Estimado Sr. Pérez-Reverte:
Dar el pésame no es obligatorio, es sólo una norma social de la que se puede prescindir si el finado le importaba un comino o la enemistad con él le acompaña hasta llegar a alegrarse que esté ya criando malvas, y se haya visto pasar el cadáver por la puerta de su casa.
Pero si aun así se cree obligado a dejar constancia de “su dolor” por la muerte de quien ha sido compañera de profesión, vecina o amiga ya lejana, con la que se enemistó por motivos que ya ni recuerda recurra, ya puestos a reflejar sus sentimientos por esa pérdida, a los buenos consejos que Carandell ofrece en La familia Cortés. Manual de la vieja urbanidad. Esa urbanidad que usted echa en falta tan a menudo y le ha faltado en su condolencia tan fría como innecesaria.
Y si no tiene a mano el libro, perdido en su monumental biblioteca, -que sustituye a su ideología, el mejor chiste sobre apolíticos que existe-, corte y pegue cualquiera de las miles de formas asépticas que en internet va a encontrar o cállese para que no se den cuenta de lo poco que le ha importado que Almudena Grandes falleciese.
Podría haber seguido el ejemplo de Martínez-Almeida o Díaz Ayuso: el silencio en lo personal e institucional, que refleja también la insensibilidad de estos sujetos con la muerte de una de las grandes escritoras españolas de nuestra época y vecina de Madrid, y con la ventaja de que ellos no han dejado constancia escrita de su desinterés por Almudena Grandes.
Entre su lamento por «… lo de Almudena” y el odio del tuit de Vox -otros que se podrían haber callado- sólo hay un grado de desprecio por Almudena, su marido y sus hijos, a los que usted ni llega a mencionar.
Ha perdido una oportunidad para ser elegante o callarse. Y de las dos eligió la tercera. Una pena.