Autocrítica Feminista

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Antes de que nos hagan la “autocrítica” desde fuera creo que es bueno empezar a hacerla nosotras. Por ser mujeres y feministas no somos inmaculadas e infalibles y también nos equivocamos, por supuesto. Así pues, hoy quiero entonar el “mea culpa”, no para responsabilizar a nadie, sino porque para poder mejorar es necesario asumir los errores cometidos para no volver a cometerlos. Como no soy ninguna experta en geopolítica, voy a centrarme en el análisis del Movimiento Feminista español, que es el que conozco.

Durante la transición, las compañeras mayores experimentaron en propias carnes la traición de los partidos políticos que rápido olvidaron la lucha feminista cuando se hicieron con el poder. Los varones, con los que las mujeres habían luchado codo con codo contra el franquismo, se olvidaron pronto de las demandas de las mujeres y volvieron a decirles eso de que había que priorizar luchas. Qué curioso que la causa de las mujeres siempre aparezca como secundaria o prescindible, cuando afecta a la mitad de la población. El debate sobre la doble militancia llevó años de discusión y hasta pelea dentro del Movimiento Feminista. Energías, tiempo y esperanzas frustradas que restaron fuerza a nuestra causa, insisto, la causa de la mitad de la población.

Después llegó el momento del feminismo institucional. Ya había mujeres feministas en las instituciones. Hay que decir que no tantas como se decían feministas, pues alguna o algunas se aprovecharon de la lucha feminista para hacer carrera política y cuando la situación las ponía en un brete, la gran mayoría anteponía su militancia de partido a su militancia feminista. Rara vez conseguimos colar a una de las nuestras, es decir, a una mujer feminista en puestos importantes porque la gran mayoría fue barrida por la estructura patriarcal que ha permanecido intacta en todos, absolutamente todos, los partidos.

Eran los “gloriosos” años 80 y como ya teníamos Constitución y elecciones democráticas se decía que ya se había logrado todo. La violencia machista seguía normalizada en nuestro país, las mujeres seguían cargando con dobles jornadas, los techos de cristal se hicieron de acero y los suelos pegajosos se volvieron tierras movedizas; pero se proclamaba por todos sitios que ya éramos iguales y se nos educaba a las niñas en una falsa igualdad que nos ha costado años quitarnos de encima. Las feministas, cómo no, eran tildadas de “rancias” y de “odia hombres” y todos los micrófonos se cerraron otra vez para las feministas.

En la Academia, que nunca hay que olvidar que es un faro importante de cualquier lucha y de cualquier avance social (al menos debe serlo), los estudios feministas no encontraron puertas que se abrieran y salvo honrosas excepciones, debidas a la voluntad y al trabajo militante (es decir, voluntario y gratuito) de algunas, todo se convirtió en un páramo. Celia Amorós consiguió montar en los años 90 el Instituto de Estudios Feministas en la Universidad Complutense de Madrid. Un Instituto que sembró mucho y bien aunque sus frutos hayan tardado en verse y hacerse conscientes.

La masiva manifestación feminista del 8 de marzo de 2018 fue el resultado de un lento y laborioso trabajo de años precedentes porque nunca pasan las cosas por casualidad. Como antecedentes tenemos El Tren de la Libertad (2014), que fue el despertar de la 4ª ola feminista en España, al que también acompañó la gran manifestación del 7N contra la violencia machista (2015). Pero antes de regodearnos en los éxitos, volvamos a la Academia y a los años 80.

Como todo lo que sonaba a feminismo encontraba como portazo la respuesta a sus demandas, hubo que ingeniárselas para introducir los estudios feministas en la Academia. Se creyó entonces que el “género” era la forma de introducir por la puerta de atrás los estudios relativos a la historia de las mujeres y de su opresión. Nada que implique esconder los principios trae a la larga cosas buenas y ahora estamos pagando aquel escondite. La polémica actual tiene múltiples causas, pero sin duda alguna, una de ellas fue abandonar el nombrar a las mujeres y a quién las somete: el Patriarcado. Tanto proliferó el término “género” que pronto aparecieron cátedras de género, estudios de género, perspectiva de género y hasta se introdujo la violencia de género en las leyes. En verdad, esas cátedras y estudios debieron llamarse feministas, esa perspectiva que se requiere para analizar la realidad social debió llamarse perspectiva feminista y esa violencia brutal que seguimos sufriendo las mujeres tuvo que denominarse violencia machista o violencia hacia las mujeres.

Me dicen muchas compañeras que el género es una categoría de análisis social muy útil en estudios antropológicos y sociológicos. Puede que lleven razón, pero lo que está claro es que esta categoría de estudio dentro de la Academia sirve de poco en la praxis feminista y en la lucha del Movimiento Feminista pues enturbia más que aporta, porque si no nombramos al sujeto para el que reclamos protección por padecer la opresión y la desigualdad estructural (las mujeres), difícilmente vamos a conseguir avances en las políticas públicas destinadas a nosotras, que es lo que perseguimos.

Estábamos gozosas y alegres porque por fin nos sentíamos acompañadas en las manifestaciones a las que hace años íbamos poquísimas. Nos sentíamos orgullosas de empezar a recoger el fruto de años de siembra y la realidad ha vuelto a despertarnos: ningún avance del Movimiento Feminista es definitivo y mantenerlo requiere de lucha constante (bien lo saben las compañeras iraníes que vivieron el paso del color y la luz al negro riguroso de un día para otro).

