debe pasar por alto que Alemania, pese a ser un gran consumidor de cerdo, es el primer exportador europeo. En 2016, por ejemplo, exportaron 2,5 millones de toneladas.
Esta tendencia tiene elementos perniciosos y, por lo tanto, las críticas de Garzón son justificadas. Lo que se le puede reprochar es haberlo presentado como una especificidad española, lo que no quiere decir que la ganadería española no incorpore elementos negativos particulares.
Ahora bien, ¿por qué se produce este fenómeno ahora que la producción capitalista prospera en todos los sectores, ganadería incluida?
En un mundo capitalista, lo que mueve las inversiones de capital es el beneficio. Cuanto mayor es el beneficio, mayor es el incentivo para invertir. Aunque a nivel individual, la relación no es mecánica, el beneficio procede de la explotación de los trabajadores, es decir, de la plusvalía obtenida con la producción capitalista de mercancías. Y la carne de cerdo es una mercancía más.
La plusvalía no es otra cosa que el plus-trabajo o el plus-producto. Utilizando este último concepto podemos decir que una parte de lo que se ha producido se destina a los productores, pero sólo una parte. En otras palabras: los trabajadores suelen producir una cuantía de producto superior al necesario para su reproducción y esto, bajo el modo de producción capitalista, da lugar a la plusvalía (plus-producto, en el ejemplo). Si lo traducimos en horas, una parte de las jornadas laborales de los trabajadores permiten producir lo que luego ellos mismos (como conjunto social) consumirán; la otra sirve para producir mercancías que los trabajadores no consumirán y que otros acaparan en forma de medios de producción, mercancías de primera necesidad, mercancías de lujo, o simplemente en forma de dinero. Cuanto mayor sea esta segunda parte de la jornada laboral total, mayor será la plusvalía total y, en consecuencia, mayor el beneficio que el capital se repartirá.
Si la plusvalía producida por el trabajador dependiera sólo de la duración de su jornada laboral, las posibilidades de aumentarla serían limitadas, ya que las jornadas no pueden prolongarse más allá del tiempo de resistencia de los humanos. Por otro lado, cabe suponer que, si se alargaran las jornadas laborales, la conflictividad aumentaría. Pero el trabajo excedente también se incrementa cuando se acorta el tiempo necesario para producir las mercancías que consumen los trabajadores. Esto último, como se verá, se puede conseguir con un aumento de la productividad, lo que abarata las mercancías necesarias para la reproducción de la fuerza de trabajo.
A la plusvalía producida por un simple alargamiento de la jornada laboral, Marx le llama plusvalía absoluta y a la que se deriva de la reducción del tiempo de trabajo necesario para reproducir la fuerza de trabajo, plusvalía relativa.
Es evidente que la reducción de este tiempo de trabajo necesario para reproducir la fuerza de trabajo, que da lugar a la plusvalía relativa, solo se consigue si aumenta la productividad allí donde se producen mercancías destinadas al consumo de los trabajadores, es decir, productos de subsistencia directa (alimentos, vivienda, vestido, medicinas, educación, etc.) y otros que en determinadas condiciones históricas se estiman necesarios (móviles, electrodomésticos, coches, ocio etc., en nuestros días). La reducción del valor de la fuerza de trabajo proviene entonces de la suma global de todas las reducciones del tiempo de trabajo necesario en las diversas ramas de la industria que producen estas mercancías. Se trata de una serie de actos independientes, llevados a cabo sin previo acuerdo en cuanto a su efecto final, pero que, aun así, el efecto final conlleva una desvalorización de estas mercancías y, por añadido, desvaloriza la fuerza de trabajo.
Cuando un capitalista, abaratando un producto particular, a través de un aumento de la productividad, contribuye al abaratamiento general de la fuerza de trabajo, no suele perseguir este fin. El impulso para aumentar la productividad viene de otros incentivos. ¿De cuáles?
Supongamos que el trabajo de 60 horas mensuales se materializa en 10 cerdos anuales y para su engorde se utilizan medios de producción que para fabricarlos se han necesitado 50 horas. En estas condiciones, para producir 10 cerdos se necesitarán 770 horas anuales. Por lo tanto, cada cerdo cuesta 77 horas (es decir, tiene un valor de 77 horas). 5 son valor transferido (por los medios de producción) y 72 nuevo valor (aportado por la mano de obra necesaria para el engorde). Todo ello suma las 77 horas por cerdo.
Es posible que, en estas condiciones de baja productividad, la inversión en la industria porcina no sea atrayente y sólo ocupe personas no capitalistas a las que la actividad les permite la subsistencia, siempre que la compaginen con otras actividades.
