Cultura como necesidad básica

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Puede que sea torpe servirles de altavoz, por modesto que sea el mío. Pero pienso que combatir lo lamentable exige señalarlo. Vox, a causa de la situación excepcional provocada por el Coronavirus, escribía en su cuenta de Twitter el 22 de marzo: “A lo mejor los españoles se dan cuenta de que podemos vivir sin los titiriteros pero no sin nuestros agricultores y ganaderos.” Acompañaron el exabrupto con la fotografía de algunos actores.

Dependiendo de lo que se entienda por vivir, la afirmación puede ser “cierta”. Si por vivir se entiende mantener las constantes vitales y la salud mínima, sí: se puede prescindir de casi todo lo que no sea un poco de alimento, el cobijo justo y la higiene más elemental. Para sobrevivir necesitamos muy poco, mucho menos que un libro, un cuadro o un cine. Pero vivir, en sentido hondo, es otra cosa. Una vida plenamente humana es algo más que procurarse alimento y vestimenta. Una muy buena parte de plenitud de la vida está en el disfrute y conocimiento de la Cultura.

La Cultura no es prescindible; quienes la hacen posible, menos. Mucho menos. La Cultura no es un Dios ni un ente abstracto: surge de cabezas y manos que trabajan con tesón cada día. De gentes que, probablemente, saben más de trabajo paciente de hormiga, vocación y dedicación esforzada que de vida cómoda y despreocupada, aunque bien la merecerían. No hay crisis o situación de emergencia suficientemente severa que les haga inútiles; menos que justifique despreciarles. No obstante, a veces, el desprecio de según quién honra más que el más distinguido halago.

Creo que Pepa Flores acertaba al calificarse como “obrera de la cultura” y, por tanto, como trabajadora entregada a la producción cuidadosa de lo humanamente imprescindible. Definirlos como gasto inútil es declarar innecesario lo que nos hace ser lo que somos: nuestra capacidad racional y emocional de crear o de disfrutar de lo creado.

A la Cultura no la hace secundaria una pandemia ni un desastre, ni una guerra, ni tantas situaciones límite como se quieran imaginar. En las trincheras, en las cárceles, en los campos de concentración y en los de refugiados, siempre ha habido personas enseñando a leer, recitando poesía, dibujando, cantando o haciendo teatro en el mismo frente de batalla como los propios Rafael Alberti y Teresa León lograron en plena Guerra Civil, en una situación infinitamente más crítica que la actual. Ninguno de ellos lo hacen por capricho inoportuno ni por entretenimiento vano; más bien por necesitarla casi tanto como el respirar para asegurar la supervivencia. Mientras la humanidad exista, será una necesidad primaria. Por eso, si la Cultura no es un lujo de quien tiene lo elemental resuelto, sino lo más básico para el desarrollo individual y colectivo de las personas, protegerla y proteger a quienes la crean no es un antojo, es uno de los deberes democráticos elementales. No por casualidad suelen compartir total afinidad quienes desprecian la cultura y quienes desprecian la democracia y la igualdad.

No es momento de debilitar el único patrimonio común de la Humanidad, pues con él se pone en peligro la dignidad las democracias, ya de por sí debilitadas en los últimos tiempos y ciertamente mejorables. Quienes la desprecian, en realidad, saben que no es tan inútil aunque jueguen la baza de intentar que lo parezca. De hecho, saben que es signo de progreso y espacio privilegiado del bien común. Por eso se empeñan en que sobre ella caiga el desprecio y la sospecha.

El Presidente del Gobierno aseguró que, tras esta situación de crisis sanitaria y la previsible crisis económica que desencadenará, nadie quedaría atrás. Deseo que así sea y que los trabajadores de la cultura (sean actores/actrices, pintores, escultoras, cineastas, guionistas o escritoras) no se vean por enésima vez relegados a los últimos puestos en el orden de prioridades como ha sucedido siempre que nos hemos enfrentado a una situación económica complicada. Es cierto que habitualmente han sido los gobiernos conservadores quienes les han impuesto las peores condiciones. Pero, no obstante, conviene pedir ya que la recuperación de la Cultura y de sus trabajadores sea una prioridad política en estos momentos de profunda incertidumbre.

A nadie se le ocultan las pérdidas económicas que supondrán teatros, cines, exposiciones, presentaciones de libros, etc. paralizados o cerrados durante, en el mejor de los casos, las próximas semanas. No sólo pierden su estabilidad laboral quienes aparecen en pantalla con los rodajes suspendidos, sino toda la red de trabajadores que hay detrás de cada creación artística: desde el más reconocido actor o escritor hasta la persona que acondiciona y limpia la sala del más modesto teatro o quien mantiene las instalaciones de un cine o monta una exposición en la más sencilla Casa de la Cultura. Todas estas personas trabajan por y para lo que nos hace mejores. De ningún modo pueden quedarse atrás.

Aportando un dato concreto, según la Unión de Actores y Actrices, “casi el 23% de las actrices y los actores que se han visto afectados por medidas de reestructuración empresarial han sido despedidos.” El informe elaborado, que detalla la pérdida en salarios disgregada por sexo, advierte de que los actores en España perderán casi 4.200.000€ y las actrices dejarán de percibir 2.700.000€, no por verse menos afectadas sino por estar infrarrepresentadas en el sector y ser muchas menos, como detalla el mismo documento, a partir de los 35 años. (Documento: Informe del impacto socioeconómico del Covid-19 en actores y actrices. Unión de Actores y Actrices).

Dejar a la Cultura atrás sería tanto como dejarnos a nosotros mismos por el camino. Somos lo que pensamos y lo que sentimos porque es lo que orienta nuestras acciones. Y la Cultura es el espacio en el que nos sentimos parte de una comunidad de ideas, convicciones, razonamientos y emociones compartidas que nos hacen mejores que lo que seríamos individualmente sin poder apreciar lo que los otros son capaces de crear por y para toda la sociedad. Con el cine, la música, la fotografía, la escritura o el teatro nos comprendemos y comprendemos al resto, haciendo más pleno y amable el sentido de este breve viaje.

Todo pasará. Todo mejorará. Y no lo digo por optimismo ingenuo sino porque es cabal, como ya he escrito en este diario, pensar que “sólo el pueblo salva al pueblo” y que en esta ocasión también sucederá. Entonces, querremos juntarnos para contárnoslo.

Apoyemos lo que nos hace mejores: acercándonos a la Cultura, colaborando individualmente llenando, en cuanto sea seguro para todos, teatros, conciertos y exposiciones, pero, sobre todo, exigiendo colectivamente que sea accesible para todas las clases sociales en tanto no desaparezcan. Accesible pero no a costa de no compensar justamente un trabajo exigente, sino gracias a un Estado que vele y sostenga a quienes la posibilita haciendo dignas sus condiciones de vida. Su trabajo debe llegar a todo el mundo tan pronto como sea posible, pero debe ser más que justamente retribuido y sus proyectos apoyados y sostenidos, especialmente en un momento de zozobra. La humanidad entera tendrá así pan, más que pan, y pensamiento. Algo verdaderamente valioso con lo que emocionarse. Y, sobre todo, habrá menos cabezas que, cuando twittean, embistan.

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