El Movimiento Feminista está fuerte, está unido, es consciente y ha tejido redes siempre. A veces pisó levemente las instituciones, aunque nunca ha llegado a ser un pensamiento hegemónico, como dicen con desdén algunas desde el feminismo institucional actual. Ojalá y alguna vez hubiera alcanzado hegemonía dentro del pensamiento o del poder, eso hubiera significado un gran avance, puesto que en las democracias occidentales la tiranía ya no se ejerce con una coacción directa, sino con la presión social que nos lleva, incluso a veces, a someternos argumentando que es lo que deseamos. Qué listo es el sistema que consigue hacer creer que lo blanco es negro y qué rabia da cuando te descubres a ti misma reproduciendo pensamientos o conductas patriarcales (hemos crecido en el sistema y vivimos en él y es tan difícil no caer a veces en la trampa…).

Sin embargo, nunca hasta ahora el feminismo institucional había trabajado contra las mujeres. Se había quedado corto, cometió errores (llevar la palabra género a la legislación fue uno). Todos esos errores deberían subsanarse ahora; pero no, el Ministerio de Igualdad (nombre acertado, por cierto) no se ha marcado esta prioridad (prioridad que las cifras de mujeres asesinadas requiere plantearse sin tardar ni un solo día) sino que se plantea como prioridad legislar para hacer del género una identidad. ¿Es legítimo reclamar como identidad personal el instrumento que usa el Patriarcado para someter a la mitad de la humanidad? ¿Se imaginan una legislación que pretendiera convertir en identidad personal el machismo o la plusvalía? Ahondando en el sinsentido, se pretende que la identidad sea algo que dependa de la sola voluntad y del solo acto de decirlo en voz alta, como si la identidad de las personas no fuera algo que se construye durante toda una vida y que está siempre condicionado por el lugar social que se ocupa. Todo esto lo dicen gentes que se dicen marxistas pero que no recuerdan que Marx siempre tuvo claro que no se piensa (y menos se vive) igual en un palacio que en una chabola.

Retorciendo el lenguaje hasta la indecencia intelectual nos acusan a las feministas de defender nuestros “privilegios” de mujeres blancas, burguesas y hasta de ser un privilegio el hecho de haber nacido mujeres; cuando en verdad, no hay nada más burgués, clasista, eurocéntrico y normativo que pretender borrar el sexo como eje de opresión siendo que la inmensa mayoría de las mujeres que pueblan la Tierra siguen padeciendo miseria, violencia y ostracismo por haber nacido con vagina, vulva y útero. Negar que el sexo es el origen y la raíz de esta desigualdad sí es estar en contra de los Derechos Humanos y del Derecho Internacional (La CEDAW sí es vinculante, no Yogykarta, que es una declaración de activistas transgénero que plasman sus objetivos políticos que no son, necesariamente, ideales que hagan del mundo un lugar mejor).

Por otro lado, es evidente que el Movimiento Feminista nunca lo ha tenido fácil. Nada que pretenda subvertir el sistema y ponerlo todo patas arriba lo tendrá fácil. Tantos palos en las ruedas hemos tenido que el último nos ha pillado desprevenidas. Acostumbradas a lidiar con la ultraderecha y con el discurso biologicista que quería justificar nuestra desigualdad aludiendo a una falta de capacidad de nuestra parte debida a nuestra biología, se nos coló un nuevo esencialismo que nos ha costado detectar, reflexionar y ahora combatir. Un nuevo esencialismo que se ha defendido desde una supuesta izquierda (a quien siempre creímos compañera de lucha) y del movimiento GTBI (a las lesbianas las excluyo por razones evidentes) al que siempre hemos acompañado y hasta ayudado en sus vindicaciones. Les hemos ayudado tanto que nos costó percatarnos de que su lucha chocaba con nuestra lucha y que ya era hora de aparcar esa empatía que el sistema nos ha hecho desarrollar para luchar por nosotras antes que nadie. Si quienes defienden que no se nace mujer ni varón, pero sí se nace trans (como se preguntaba Pilar M. Velasco en twitter) interpretan que luchar por las mujeres es atacarles a “elles”, solo les digo que deben hacérselo mirar. Luchar para que la mitad de la humanidad no parta de condiciones de desventaja puede ser tildado de lo que sea, pero nunca de odio; porque si eso es así, serán ustedes quienes estén declarando el odio a la mitad de la población. Las mujeres existimos y que se quiera poner en duda nuestra existencia o se pretenda reducir a un sentimiento, un deseo o un “no sé qué” es algo que nunca pensé que tendría que vivir en pleno siglo XXI. Es cierto que hemos reaccionado tarde, porque nos costó verlo y porque nunca creímos que tendríamos que pelear con la “izquierda” o con quienes ayudamos y protegimos siempre (cría cuervos, dice el refrán).

Mujeres, no tengamos miedo, timidez o vergüenza; después de más de tres siglos de lucha tenemos toda la legitimidad para luchar por nosotras, para luchar por defender lo poco que hemos conquistado y toda la razón para gritarle al mundo que somos la mitad y por eso queremos la mitad de todo, ni más ni menos.

3 COMENTARIOS

  1. ¡Maravilloso artículo!
    A ver si así damos unos pasos atrás para tomar perspectiva porque, parece ser, que los árboles no nos están dejando ver el bosque.
    ¡Comparto!

    Una cosa sí te digo: ser trans no es un sentimiento, ni un deseo, ni un «no sé qué». Tampoco es la elección a capricho de una identidad.
    Una mujer trans es una mujer, no elige serlo, simplemente lo es. Y lo mismo pasa con los chicos.

  2. ¡Muy buen artículo! Sólo una nota discordante respecto a la crítica que haces a la «supuesta izquierda». De la misma manera en la que dices que ha sido un error consentir la generalización del concepto de género, usado no como el significante que realmente tiene sino como expresión que nos ahorra la palabra feminismo, creo que deberíamos ser igual de exigentes en no llamar izquierda a lo que en realidad no lo es.

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