Si un capitalista invierte en este tipo de producción y quintuplica la productividad, engordará 50 cerdos. Supongamos que para que este incremento sea posible, fabricar los medios de producción necesarios ha supuesto 260 horas. En estas condiciones, el capitalista producirá un cerdo destinándole 20,4 horas (6 de valor transferido y 14,4 de añadido). Puede ser que el capitalista pueda contratar a un trabajador, pagándole un salario equivalente al tiempo de trabajo necesario para producir 10 cerdos, es decir, un valor equivalente a 204 horas. Como este trabajador no ha trabajado 204 horas sino 260, el capitalista se apropia de un plus-trabajo equivalente a 56 horas. En estas condiciones los capitalistas pueden estar interesados en instalar no una sino una serie de granjas de cerdos.
Aquí aparece un elemento adicional. El valor real de una mercancía no es su valor individuo, sino su valor social; es decir, su valor no se mide por el tiempo de trabajo que cuesta al productor en cada caso particular, sino por el tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción. Mientras la innovación productiva no se generalice, esta capitalista tiene la opción de vender sus mercancías, producidas bajo el nuevo método, a su valor social, vendiéndolas por encima de su valor particular, realizando así una plusvalía extraordinaria por cada cerdo, que sumará a la plusvalía (ordinaria) ya mencionada.
Pero hay un problema. Todo esto se inició con un aumento de la productividad. Es decir, ahora se producen más cerdos que antes. Por lo tanto, para realizar la plusvalía se venderán más cerdos. En igualdad de condiciones, estos cerdos adicionales solo pueden ocupar una parte del mercado a través de una reducción en el precio. El capitalista en cuestión acabará vendiendo por debajo del valor social, pero por encima de su valor particular, digamos que por una cuantía equivalente a 25 horas, realizando su plusvalía global (ordinaria) de 56 horas más una adicional de 4,6 por cerdo.
En las nuevas condiciones, los productores iniciales de cerdos ni siquiera conseguirán subsistir, con lo que abandonarán sus producciones para dedicarse a otras actividades e incluso, en algunos casos, se convertirán en trabajadores al servicio de los nuevos productores capitalistas. Pero la producción de cerdos no disminuirá, sino que aumentará atrayendo nuevos capitales.
Esto solo será el comienzo de una tendencia que se impondrá año tras año. La búsqueda de la plusvalía extraordinaria provoca que los capitalistas más solventes inviertan en nuevas tecnologías que mejoren la productividad. Y así es como en Alemania se ha pasado de una producción de 5 cerdos por productor hace 70 años a una media de 1.175 ahora. En España la evolución ha sido parecida. Y la carrera continúa. Esta carrera incorpora la lucha entre capitales por el control de un mercado en el que el capital alemán, entre otros, pugna, al igual que pugna en el sector del automóvil. El automóvil indica cómo puede acabar la historia del cerdo si todo ello solo se afronta con música celestial, creyendo que de repente todos podemos empezar a comer jamón de primera, a lo que ahora solo acceden los más ricos.
Pero volvamos a la desvalorización de la fuerza de trabajo. Dado que la plusvalía relativa aumenta proporcionalmente la productividad del trabajo, y el valor de las mercancías cae de forma proporcional al incremento de esta productividad, el mismo proceso que abarata las mercancías a nivel unitario permite aumentar la plusvalía que el conjunto de mercancías producidas contiene. Así, el capitalista cuyo único interés es el beneficio, impulsa constantemente la reducción del valor de cada una de sus mercancías, y al mismo tiempo, aumenta el número de mercancías producidas aumentando la masa de plusvalía.
Los capitalistas del gorrino, como hemos visto, se mueven por el mismo incentivo que el resto. Se da la paradoja, que su movimiento comporta de forma adicional una disminución de las horas de trabajo necesarias para reproducir la fuerza de trabajo.
Gracias a ello se puede incluso llegar a producir un mayor número de kilos de carne destinados a los trabajadores, que supere en creces a los de antes, lo que de forma previsible será visto por los sindicatos, como un «buen» reparto de las mejores en productividad, entre capital y trabajo. Será un resultado adicional, que favorecerá a todos los capitalistas como clase y que incluso puede apaciguar la lucha de clases, sin que por ello este sea el motivo individual que ha llevado a invertir para aumentar la productividad.
