Kabul no es Saigón

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Cuando escribo este artículo aún no se han cumplido dos semanas de la toma de Kabul por los talibanes, aunque estamos a punto. Siguen apareciendo imágenes de las tropas occidentales saliendo como pueden en sus aviones y tratando de recoger a sus colaboradores. La verdad es que la imagen recuerda irresistiblemente a la de la caída de Saigón en 1975, como no dejan de decirnos los medios de comunicación. El que la propaganda norteamericana calificara en su día como el Vietnam de la URSS se ha convertido, como yo mismo dije, en el Afganistán de los Estados Unidos.

Pero más allá de la imagen externa hay ciertos aspectos que diferencian enormemente la evacuación de Kabul de lo que en la cultura popular americana es conocido como the saddest day —el día más triste—.

Sin duda el día 15 de agosto fue triste para los familiares de los más de 2300 norteamericanos y mil miembros de las tropas occidentales caídos en el país centroasiático, incluidos, por cierto, 104 españoles. Ahora ni siquiera les queda el consuelo de que sus familiares murieran por construir o mejorar nada. Estos días en internet hemos tenido noticias de los padres de Idoia Rodríguez, soldado tristemente célebre porque con 23 años fue la primera baja española en esta intervención. Comentaban que llevan dos semanas de continua tortura, porque basta oír el nombre de Afganistán para que se derrumben y la presencia permanente de la nación afgana en los medios en este momento hace muy difícil huir de ello.

No sé si el sentir de los padres de la soldado española es extensible a todos los familiares de los millares de bajas occidentales, pero al menos ellos creían que su hija fue sacrificada por construir un país mejor que el Afganistán de los talibanes. Por hacer un mundo más seguro mejorando la vida de los afganos. Pero ya lo dijo Biden y ya lo repite machaconamente el mando político y militar estadounidense estos días: «El objetivo de Estados Unidos nunca fue crear una democracia». Era evitar atentados terroristas, añadió, y además afirmó cínicamente que «les dimos todas las oportunidades para que se labraran su propio futuro».

Sin embargo, analizando la realidad del Afganistán ocupado por las tropas occidentales, estas afirmaciones tampoco se sostienen. Decíamos que el día de la retirada fue triste para los caídos, pero para otros no lo fue tanto. Como no lo fue ningún día de la presencia de la coalición internacional en el país centroasiático. Empezando por el que fuera el primer intento de títere de los Estados Unidos en el lugar, Hamid Karzai. ¿Le recuerdan? No será porque la prensa occidental no se encargara a todas horas de vendérnoslo como simpático y atractivo. El 31 de enero de 2002 el Washington Post nos decía:

«Es el vestuario de Karzai lo que ha dado que hablar. Ha sido declarado elegante por diseñadores con especial afinidad con el erotismo iconográfico del macho. Tom Ford y John Barlett. Muchos están cautivados por su sombrero de marca y sus capas ondeantes en tonos vívidos verde esmeralda o a rayas exuberantes. Les gusta su camisa vaporosa de cuello de cinta. Karzai tiene el atractivo sexual natural de un Sean Connery».

Sin embargo, nunca nos hablaron de que este elegante por decreto era amigo personal de la familia Bush y había estado al frente de varias operaciones del conglomerado de empresas petroleras UNOCAL, trabajado junto a la ex consejera de seguridad nacional y ex secretaria de estado norteamericana Condolezza Rice, había sido agente de la CIA y había estado a punto de ser representante del régimen talibán ante la ONU.

Cuando, supuestamente, llegó «democráticamente» al poder en 2004, tampoco nos hablaron de las farsas en el censo electoral y la compra de votos en aquellos comicios ni de una campaña electoral donde solo Karzai podía moverse con normalidad.

Durante su gobierno, que la situación de las mujeres mejorase es, como mínimo, discutible: según datos de la asociación revolucionaria de las mujeres de Afganistán (ARWA) que recoge Pascual Serrano en su libro Desinformación, durante la primera década de la intervención occidental, la nación afgana fue uno de los países del mundo con más muertes de mujeres y niños durante el parto, el 60% de las afganas se sometían a matrimonios forzados, la mitad de ellas antes de los 16 años y el 87% afirmaba haber sufrido violencia de género.

