La Verdad según Hannah Arendt

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Cuando The New Yorker encargó en 1961 a Hannah Arendt que cubriese el juicio de Eichmann no se esperaba esta la que tendría que pasar por sus crónicas, que más tarde plasmó en el libro Eichmann en Jerusalén. Su crónica del juicio, en la que no presentaba a Eichmann como el psicópata criminal que todos esperaban ver en su relato, y que señalase la complicidad de los Consejos judíos en el Holocausto cayó como un rayo en la comunidad judía, y por supuesto en la izquierda norteamericana y europea.

El libro de Arendt, que desmontaba esa imagen de la “exclusiva” responsabilidad de los nazis en el exterminio de seis millones de personas en los campos de exterminio, señalaba cómo los Consejos judíos de las ciudades ocupadas habían colaborado en el control de los guetos y en la organización y traslado de los judíos a los campos.

Las críticas fueron feroces. La organización judía Liga Antidifamación pidió a los rabinos de Nueva York que predicasen en las sinagogas contra Arendt. Se la criticaba desde su denuncia a los Consejos judíos hasta el concepto que acuñó de la “banalidad del mal”. Se la acusó de mentir y de usar argumentos antisemitas. Los ataques llegaron a lo personal.

Tal fue el cúmulo de descalificaciones y críticas absurdas que en 1967, y de nuevo en las páginas The New Yorker publicó una respuesta en forma de ensayo titulado “Verdad y política”. En este ensayo distingue entre las verdades filosóficas y las verdades de hecho.

Las primeras son múltiples y diferentes; incompatibles con una Verdad absoluta; pueden coexistir y cooperar. Enriquecerse unas a otras. Lo único que se les pide es racionalidad en su planteamiento; es decir, que cada verdad filosófica o política tiene que ser argumentada de forma abierta, presentándola con la mayor cantidad posible de pruebas a su favor; y lo más importante de todo, que se haga de manera que deje campo a las verdades de los otros. Que cada uno sea consciente de que la propia verdad, por muy distinta que sea de las otras, es tan rebatible como lo puede ser su contraria. Así, unos podemos ser de izquierdas y otros de derechas, creyentes o no. Y esto no era para Arendt una aceptación de que cualquier opinión fuese aceptable sin más, pues insiste machaconamente en que la verdad filosófica debe razonarse, sostenerse y exponerse con rigor intelectual.

Todo lo contrario sucede con las verdades de hecho. Pues estos deben contarse como han sido y no como querríamos que hubieran ocurrido. Los documentos y testimonios que evidenciaban la colaboración de los Consejos judíos eran irrefutables. Se podría argumentar que los Consejos intentaban evitar un mal mayor, que no les dejaron otra opción. Pero eso eran opiniones, no hechos. El hecho era que los Consejos judíos habían colaborado con los nazis en el exterminio de seis millones de personas. Otro hecho es el Holocausto y negarlo no es un opinión, sino una simple mentira y, según en qué países, un delito. Negar estos hechos es mentir. El hecho que contaba Arendt era una verdad muy incómoda para los judíos y su imagen de pueblo perseguido.

Las discusiones sobre la “Verdad absoluta” la “revelada” que se dan en la filosofía se encierran en las “verdades” inaprensibles, esas que se platean como parte de los sentimientos personales, de asombro ante el orden del universo, o las maravillas de la naturaleza, o la belleza de la poesía, sin que los ateos tengamos nada que decir, sólo aceptar nuestra frialdad emocional para esas manifestaciones de la “Verdad”. No importa que podamos participar de esas de esas emociones sin que ello suponga rebajar nuestro escepticismo; pero si la referencia a la poesía, a la naturaleza o al universo es dada como prueba “científica” de su existencia, entonces sí que tenemos algo que decir al respecto: y es que se hace “trampas” en la discusión.

Si los ateos no vemos ninguna trascendencia en esas manifestaciones poéticas o cósmicas no es por demérito nuestro sino por la ausencia de evidencias, y especialmente porque esa atribución arbitraria que se hace de tan y diferentes manifestaciones sea esa entidad imaginaria y no cualquier otra explicación natural fácilmente comprobable.

Y sin embargo, esto no es lo relevante, pues si nos mantenemos en el campo de las opiniones –emociones,- tan válida es la creencia como lo es el ateísmo. Ahí no tendríamos ningún motivo de discrepancia. El problema surge, a mi entender, cuando para dotarse de razón los defensores de la idea de la “Verdad absoluta” quieren arroparlo con referencias a teorías científicas que se mencionan traídas por los pelos o de forma errónea. Entonces, lo que era un debate entre “verdades humanas”, se convierte por el mal uso y abuso de términos científicos, en una distorsión del campo de discusión, lo que más arriba comentaba al decir que se hacía trampas en la presentación de los argumentos, pues se intenta dotar de verosimilitud al dogma con afirmaciones del tipo “la ciencia ha demostrado que…”, cuando lo cierto es que ni la ciencia ha demostrado nada de lo que se pretende, ni ha estado en la cabeza de ninguno de los científicos mencionados servir de coartada a la existencia de ningún ser sobrenatural. Como le ocurrió a Einstein a propósito de su discusión con Bohr y la famosa frase de “Dios no juega a los dados”.

En estos casos, la afirmación de la existencia de una “Verdad absoluta” entra en el campo de la falsedad que señalaba Arendt, y no porque la “verdad científica” sea equiparable a la filosófica, que no lo es, aunque sí tiene hechos incontrovertibles, al menos para el universo que habitamos, como es la ley de la gravedad, sino porque se usan sus datos y conclusiones de manera incorrecta, fuera de contexto o mal citados; presentando como comprobaciones de la existencia de esa entidad sobrenatural datos que en modo alguno pueden ser así usados sino es con una gran dosis de imaginación. Tanta que “incluso el deconstruccionista más radical acepta la idea de que hay interpretaciones que son clamorosamente inaceptables.” (U. Eco, Los límites de la interpretación. Lumen, 1992).

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