Así pues, el valor de las mercancías (incluida la fuerza de trabajo) evoluciona en proporción inversa a la productividad del trabajo. 40 horas de trabajo siempre incorporarán el mismo valor nuevo, independientemente del número de mercancías producidas. La plusvalía relativa y la productividad son proporcionales: si un aumento de la productividad produce una caída en el valor de los medios de subsistencia (y, por tanto, en el valor de la fuerza de trabajo), la plusvalía relativa aumentará de forma proporcional. Por lo tanto, el capital tiene un impulso inmanente, y una tendencia constante, hacia el aumento de la productividad del trabajo, con el fin de abaratar las mercancías y, al abaratarlas (en horas de trabajo necesarias a nivel unitario), abarata el coste que para él supone contratar al trabajador.
Este regalo adicional, los capitalistas no se lo dejaran arrebatar. Si queremos que, en lugar de las salchichas de baja calidad, los trabajadores pasen a consumir jamón procedente de unos cerdos engordados en libertad que solo comen bellotas y beben de los ríos, previamente será necesaria una revalorización de la fuerza de trabajo y eso no cae del cielo, por mucho que algunos sostengan la retórica de «la soberanía del consumidor». Para ello, los incrementos de los salarios y de las pensiones, deberían calcularse, no en base a una cesta de la compra que incorpore mercancías que se han fabricado utilizando las formas de producción vigentes, sino otra cesta que incorpore el precio de los productos ecológicos. Puede ser que Garzón esté de acuerdo, pero no creo que lo comparta el gobierno del que forma parte ni la Unión Europea. Si Garzón abre la boca en esa dirección lo volverán a linchar. Tampoco veo que esta sea la propuesta de los sindicatos mayoritarios, que pese a recurrir al comodín del «nuevo modelo productivo», solo reclaman incrementos salariales moderados, en consonancia con la inflación real y tomando como referente la actual cesta de la compra.
¿Está interesado el capitalista individual en la utilidad de su mercancía? En un principio no: sólo le interesa la plusvalía que contiene. Pero para poder venderla, esta mercancía debe ser útil al comprador y debe ser igual o mejor que la de los competidores. Así muchos incrementos de productividad han ido asociados a una mejora en las características de la mercancía producida. Se producen, por ejemplo, más coches que hace 50 años y para producirlos se necesitan menos horas que antes. Pero, en general, parece que los coches son mejores que hace 50 años. Esto en la ganadería es más difícil, aunque hay que reconocer que han conseguido enviar a las estanterías de las grandes superficies, queso, yogures, hamburguesas y salchichas más gustosas y con mejor pinta.
Los incrementos de productivos en la ganadería no comportan únicamente multiplicar la cantidad de materiales, como ocurre en la fabricación de coches, viviendas o electrodomésticos. En este caso, se trata de multiplicar la cantidad de seres vivos y de arrancarles más producto (más huevos, más leche, más kilos de carne, etc.). Los cerdos no se fabrican con máquinas, sino a través de su propia reproducción, si bien en esta reproducción, ahora las máquinas y las nuevas tecnologías (especialmente químicas) también intervienen, ocasionando efectos perversos sobre la vida de estos animales. Por otro lado, el engorde, necesita un tiempo, difícil de cambiar, pero ahora lo han cambiado.
Para reducir los tiempos, se han modificado las pautas de alimentación y las conductas de los animales en cautiverio. Esto acorta los tiempos, cosa fundamental para ampliar la plusvalía, ya que cuanto más corto es el tiempo de rotación de un capital, mayor es la plusvalía anual. El problema es que, con estos incrementos de productividad, la calidad de la carne empeora, como acertadamente señala Garzón. Así, alimentar a los trabajadores sale más barato y se les puede contentar con más rancho, pero de menor calidad.
Los incrementos de productividad comportan una mayor utilización de materiales y una producción mayor de residuos, con los correspondientes problemas ecológicos. Esto es general en todos los sectores. En el caso de los cerdos, entre el incremento de los materiales se encuentran el pienso y los productos químicos asociados y entre los residuos, los purines. Así el problema adquiere una dimensión superior. En Alemania se ha implantado un sistema de descomposición del purín que permite su movimiento de un lugar a otro, desplazando la parte que no puede absorber la agricultura de proximidad. La UE reprocha a España el retraso en esta gestión. Esto no significa que reclame un nuevo sistema productivo, como algunos ingenuos quieren interpretar. Reclama más eficiencia en el sistema vigente.
