De la espiritualidad y el laicismo

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La Filosofía y la Ética, como las materias de humanidades en general, han sido de las asignaturas más maltratadas por la LOMCE (Ley Wert). La LOMCE eliminó la Ética y Educación para la Ciudadanía de 4º de la ESO, e Historia de la Filosofía dejó de ser obligatoria en 2º de Bachillerato. Sólo se mantuvo la materia general de Filosofía en 1º de Bachillerato.

Se planteó que con una deslavazada asignatura de Valores Éticos como alternativa a la clase de Religión se cubría la formación intelectual que la Filosofía da y creaba el imaginario social de que existía una moral de ateos o no creyentes y otra de creyentes.

Muchos se rebelaron contra esa idea absurda de dos morales, siendo una “espiritual” y otra… No sé cómo llamarla: ¿Atea? ¿Materialista?

Algunos, para salvar ese bache de denominar a algo etéreo con adjetivos tan sólidos como ateo y materialista propusieron hablar de Espiritualidad laica, y lo primero que habría que hacer es preguntarse si existe una espiritualidad laica, y lo segundo, si es necesario que exista.

La respuesta a la primera, desde mi punto de vista, es que sí -lamentablemente-, existe eso que algunos llaman espiritualidad laica y que no es más que una serie de creencias absurdas, mezcla de vago orientalismo y paranormalidad psicologizante que rodea a lo que se ha denominado “el supermercado espiritual[1]”, que acaba siendo otra de las mutaciones religiosas que Chesterton adivinó al avisar de que cuando no se cree en Dios, se acaba creyendo en cualquier tontería.

Y a si es necesario que exista una espiritualidad laica, algo que lleve a la idea de laicismo esa etiqueta de “espiritual”, la respuesta es un tajante no; y más si nos atenemos a la definición del DRAE, que contrapone la idea de lo espiritual a lo material. Y si algo es el laicismo, o debiera serlo, es materialista y concreto.

Dicen Arsuaga y Martínez[2] que desde las primeras ideas científicas del mundo helénico se ha querido situar a nuestra especie fuera de la naturaleza o “peor aún, por encima de ella.” Así, se ha construido una historia de lo que es un ser humano como una superación de la materia animal. Superación que nos vendría dada por la existencia de un ente inmaterial propio e inexistente fuera de nuestra especie, y del que emanaría una actividad especial: la del espíritu, para unos; la del intelecto, para otros.

Con el enfoque espiritual entraríamos en lo que algunos consideran inherente a nuestra especie. Con el de la inteligencia, también. Con la importante salvedad de que en el primer caso lo entroncamos con lo trascendente y en el segundo con lo evolutivo. En el primer caso estaríamos ante algo dado per se, de forma inamovible en su esencia, y por ello eterno, y en el segundo en un proceso abierto e imperfecto, con avances y retrocesos e imbricado en la realidad social.

Ambos conceptos: espíritu e inteligencia son, por supuesto, hijos de un pensamiento bien terrenal; pero si en uno se remonta a “lo sublime” en el otro nos quedamos en la naturaleza, a ras de tierra. Y aunque en la sabiduría popular sean intercambiables o dos manifestaciones de lo mismo, son en la práctica dos realidades bien diferentes y campos de trabajo distintos.

En lo espiritual encontramos una negación de la inteligencia, una pérdida del sentido de la propia identidad, en una superior que la dirige y contra la que no puede rebelarse. En lo espiritual no hay una posibilidad de mejora. Estás atado a su inmanencia de esencia inmaterial y perfecta, que escapa a la comprensión humana si no es fundiéndose en un estado de obnubilación mental con algo extra terrenal: la experiencia mística. En lo espiritual estamos prisioneros de la idea superior, como los prisioneros de la caverna de Platón[3].

En la inteligencia, por su imperfección, la mejora es una constante posible. Decía Rita Levi-Montalcini[4] que el ser humano, al no tener una programación instintiva perfecta, debe recurrir al intelecto para decidir, al discernimiento entre opciones -el bien y el mal en su sentido más amplio- para construir su escala de valores; haciendo de su imperfección una ventaja que le coloca en un grado de evolución moral privilegiado.

