Dar testimonio

Hace un mes presenciamos cómo Pablo Iglesias, uno de los personajes más cultos y audaces que han pasado por la política española de las últimas décadas, abandonaba la vida pública con la misma inmediatez con la que entró en ella. Como si fuera un personaje de un reality show, Iglesias se ha empeñado en estos años en alcanzar el poder, en transformar la realidad, a través de la inmediatez y el corto plazo. Ha tenido un éxito verdaderamente notable, pero resulta que no es suficiente, que no basta con esto.

En democracia, vencer a corto plazo solo asegura el éxito en lo inmediato. Para colmo, no se puede ganar siempre. Levantar la bandera del antifascismo fue una maniobra inteligente para intentar conseguir, en unas semanas, poner patas arriba el difícil tablero de la política madrileña. Como fue inteligente y legítima, en los años treinta, la estrategia frentepopulista del movimiento comunista internacional. Pero hoy día, absorbidos por el corto plazo del marketing populista en la televisión y las redes sociales, a lo que tanto ha contribuido Podemos, siempre puede aparecer alguien con un mensaje aún más simple, más comprensible: se trata de ser libres y esto significa poder salir de farra. Los bares abiertos han sido más tentadores que el compromiso social frente a la extrema derecha y la pandemia.

En el corto plazo, la izquierda siempre acaba perdiendo. Porque se construyó política e intelectualmente proyectándose a largo plazo, a partir del análisis de las estructuras propias de cada tiempo histórico para construir alternativas transformadoras. Y esto solo es posible a largo plazo y desarrollando una labor pedagógica que obliga a estar siempre en contacto (físico incluso) con la mayoría social, acompañando a los trabajadores en sus éxitos y fracasos, proponiendo, explicando… Nada que ver con la televisión, Twitter o Facebook, por muy necesarios que también sean en estos tiempos.

Se puede construir (desde la oposición o el Gobierno) una alternativa transformadora en democracia, que nos oriente precisamente hacia un proceso de profundización democrática. Pero para ello hay que seducir, convencer a amplias capas de la sociedad sin la obsesión por el resultado de las próximas elecciones. Menos spin doctors y más intelectuales, menos community managers y más sindicalistas y dirigentes con capacidad para aunar voluntades. Los comunistas italianos de los años setenta ya sabían esto, vieron el nuevo tiempo histórico que comenzaba y por eso lanzaron su estrategia de compromiso histórico. Pero llegaron tarde. El campo del socialismo real se derrumbaba, la clase trabajadora estaba ya muy fragmentada y los realmente poderosos estaban muy bien organizados, mediante la red Gladio, la P2…

Tras la caída del Muro de Berlín, los años noventa supusieron la consolidación definitiva de una sociedad que gira alrededor del individuo. El neoliberalismo está en la esencia de nuestras relaciones sociales, generando una sociedad individualista que difícilmente se propone objetivos universales, que no tengan que ver con los intereses particulares de cada persona o colectivo. Nuestra forma de participar en política se fundamenta en la satisfacción de nuestros intereses, olvidando qué sería lo mejor para fortalecer la sociedad que día a día forjamos entre todos (la rousseauniana voluntad general). Este ultraliberalismo, que solo concibe la sociedad como un conjunto de intereses particulares enfrentados entre sí, ofrece la barbarie bajo el ropaje de la civilización. Y es consecuencia del abandono de toda idea de carácter social por parte de los intelectuales. En los años noventa, uno de los historiadores más importantes de la Francia del siglo XX, François Furet, llegó a afirmar en uno de sus libros más conocidos, El pasado de una ilusión, que el triunfo del nazismo fue debido a lo difundidas que estaban las ideas socialistas en la Alemania de Entreguerras.

Todo planteamiento transformador debe construirse desde la pedagogía social, precisamente en un mundo tan individualista como el actual. La devaluación social y académica de las humanidades tiene mucho que ver con este mundo, que adquirió carta de naturaleza al tiempo que se derrumbaban los Estados del bienestar y el socialismo real. Sin embargo, la historia intelectual y política de Occidente no se entiende sin la idea social y el horizonte utópico, que están en nuestra herencia cultural. El poso judeocristiano y el humanismo no se entienden sin ello, por lo que forma parte del presente.

Hoy pueden inspirarnos las reflexiones de Emmanuel Mounier, el intelectual francés que tanto influyó en el pensamiento europeo a mediados del pasado siglo XX: «Nuestra acción no está dirigida esencialmente al éxito, sino al testimonio». La izquierda no puede entenderse sin ese testimonio.

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