El castillo de Montaigne

¿Es algo histórico esto que nos está pasando? ¿Qué va a cambiar a partir de esta crisis pandémica? En lo que se refiere al tiempo largo, con el que Fernand Braudel medía las grandes etapas históricas, nada. No creo que vaya a cambiar nada. Las contradicciones del propio desarrollo de los Estados del bienestar, en el contexto de la globalización, seguirán sin resolverse. El capitalismo desbocado por las fluctuaciones monetarias, las crisis periódicas, la desaparición de la industria fabril y los paraísos fiscales continuarán minando el papel del Estado en unas sociedades postmodernas sin instrumentos de impugnación.

La caída del Muro de Berlín marcó el inicio de nuestro tiempo histórico, la sustitución del Estado por los mercados en un mundo cada vez más individualista. El 11-S fue el acontecimiento simbólico que mostró el desorden internacional provocado por los cambios económicos y geopolíticos. Esta crisis pandémica podría ser el momento en que adquiramos conciencia política de todo ello. Porque el COVID-19 está destapando algunos elementos esenciales de nuestro tiempo, con sus correspondientes contradicciones. Y porque nos está encerrando en nuestras casas. Pero no se trata de un encierro en la caverna de la que hablaba Platón, sino todo lo contrario. Puede convertirse, este terrible encierro, en algo parecido al de Montaigne en su castillo, desde cuya torre no dejó de pensar con lucidez acerca del mundo en que vivía.

Se trata de un fenómeno global del que dependen la vida y la muerte. Un problema que todos entendemos y que nos tiene confinados en nuestros hogares. Una pandemia que está provocando verdaderos estragos en todo el mundo y que solo puede abordarse mediante la cooperación internacional. Los problemas de una sociedad global solo pueden resolverse a través de una política de carácter también global.

El Gobierno de España ha aprobado un plan de 200 000 millones de euros para atender las necesidades sociales y estimular nuestra economía, ante los daños generados por el COVID-19.  El Gobierno de Italia está nacionalizando empresas y aplicando políticas sociales para paliar la actual situación. El Banco Central Europeo ha despejado todas las dudas, anunciando un plan de hasta 750 000 millones de euros para ayudar a los Estados ante esta crisis del coronavirus. Nada que ver con las políticas desarrolladas por el BCE y el FMI (dirigido entonces por Christine Lagarde, quien ahora preside el BCE), durante los años de la Gran Recesión en Europa. Y es que, aunque durante la Gran Recesión se adoptaran políticas de carácter “austericida”, sabemos que solo el Estado está capacitado para protegernos en situaciones extremas. El Estado del bienestar británico no fue improvisado por los laboristas de Clement Attlee al ganar las elecciones del verano de 1945. En los primeros años de la guerra, Churchill ya comenzó a aplicar medidas para la redistribución de la riqueza y Beveridge elaboró su famoso programa de reformas, que fue debatido por los soldados al volver del frente tras vencer al nazismo. Ni Churchill ni Beveridge tenían nada de izquierdistas, pero sí que eran hombres extraordinariamente pragmáticos y conscientes de las necesidades de su momento histórico. Lo que hicieron los laboristas fue continuar y ampliar los programas de reformas ya iniciados por aquellos durante la guerra. Nada que ver con la estrechez de miras y la charlatanería del actual premier británico.

Incluso en la enseñanza están brotando las contradicciones propias de nuestra sociedad, tan utilitarista y postmoderna. En los primeros días de confinamiento, sin clases presenciales, las nuevas tecnologías de la comunicación han tomado todo el protagonismo y los docentes hemos enviado un aluvión de actividades y tareas, capaz volver histérico a cualquier estudiante sensato. ¿Acaso hay algo que pueda sustituir al trabajo del docente con sus alumnos en el aula? En algún momento tuvimos la osadía de empezar a pensar que sí.

Todos los días al atardecer los vecinos se asoman a balcones y ventanas para aplaudir a aquellos que continúan trabajando para protegernos. Y también para celebrar que, aunque confinados, formamos una comunidad. Todos nos acordamos de esto precisamente ahora, en una situación extrema. Cada atardecer de aplausos en mi barrio es una impugnación espontánea al individualismo propio de este tiempo postmoderno, en el que el ser humano ha quedado despojado de ideas y sentimientos. Sentir que vivimos en comunidad es ser partícipes de una trayectoria histórica, que se pierde a lo largo de siglos y ha alimentado un caudal de conocimiento que nos permite pensar el futuro. Sobre la idea de comunidad fraterna se articuló políticamente el cristianismo como la nueva fe del siglo I. Y sobre esa idea se constituyeron intelectual y políticamente los socialismos a partir del siglo XIX, como hijos del racionalismo ilustrado.

El afloramiento de este sentimiento comunitario ha despertado necesariamente cierta confianza de las generaciones actuales hacia sus representantes. Cosa insólita en nosotros, tan acostumbrados a despreciar a quienes nos representan en lugar de criticarlos y conspirar contra ellos. La confianza en los representantes resulta clave para la pervivencia de la democracia, para mantenerla en tensión y mejorarla. Si se desprecia e ignora a nuestros representantes, no es posible compromiso alguno para cambiarlos cuando no responden a las expectativas. La acción de los Gobiernos y de las grandes organizaciones de clase está resultando fundamental para protegernos del maldito coronavirus. ¿Supondrá esto una mayor conciencia de nuestra representación democrática?

El XIX fue el siglo de los grandes pensadores, como Marx y Hegel. El XX fue el de los oradores y los hombres de acción. El XXI parece el siglo de la confianza en los expertos y tecnócratas. Veremos qué ocurre.

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