Además, aproximadamente un tercio de los niños trabajaban unas 15 horas diarias, la mitad padecían desnutrición, cada día morían 600 menores de cinco años por enfermedades perfectamente curables y el cultivo del opio crecía exponencialmente. Buena parte de él, por cierto, tenía repercusión en la ola de adicción a los opiáceos que está devastando una porción importante de los suburbios estadounidenses.

¿Cómo era posible con todo el dinero que, nos decían, gastaba el mundo occidental en la reconstrucción del país? Pues según datos nuevamente de Pascual Serrano, 86 centavos de cada dólar invertido se perdían entre corrupción y fraude. Las famosas «ayudas a la reconstrucción» se revelaron como un útil sistema de evasión fiscal, y la corrupción del gobierno afgano era escandalosa. El propio hermano de Karzai era un rico empresario del opio —algo que da que pensar cuando estos años hemos llegado a ver a las tropas estadounidenses protegiendo los campos de adormideras— y el elegante presidente «electo» se dedicaba a despojar de sus chabolas a los más pobres de sus sufridos compatriotas para construirse mansiones en sus terrenos.

Cuando Karzai acabó de enriquecerse colocó personalmente a otro títere, Ashraf Ghani. Pero ni Ghani ni Karzai lograron estabilizar el país, y el negocio no podía durar eternamente. Los ciudadanos americanos empezaban a cansarse de ver cómo muchos conocidos suyos volvían en ataúdes del país afgano sin obtener resultados. De modo que los mandamases empezaron a negociar la salida de aquella guerra.

Ahora, una vez que han llegado a una solución, mientras los mandos de los gobiernos occidentales y los principales medios del mundo libre lloran desconsolados por el incierto futuro que espera a los afganos, se han guardado mucho de comentarnos cosas como que el acuerdo de retirada incluye que el ejército americano pueda seguir usando las bases de Afganistán. O los aspectos relativos a los yacimientos minerales, sobre todo de litio, que el país centroasiático alberga. Y mucho menos nos hablan del proyecto del gasoducto TAPI. Un gasoducto nombrado con un acrónimo de las iniciales de Turkmenistán, Afganistán, Pakistán e India, los países que atravesaría, y que privaría a Rusia de buena parte de sus ingresos por venta de gas. Este plan estaba paralizado por la inestabilidad. Una vez que los talibanes controlen el país, seguramente vuelva a ponerse sobre la mesa.

Mientras los talibanes llevan a cabo sus represalias, hasta el discurso sobre la seguridad de los estadounidenses ha quedado en entredicho por un atentado terrorista durante la evacuación. Pero eso no importa ni a Karzai, que se ha quedado en Kabul y está negociando su status con los talibanes —otra cosa de la que no nos hablan estos días—, ni a su sucesor Ghani que se ha refugiado en los Emiratos Árabes con la fortuna que ha logrado sacar de su sufrida nación, ni mucho menos a UNOCAL y los lobbys occidentales que han usado el lavadero afgano de dinero negro durante los años de la ocupación, y que ahora construirán el TAPI, explotarán el litio afgano, y harán otros negocios en un país estable bajo gobierno talibán.

Un gobierno, por lo demás, muy extremista y problemático fronterizo con China e Irán, y muy cercano a Rusia, todos ellos rivales geopolíticos de los Estados Unidos. No es descabellado suponer que va a ser instigado a molestar en todo lo posible a estos países, sobre todo porque el mismo origen de los talibanes es la Operación Ciclón de la CIA en los 70 y 80.

¿Entienden ya por qué Kabul no es Saigón? En Saigón perdieron todos los que fueron por parte del bando de los Estados Unidos. Incluidos los grandes capitalistas que vieron su peor pesadilla, un gobierno socialista, hacerse realidad. En Kabul, algunos han ganado y de qué manera. Si la caída de Saigón es recordada como the saddest day, la caída de Kabul tendrá para algunos muy poco de sad.

Un marine norteamericano patrulla un campo de adormideras en Afganistán.

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