Mendizábal en los infiernos: sobre los canales informales de educación histórica

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A pesar de ser historiador contemporaneísta, me confieso amante de la cultura y el arte medieval a fuer de lector de Georges Duby y Jacques Le Goff, de cuyos libros guardo un excepcional recuerdo de mi época de estudiante. Por ello, no resisto la tentación de desviarme de la ruta cuando veo un indicador que, sobre fondo carmesí, anuncia la proximidad de un castillo, un monasterio o un yacimiento. Gran parte de ellos, vestigios de un poder señorial, militar o eclesiástico antaño temible y ya periclitado yace en ruinas (San Pedro de Arlanza, en Burgos) o está secularizada con peor o mejor fortuna (Veruela, en Zaragoza). Una selecta minoría fue restaurada e incluso aún alberga vida monástica combinada con servicios de hospedaje orientados al turismo (Santo Domingo de Silos, en Burgos).

Con ocasión de estas visitas, no han sido una ni dos, sino innumerables las ocasiones y tous azimuts en las que he asistido a la descripción del guía de turno que, para justificar el actual estado de postración del monumento en cuestión y evocar glorias pasadas, discurre con pequeñas variantes por un itinerario discursivo que comienza en Napoleón y acaba en 1936. Me ha ocurrido en Osera (Orense), El Paular (Madrid) o San Millán de la Cogolla (La Rioja), por escoger solo tres ejemplos. Como si fuera un denominador común, hay un hilo rojo de iconoclastia y anticlericalismo que enlaza tres hitos siniestros y estrechamente emparentados entre sí: la invasión francesa (1808-1814), la desamortización de Mendizábal (1837) y la Segunda República, con lo que parece el epítome natural de todo lo anterior, la guerra civil.

La francesada constituye un lugar común del imaginario negro patrio. A pesar de la ya veterana asociación en las estructuras supranacionales europeas, la relación con los franceses parece obedecer, a niveles telúricos, a lo que aquel orate fascista que fue Ernesto Giménez Caballero denominó la Ley del Manú: “¿Quién es mi enemigo? Mi vecino ¿Quién es mi amigo? El vecino de mi vecino”. Desde 1789, los vientos de Francia se juzgaron nocivos para la supervivencia de la verdadera España. Cuando la guerra de la Convención (1792) corrían por Cataluña pasquines con los siguientes ripios de vocación catequística:

«Pregunta: ¿Qué maestros enseñaron/ tan horrible desafuero?
Respuesta: Voltaire, Calvino y Lutero.
P: ¿Quién ha muerto cardenales,/ obispos y sacerdotes?
R: Los franceses hugonotes.
P: ¿Cómo quedará París / de aqueste infeliz vaivén?
R: Como otra Jerusalén».

La imagen del saqueo en retirada evocada por Benito Pérez Galdós en su episodio nacional El equipaje del Rey José acompañará de manera indeleble a aquel frustrado monarca al que se combatió por extranjero, por gabacho, como si la dinastía borbónica impuesta a raíz de la Guerra de Sucesión un siglo antes hubiera sido menos francesa, más popular y menos extractiva. Pervivirá para siempre su maliciosa imputación de dipsómano, pero quedará en el olvido que suprimió la Inquisición y la tortura procesal, que proyectó dotar al país de una estructura administrativa racional basada en los departamentos organizados en torno a los valles fluviales en lugar de las fronteras obedientes a criterios feudales o que concibió la idea de fundar el primer museo para la conservación y difusión del patrimonio artístico nacional. Murió en Londres, compartiendo el pan amargo del exilio con algunos constituyentes de Cádiz, arrojados allí merced a la proverbial gratitud de aquel monarca tan Deseado por el que habían combatido a ambos Bonaparte.

Para Don Juan Álvarez Mendizábal hay un lugar privilegiado en las preces de toda institución religiosa regular. No hay iglesia, monasterio, convento u oratorio donde no se le invoque con los rasgos del Maligno, ni destrucción de su patrimonio que no se le achaque. Impulsor de las leyes de Desamortización (1836), pretendió desbloquear definitivamente la propiedad vinculada -las “manos muertas”- con el fin de impulsar el desarrollo de una burguesía agraria que sirviera de base al despegue económico del país. Lo teorizaron los ilustrados del siglo XVIII, pero él debió hacerlo constreñido por los gastos derivados de la guerra carlista. Lo que era una precondición para el take off de la economía nacional acabó convertido en un recurso recaudatorio en el marco de una economía de guerra. Sus apuros los conoció de primera mano un pastor evangelista inglés, Georges Borrow, deseoso de aprovechar la ventana de oportunidad para divulgar la Biblia abierta por los decretos de tolerancia religiosa:

 «Desde que estoy en el Gobierno – le confeso Mendizábal- no se harta de importunarme con sus cosas una bandada de ingleses, desparramados hace poco por España, que se llaman a sí mismos cristianos evangélicos. Todavía la semana pasada, un individuo jorobado se abrió paso hasta mi despacho, donde yo trataba asuntos importantes, y me dijo que Cristo estaba para llegar de un momento a otro…, y ahora viene usted y casi me convence, para indisponerme aún más con el clero, como si todavía no me odiase bastante».

Cien años antes que Mao, Mendizábal percibió que el poder estaba en la boca del fusil: «Lo que aquí necesitamos, mi buen señor, no son Biblias, sino cañones y pólvora para acabar con los facciosos y, sobre todo, dinero para pagar a las tropas».