Ciertamente es “irritante el tono de superioridad moral con que muchos de los fieles […] y las jerarquías religiosas […] han dado en mirar a quienes adoptan la convivencia […] laica.”; especialmente esa idea de que “las exigencias de la moral son una prerrogativa de los creyentes de la que probablemente carecen aquellos que no comulgan con fe religiosa alguna.[5]”, escribía Francisco Laporta en “Moral de laico”, para a continuación hacer una encendida defensa de ella. Quizá eso explique esa “necesidad” que en ocasiones sentimos los laicos por “explicarnos” ante los creyentes.

Desde mi punto de vista es un error entrar en el campo semántico de la creencia religiosa. En ese campo jugamos contra miles de años de superstición y construcción de lo mágico. Es una lucha absurda en un campo enfangado. Y los laicos necesitamos echar sólidos cimientos a nuestro edificio. Hay que trabajar en otros suelos.

Tenemos que crear el campo de los “universales semánticos”, esos que Umberto Eco le explica a el cardenal Carlo Maria Martini[6] como los lugares en que todos se pueden reconocer, en las nociones comunes a todas las culturas que dan origen a una ética como lugar de encuentro con los demás. Pues es en los demás donde nos reconocemos, haciendo real la idea de Fraternidad.

Tenemos que trabajar en el campo que la evolución nos ha dado: el intelecto; y dentro de éste en el que el desarrollo como especie nos ha posibilitado su mejora: lo social. Empezaba Kant[7] su prólogo a “La religión…” con la afirmación de que «La moral no necesita de la idea de otro ser por encima del hombre para conocer el deber propio ni de otro motivo impulsor que la ley misma para observarlo». Nuestro campo de juego está en la racionalidad de las leyes. En el contrato libre entre las partes. Éste es el punto de partida de nuestra visión ética del mundo, desde el que construir la idea de la dignidad humana que sustente todo el edificio de la ética laica y se funda con la noción de autonomía de la persona.

Y la dignidad humana se ha ido desarrollando a lo largo de la historia en construcciones intelectuales que hoy han devenido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Derechos que hay que ir construyendo día a día desde la posición moral laica que afirma la libertad, la igualdad, la fraternidad… en definitiva la dignidad de todos los seres humanos y el urgente respeto de sus derechos básicos: la vida, la libertad de pensamiento, la educación, el derecho a la salud… Y para ello no necesitamos de ninguna espiritualidad, laica o fideísta, sino de la aplicación de los principios legales que hemos ido desarrollando a lo largo de siglos asociándolos a la idea de mejora de la Humanidad.

Los laicos, hemos de desarrollar una ética materialista, basada en las leyes, en los derechos humanos y en su desarrollo, en la mejora concreta de las condiciones de vida de los seres humanos; en construir un campo de referencia ética externa a la espiritualidad, a lo religioso. Los creyentes no tienen nada que enseñarnos.

Debemos trabajar los campos semánticos ateos con los conceptos que el derecho de gentes e internacional nos han dado. Debemos afirmar la superioridad del ser humano y su bienestar por encima de cualquier otra consideración. Su valor como individuo en convivencia solidaria con todo su entorno, tanto como especie como con todo el campo ecológico en el que vive.


[1] Greenfield, R. Álvarez Flórez, J.M. y Pérez, A. (1979) El supermercado espiritual. Anagrama.

[2] Arsuaga, J.L. y Martínez, I. (1998) La especie elegida. Temas de hoy.

[3] Platón. La república.

[4] Levi-Montalcini, R. Entrevista en El País. 16 de octubre 2009.

[5] Laporta, F. Moral de laico. El País. 4 de abril 2008.

[6] Eco, U. y Martini, C.M. (2007) ¿En qué creen los que no creen? Temas de hoy.

[7] Kant, I. (1986) La religión dentro de los límites de la mera razón. Alianza.

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