El régimen del 78 (II)

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En un anterior artículo comentaba cómo los que criticaban despectivamente “el régimen del 78”, y lo asimilaban sin más a una continuación del Régimen franquista, lo hacían gracias a las posibilidades que ese régimen basado en la Constitución de 1978 les daba para ello.

Es ocioso repetir que la muerte de Franco no significó la muerte del franquismo, ni modificó de la noche a la mañana las bases económicas y de poder que lo habían mantenido durante 36 años como dictador. Lo que sí cambió fue el modo en cómo iba a mantenerse ese poder de ahí en adelante para que casi todo siguiera igual.

La oposición democrática agrupada en la Platajunta había fracasado en su objetivo de desmontar el Estado franquista a la muerte del dictador, los franquistas fracasaron en el suyo de que todo quedase “atado y bien atado”.

El resultado de esa doble derrota política significó el triunfo de quienes siempre habían ganado y seguirían ganando: el capital. Los empresarios que se enriquecieron con el franquismo lo iban a seguir haciendo con la democracia. Había que cambiar algunas formas en el juego pero había que mantener lo esencial: el poder de quién manda y quién es el mandado. Eso tenía ventajas e inconvenientes.

Las ventajas para unos eran los inconvenientes para otros. La legalización de los sindicatos y reconocerles su poder de negociación, la legalización de los partidos antes perseguidos por el TOP y la policía franquista, y su presencia pública en Las Cortes, la libertad de prensa, amnistía política para unos y otros, etc. Ventajas e inconvenientes que se habían mostrado muy útiles a la hora de afianzar las democracias en Europa tras la II Guerra Mundial y favorecido la creación de un estado de Bienestar que aquí era una aspiración: ser como Alemania o Suecia era la aspiración europeísta de cualquier demócrata.

La monarquía se afianzó como garantía y arbitraje, y más tras el intento de golpe de Estado del 23 de febrero; la Iglesia mantuvo e incremento sus privilegios; las grandes empresas consiguieron un mejor marco político para su expansión internacional, y, por la vía de las privatizaciones de los monopolios del Estado, jugosas gangas.

España se convirtió en una de las economías en que más rápido y en mayor cantidad se podía hacer dinero. La cultura del pelotazo fue avalada por el ministro socialista Carlos Solchaga, quien durante un acto de la Asociación para el Progreso de la Dirección celebrado en el hotel Eurobuilding de Madrid el 4 de febrero de 1988 dijo: “España es el país donde se puede ganar más dinero a corto plazo de toda Europa y quizás uno de los países donde se puede ganar más dinero de todo el mundo”.

Y todo esto fue el resultado de la Constitución de 1978, de ese “régimen del 78”. Constitución que en sus 42 años de vida no ha sido revisada ni reformada por necesidades internas, sino por adaptaciones a directrices europeas o imposiciones del capital.

La primera reforma fue el 7 de julio de 1992, cuando los grupos parlamentarios del PSOE, PP, CiU, IU-IC, CDS, PNV y Grupo Mixto, presentaron conjuntamente una proposición de reforma al artículo 13.2 para permitir el derecho de voto de los extranjeros en elecciones municipales, según una exigencia del Tratado de Maastricht de la Unión Europea.

Fue una reforma menor, con aprobación unánime del Parlamento que no exigió referéndum para su ratificación al no darse el que un 10% de diputados o senadores que lo solicitasen.

La siguiente reforma fue en 2011. Esta sí fue de mayor calado y aún pagamos sus consecuencias. Se hizo por imposición del capital que de ninguna de las maneras quería perder sus inversiones en España, que amenazaba bancarrota. La que presionó fue Angela Merkel como cabeza visible de la UE y los intereses financieros en Europa. Quien aceptó la presión fue el presidente socialista del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero.

Fue una reforma exprés en apenas dos semanas pactada entre el PSOE y el PP, que contaban con el 90 % de diputados y senadores, e ignoraron al resto de partidos que les acusaron de “romper el proceso constituyente”, aunque luego se sumaron con entusiasmo a esa reforma; como hizo CiU en Cataluña, al protagonizar los recortes más sangrientos en servicios públicos de sanidad, educación, investigación, dependencia, etc., con dos puntos por encima de la media española.

Lo que se reformó fue el artículo 135 por lo que se creaba un concepto nuevo, el de “estabilidad presupuestaria”, en el marco de la crisis económica de 2008, y ponía por delante el pago de la deuda a la defensa de las necesidades ​sociales.

De 1978 a 1992 y a 2011 se habían necesitado 14 y 33 años para “reformar” la Constitución, y esas reformas vinieron impuestas desde fuera; en ningún momento se motivaron por adaptaciones sentidas en la práctica política interna. Ni la anormal situación de ser un Estado “aconfesional” y pagarle más de 11.000 millones de euros al año a la Iglesia católica, ni que haya más de 3 millones de casas vacías y millones de personas sin acceso a ellas, ni que el derecho al trabajo, a la igualdad efectiva entre hombres y mujeres, ni la educación o investigación, ni la forma de Estado o el Estado autonómico o Federal consiguieron nunca mover a una revisión de ninguno de los 169 artículos por parte de los partidos; y cuando se ha hablado de hacer una reforma en algún apartado, de crear una mesa de reforma ha sido más como ataque al adversario político que por una intención real de cambiar algo.

En España se tiene pavor a las reformas y a intentar cualquier cambio, por mínimo que sea. Las Constituciones que hemos tenido, seis sin contar la de 1978, no han llegado a tener ninguna reforma, entre otras cosas por su corta vida, y en esta de 1978 si ha tenido alguna ha sido a nuestro pesar. Hay una especie de fobia al cambio, tenemos como sociedad una tendencia a sacralizar una Constitución, quizá por lo que se esperaba de ella, y se tenía como ideal de organización política tras 40 años de fueros franquistas, que pensar en romper ciertos consensos consolidados más por miedo que por su eficacia nos lleva dramatizar cualquier intento de modificación constitucional.

Se teme que cualquier movimiento para reabrir el consenso del 78 sea peligroso y despierte a los demonios de las dos Españas, como si en algún momento se hubiesen dormido.

Hoy, la Constitución está sobrepasada por la realidad de un Estado autonómico ineficiente; unas desigualdades sociales escandalosas, con un 20% de la población en situación de pobreza; una monarquía obsoleta; un estilo de desarrollo territorial que concentra el 85% de la población en grandes áreas urbanas y desertifica el 90% del territorio; un sector público cada día más abandonado e ineficaz; un ejército y fuerzas de seguridad con serios déficits democráticos; el sistema electoral; la politización de la justicia; y suma y sigue, y que tendrían que estar en el núcleo del debate político diario y en las alternativas de reforma constitucional que van más allá de asegurar a una infanta la herencia del trono e impactan en el día a día de millones de personas.

Y ante esto las discusiones políticas son del calado de las competencias en prisiones, las selecciones “nacionales” de fútbol o cómo hacer que las burguesías catalanas o vascas estén más cómodas en España. ¿Cuándo han estado incómodas? El panorama es desolador.

Y si todas estas cuestiones no se abordan, y muchas más que quedan en el tintero por no alargar el artículo, y continúa el obstruccionismo, la frase “régimen del 78” como descalificación absoluta al período de más libertades públicas que ha conocido España en sus últimos 90 años, cobrará cada vez más sentido y de ser una majadería de los adanistas pasará a ser una realidad por el efecto Pigmalion.

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