Mientras el recuerdo tenebroso de Mendizábal perdura sin fecha de caducidad, mejor fortuna histórica ha gozado su colega Pascual Madoz, que en 1855 sacó a subasta los bienes de propios y comunales de los pueblos, despojando de su disfrute tradicional al campesinado y empleando gran parte de su fruto en enjugar la asfixiante deuda pública. La memoria tiene esos olvidos selectivos dependiendo del poder e influencia de quien resulte lesionado.  La inquina contra el prócer progresista tuvo tan largo recorrido que, a la caída de Madrid, el 28 de marzo de 1939, las autoridades del Ejército de Ocupación ordenaron derribar su estatua de bronce en la entonces llamada Plaza del Progreso, cuyo nombre fue cambiado por Tirso de Molina. A día de hoy, se desconoce su paradero. Seguramente, el turista se quedará sin saber que Mendizábal descansa en el muy discreto Panteón de Hombres Ilustres de Madrid, junto a otras figuras señeras de la España liberal, en un túmulo colectivo sobre el que se erigió en 1857 una estatua alegórica de la Libertad acorde a los cánones, que no a las dimensiones, de la donada por la IIIª República francesa a los Estados Unidos en 1889.

Sobre los estragos causados por la República y la guerra civil, ese binomio que décadas de propaganda, primero, y  amnesia, después, han convertido en ontológicamente inseparable hay casi tanto escrito por la propaganda franquista como lo que queda por escribir en los diarios digitales de derechas. Llama la atención que se califique de “expolio” la evacuación de piezas luego recuperadas en su integridad en contraste con el tráfico ilícito llevado a cabo por sujetos ligados a la propia iglesia, fenómeno al que se debe la exhibición en lejanas latitudes de arte mueble y hasta de portadas románicas y claustros góticos desmontados piedra a piedra. La imagen de la horda es tan poderosa que poco o nada puede contra ella la evidencia, por ejemplo, de aquellos Milicianos de la Cultura que se empeñaron en salvar los tesoros artísticos del palacio de Liria cuando los amigos de su dueño, el duque de Alba, conspirador con plaza en Londres, se empeñaron en bombardearlo añadiendo al lote proyectiles incendiarios destinados al Museo del Prado.

Todo lo anterior nos alerta de la efectividad de los canales informales del aprendizaje de la Historia. No es desdeñable su importancia dado que constituyen un recurso suave de aprehensión lúdica del pasado frente a la exigencia basada en la superación de estándares consustancial al sistema educativo. En última instancia, como cita el pedagogo Henry Pluckrose,

«el conocimiento histórico de cada individuo es un vertedero de escombros formado por lecciones mal recordadas, lo que papá hizo en la guerra, documentales televisivos a los que les faltan la mitad de las secuencias, novelas históricas sensacionalistas, fragmentos del folclore local, la idea vaga de lo que ese francés parece estar diciendo en el tren, una docena de películas, los que logramos ver durante la visita al castillo de Edimburgo antes de que el pequeño de la familia se sintiera mal, varios chistes sobre Enrique VIII y esa pintura al óleo del rey muerto en el campo de batalla con la cara verde».

La disertación destinada al turismo no tiene una estructura curricular, no está sometida a criterios ni a pruebas de evaluación con carácter propedéutico, es fácil de asimilar y proporciona una recompensa inmediata, tanto intrínseca – cumplimenta la autosatisfecha curiosidad del viajero- como extrínseca -proporciona una sensación de prestigio social en la medida en que el turismo activo se considera de un nivel superior al de masas y, por lo tanto, halaga la condición mesocrática del visitante-. La parte negativa es que muchos de sus ítems beben en las fuentes del pensamiento reaccionario español -milagrería, veneración del poder feudal y monárquico, añoranza de unas estructuras político-sociales secularmente inmóviles, demofobia- plagado de todos los elementos anti ilustrados que cristalizaron como materia prima del imaginario franquista y nacionalcatólico. De esta forma, se refuerza una lectura del pasado que ya viene, de por sí, anémica desde la escuela. Aceptarlo acríticamente supone silenciar todo lo que la tradición ilustrada, el jacobinismo español, el institucionismo liberal, el republicanismo o el patriotismo revolucionario pensaron, debatieron, aportaron y formalizaron en lo tocante a la instrucción pública y a la defensa del patrimonio cultural de la nación. Porque hubo otra España posible y un anónimo paisano que, ya en 1792, al lado de la pregunta “¿Cómo quedará París /de aqueste infeliz vaivén?”, anotó irónicamente: “¿Cómo ha de quedar? ¡Muy bien!”.

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Fernando Hernández Sánchez
Fernando Hernández Sánchez. Doctor en Historia Contemporánea y profesor de Didáctica de las Ciencias Sociales en la Facultad de Educación de la Universidad Autónoma de Madrid. Autor de Guerra o revolución: El Partido Comunista de España en la guerra civil (Crítica,2011); Los años de plomo. La reconstrucción del PCE bajo el primer franquismo (Crítica,2015); El bulldozer negro del general Franco. Una historia de España en el siglo XX para la primera generación del XXI (Pasado&Presente, 2016) y La frontera salvaje. Un frente sombrío del combate contra Franco (Pasado&Presente, 2018). Coautor con Ángel Viñas de El desplome de la República (Crítica,2009). