La conformidad trans

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En diciembre de 2019 se presentaba ante el Parlamento autonómico de Extremadura un menor de ocho años que aseguraba ser una niña trans, con un discurso que según todas las fuentes conmovió a los presentes. Los padres informaban que desde muy pronto, con apenas cuatro años, ya decía que era una niña y rechazaba vestirse con ropas de niños.

Desde esa fecha han aparecido en la prensa otras historias similares de niños que con poquísimos años, a veces dos o poco más, cuentan, se sienten y manifiestan que son niñas. Que quieren vestirse con ropas que se consideran femeninas y rechazan de plano usar las que como unos pantalones vaqueros puedan identificarlas como un niño.

Cuando ves a estos menores, con un vestido y el pelo largo, y no conoces nada de su historial médico, creer que son niñas es lo más lógico. Sus caracteres sexuales secundarios no están presentes y su aspecto no difiere del que pudiera tener cualquier niña de su edad. De modo que si te dicen que son niñas y sus padres así lo confirman, ¿cómo vas dudar de lo que te aseguran y tus ojos parecen corroborar?

Sin embargo, si después de decirte que es una niña -o niño- añaden “trans”, aparte de sorprenderte porque su aspecto se corresponda con el sexo que dicen que es, te quedas impactado de cómo los prejuicios te han jugado una mala pasada, ya que has dado por supuesto que llevar el pelo largo y un vestido de niña es porque es una niña, y no. No es una niña, es una “niña trans”.

Si en vez de ver a esa “niña trans” en la calle la hubieras visto en una playa, donde no es extraño que algunos menores correteen desnudos, y a continuación te hubiesen dicho que es una niña, probablemente, habrías puesto cara de sorpresa, quizá por prudencia te habrías callado, o en un acto, que de aquí a nada puede llegar a ser delito, le hubieras preguntado a esa persona cómo era que había llegado a la conclusión de que su hijo, con un aspecto en genitales primarios de niño, era una “niña trans”, y si se había asesorado con profesionales sanitarios antes de dar por buena la opinión de que era una niña, y de dónde habían sacado esa idea sobre el sexo de su hijo.

Pero cuando te encuentras ante un adulto que asegura que es una mujer, madre de “cuatre hijes”, o que se pone unos tacones, blusas y pantalones-falda, o que se adorna con collares y pinta los labios, o que se embute en un vestido y presume de paquete, que el propio vestido se encarga de resaltar, te quedan pocas dudas de que estás ante un hombre con todas sus características de estructura ósea, vello facial, tono de voz, etc., y por más que te diga que es una mujer la duda razonable de que estás ante un lunático o un narciso buscando atención mediática está más que justificada.

Si convencido de que estos adultos, que por sus testimonios públicos dejan bien claro que tienen un pene con el que pueden coger 5G, que no piensan hacer ningún tipo de transición hormonal o quirúrgica, que se “aceptan” como son y que su cuerpo es válido -del cerebro ni hablamos- comentas que ellos se sentirán lo que les dé la gana sentirse, pero tú, y cualquiera con dos dedos de frente, lo que ves es un hombre con peluca y tacones.

Y ahora viene el problema, porque asegurar lo que la realidad muestra se ha convertido en un problema social, porque de aquí a cuatro días en un delito por el que te pueden poner multas que van de 200 a 150.000 € como te emperres en no comulgar con ruedas de molino. Así que, ante esa disyuntiva, si Perico de los Palotes dice que es una mujer, ni se me ocurriría dudarlo, menos decirlo y antes me corto la mano que escribirlo.

Esta situación tan kafkiana, de ceder a la presión social y decir lo contrario de lo evidente, ya la anticipó Solomon Asch, cuando en 1951 estudió la presión de los grupos sobre el individuo como forma de distorsión del juicio y control social.

Asch diseñó una situación en que le decía a un estudiante (S) que iba a participar en “una prueba de visión” y para ello se le mostraba una tarjeta (1) con una única línea de una longitud determinada (a). A continuación este sujeto pasaba a una habitación en que estaban otras  siete personas a las que, según Asch, también se les había mostrado la misma tarjeta (1) con la misma línea (a), y ahora se le pedía al grupo que al mostrarles una segunda tarjeta con tres líneas dibujadas -dos de ellas claramente diferentes en su longitud a la vista en la tarjeta 1- dijesen cuál era la que se correspondía con la vista en la tarjeta 1 y cuáles eran iguales entre sí.

El sujeto S señalaba la correcta, pero los restantes miembros del grupo -cómplices de Asch, y aleccionados por éste- daban respuestas intencionadamente erróneas y aseguraban que eran las correctas y criticaban duramente la elección de S, consiguiendo en la mayoría de las ocasiones que S cambiase de opinión y aceptase la respuesta errónea como cierta; en concreto, hubo un 75% de estudiantes que cedió y aceptó la opinión errónea de la mayoría, mientras un 25% se mantuvo firme y desafió a la opinión del grupo.

Y esto es lo que ocurre hoy en determinados medios de comunicación, del espectáculo, la cultura, en donde la presión de grupo es de tal nivel que si escribes u opinas contra el transgenerismo estás muerto profesionalmente hablando, como diferentes periodistas y columnistas pueden atestiguar, o actores que estaban en el ostracismo no han repuntado hasta que no han enarbolado la bandera de la inclusividad.

Hemos llegado a un punto en donde la opinión de una mujer u hombre, sin haber sufrido ninguna anomalía en su desarrollo sexual, dice que siente que es de otro sexo -género dicen, para ser exactos- hay que aceptarlo tal cual, sin ningún tipo de dudas ni opinión profesional médica o psicológica en contra que valga. Y si muestras dudas o directamente dices que es una majadería te expones a ser insultado, despedido del trabajo, señalado como un intolerante y en un futuro próximo multado, al haber conseguido el lobby trans que sus delirios se conviertan en un anteproyecto de ley, hoy en trámites de aprobación en el Parlamento.

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