Corregir el retraso español, exige dinero que podrían venir de los fondos europeos. Al fin y al cabo, se nos dice que hay que priorizar la modernización ecológica. La cuestión es saber a qué manos irán estos fondos, en caso de que también destinen a la “modernización de la ganadería intensiva» y si no se incentivará previamente la penetración del capital extranjero en un sector donde ahora no tiene la fuerza que por ejemplo tiene en el automóvil.
Algunos defensores de Garzón han dicho que la agricultura intensiva ensucia «la España vaciada» y la acaba de vaciar. Es una verdad a medias. Los cambios, como hemos sostenido al principio, vienen de lejos. De hecho, la complementación de una agricultura, cada vez más mecanizada, con la ganadería de nuevo tipo, en un primer momento evitaron que la España vaciada, se vaciara más aún. Esto se logró a través de un proceso peculiar, con el que se promocionó un fenómeno que podríamos definir como ganadería intensiva «en el propio domicilio», incentivado por grandes grupos capitalistas de la alimentación y la distribución, ya que el cerdo, solo llega al mercado en forma de salchichas y otros productos alimenticios que fabrican los grupos industriales y venden las grandes superficies y los grandes distribuidores.
Estos grandes capitales, suministraban los lechones, los conejos o las aves para el engorde, el pienso y el tratamiento veterinario. Del resto se ocupaba el ganadero subsumido al gran grupo alimentario y/o distribuidor. Entre este resto estaban las instalaciones, el consumo energético, la mano de obra y la gestión de residuos. Esto ha cambiado de dimensión. A medida que la agricultura y la ganadería se han mecanizado con los correspondientes incrementos de productividad, las pequeñas granjas domésticas han sido sustituidas por granjas grandes, de la misma manera que ha crecido el número de hectáreas que cada propietario o arrendatario cultiva. Pero el modelo sigue siendo parecido, con lo que el problema de los residuos queda en manos de unos ganaderos que en el fondo no son más que un eslabón de la cadena del gran grupo alimentario. Y al mismo tiempo, a medida que la productividad se incrementa, la mano de obra necesaria disminuye, con lo que la España vaciada, ciertamente, se sigue vaciando más aún y solo le llegan trabajadores provenientes de otros lugares, dispuestos a realizar un trabajo duro y mal remunerado al servicio del ganadero. Quien más se beneficia de todo ello es el gran capital, al que el ganadero está subsumido.
En una sociedad de clase y mercantilizada como la nuestra, hay mercancías para ricos (mercancías de lujo) y mercancías comunes. El mercado también refleja las diferencias de clase y también lo hace en la alimentación. Como los incrementos de productividad suelen impactar en las mercancías de lujo al igual que lo hacen en las demás, pueden abaratarlas hasta un nivel que acaban siendo mercancías comunes. Los automóviles, los móviles, los ordenadores o ciertas mercancías de ocio pueden servirnos de ejemplo. Este es otro de los puntos fuertes del capitalismo que le ayuda a garantizar la paz social, sin afectar el estatus de los ricos, ya que a medida que unas mercancías de lujo pasan a la condición de mercancías comunes, aparecen nuevas mercancías de lujo. ¿Es posible que este proceso afecte la alimentación permitiendo que los alimentos ecológicos se abaraten y puedan ser mercancías comunes, sin necesidad de revalorizar la fuerza de trabajo? En algunos supuestos sí. El ejemplo paradigmático podría ser la producción de soja, aunque aquí chocamos con otro problema, derivado de los transgénicos. Pero en el caso que nos ocupa, el proceso topa con la conducta «natural» de la naturaleza que demanda ciclos largos, impidiendo el acortamiento de los periodos de rotación del capital, y también pide prescindir de buena parte de los medios de producción que han permitido los aumentos de productividad. Todo indica que eso de «aquí jamón para el rico, allá jamón para el pobre», perdurará.
El capitalismo actual tiende a consolidar la complementariedad entre una agricultura intensiva con otra de extensiva. Si aceptamos esta complementariedad, ¿se puede decir que el consumo de carne es abusivo? Depende: hay quien todavía no accede a la suficiencia alimentaria, carne incluida. Ahora bien, los incrementos de productividad son tan grandes que a menudo obligan a llevar toneladas y toneladas de carne al mercado, convirtiendo el consumo de carne en «deporte de masas», sobre todo cuando hay una «cultura alimentaria» que lo abona. Este consumo excesivo, que de por sí ya es perjudicial para la salud, acentúa su nocividad, dada la mala calidad de la carne producida. Aquí Garzón vuelve a tener razón. El problema es que mientras él recibe los golpes, sus colegas de gobierno callan o incluso se colocan en la otra parte del ring.