Tiempos, combates, evidencias

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Hace unos meses escribí aquí mismo sobre lo que la reacción europea va logrando imponer en las conversaciones de falso sentido común y, cada vez más, en las políticas de memoria pública: que fueron los bolcheviques los culpables de que sus ancestros ideológicos -los de los Orban, Salvini, Le Pen, o Alternativa por Alemania- tuvieran que ponerse como se pusieron. Eso pasa por provocar. Hace unas semanas, la Asociación Catalana de Ex-Presos Políticos del Franquismo  me pidió un texto para leer en el homenaje anual que rinde a los fusilados en el Fossar de la Pedrera. Esta fue mi contribución:

«En septiembre del pasado año 2019, coincidiendo con el octogésimo aniversario del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, el parlamento europeo aprobó una resolución equiparando al nazismo y al comunismo como regímenes igualmente totalitarios y genocidas. La cuestión no es nueva: ya desde los años de la guerra fría, los sectores ultraconservadores alimentaron un revisionismo historiográfico que cuestionaba el papel de la Resistencia y tendía, en última instancia, a absolver a los nazifascismos de sus responsabilidades criminales al caracterizarlos como una respuesta reactiva, indeseable pero explicable, ante la amenaza de extensión del comunismo soviético.

Lo que hasta hace unos años fue objeto de mero debate académico se ha convertido hoy en un asunto funcionalmente político. La declaración del parlamento europeo, bajo la iniciativa fundamental del grupo de Visegrado (Hungría, Polonia, la República Checa y Eslovaquia), con el apoyo de los países bálticos llama a condenar “los crímenes cometidos por las dictaduras comunista, nazi y de otro tipo”, con escasa profundización en el contexto histórico y sin que quede muy claro, por ejemplo, si el franquismo queda incluido en este último cajón de sastre.

Se olvida deliberadamente que la Segunda Guerra Mundial no empezó estrictamente con la invasión de Polonia el 1 de septiembre de 1939, sino que tuvo como prólogo necesario la guerra de España de 1936 a 1939, el primer caso en el continente europeo de una agresión no declarada por parte del Eje a un estado soberano miembro de la Sociedad de Naciones ante la pasividad, inane o cómplice según los casos, de un impotente Comité de No Intervención.

Se soslaya el más importante y masivo fenómeno de solidaridad de la era contemporánea, cristalizado en la movilización de más de 35.000 voluntarios procedentes de 54 países que convirtieron en suya la causa de la República Española erigida en la primera trinchera contra el fascismo.

Se oculta que los comunistas españoles, que jugaron en la guerra civil un papel fundamental como impulsores de la creación del Ejército Popular, volcaron su experiencia militar en la resistencia contra la ocupación alemana tanto en Francia como en la Unión Soviética en la confianza, luego desengañada, de que los aliados les ayudasen en su momento a derribar a Franco.

Se difumina la responsabilidad de las potencias occidentales que, con su política de apaciguamiento, cuyo máximo exponente de humillación fue el Pacto de Munich de 1938, toleraron el rearme alemán, la rectificación unilateral de fronteras y la violación sistemática de las cláusulas del tratado de Versalles con la vana esperanza de que los impulsos agresivos de Hitler se canalizaran exclusivamente hacia el este de Europa.

Se minusvalora, cuando no se desprecia, el valor de la contribución militar de las fuerzas comunistas francesas, italianas, belgas, yugoslavas o griegas a la derrota de la Wertmacht, logrando con sus acciones en la retaguardia de los territorios ocupados obstaculizar líneas de suministro, sabotear la producción de guerra o paralizar el transporte de unidades, obligando al Alto Estado Mayor alemán a dedicar a su represión fuerzas que, de estar en el frente, habrían causado un incalculable daño a los ejércitos aliados.

Se echan al olvido las decisivas contribuciones de los comunistas franceses e italianos en los gobiernos de reconstrucción de postguerra, entre 1944 y 1947 y su contribución a la edificación del estado del bienestar social tal como lo hemos conocido hasta hace poco.  En Francia, fueron ministros comunistas los que implantaron el seguro de enfermedad, el sistema de pensiones, los subsidios familiares, el reconocimiento de los comités de empresa, la cogestión sindical en los sectores productivos nacionalizados, la medicina laboral, la reglamentación de las horas extraordinarias y el estatuto de la minería.

En Italia, los comunistas impulsaron la reforma agraria para sacar al Mezzogiorno de su atraso secular, pusieron a pleno rendimiento la industria del norte y fueron parte fundamental para que la Constitución de 1947 definiera al nuevo régimen como “una República democrática basada en el trabajo”.

En España, los comunistas mantuvieron el combate contra el franquismo desde el mismo momento de la derrota de la República hasta la consecución de las libertades democráticas sin cejar en la lucha ni un solo momento de las cuatro décadas de pervivencia de la dictadura, a costa de pagar por ello con centenares de ejecutados y miles de años de cárcel para sus presos.

Cualquier equiparación entre nazismo y comunismo es moralmente injusta, históricamente errónea y políticamente deleznable. Los comunistas, herederos de una de las grandes corrientes filosóficas de la contemporaneidad, han contribuido a configurar la civilización tal como la hemos conocido; los nazis, hijos de la barbarie anti ilustrada, aspiraron a destruirla.

Haría bien Estrasburgo en inquietarse por las expresiones de reconocimiento en Ucrania, socio preferente de la UE y de la OTAN, a Stepan Bandera, líder ultranacionalista, antisemita, responsable de pogroms y crímenes de guerra bajo la ocupación nazi; o por los anuales homenajes en Estonia, Letonia y Lituania a sus respectivas unidades Waffen-SS, colaboradoras necesarias de los grupos especiales de la policía alemana ejecutores de matanzas masivas de población judía, hoy consideradas como agrupaciones de patriotas que combatieron por la independencia frente a la ocupación soviética. Porque la equidistancia es el imposible punto de equilibrio entre víctimas y verdugos y porque, como anunciaba Bertolt Brecht, “aún es fecundo el vientre que engendró a la bestia”.

Si lo tienen a bien, pueden adherirse enviando su mensaje aquí: expresospolitics@gmail.com.

Y es que, siguiendo con la cita del dramaturgo alemán, qué tiempos estos en los que hay que luchar por lo que es evidente…

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Fernando Hernández Sánchez
Fernando Hernández Sánchez. Doctor en Historia Contemporánea y profesor de Didáctica de las Ciencias Sociales en la Facultad de Educación de la Universidad Autónoma de Madrid. Autor de Guerra o revolución: El Partido Comunista de España en la guerra civil (Crítica,2011); Los años de plomo. La reconstrucción del PCE bajo el primer franquismo (Crítica,2015); El bulldozer negro del general Franco. Una historia de España en el siglo XX para la primera generación del XXI (Pasado&Presente, 2016) y La frontera salvaje. Un frente sombrío del combate contra Franco (Pasado&Presente, 2018). Coautor con Ángel Viñas de El desplome de la República (Crítica,2009). Ha colaborado en las obras colectivas En el combate por la Historia. La República, la guerra civil, el franquismo (Pasado & Presente, 2012) y Los mitos del 18 de julio (Crítica, 2013).

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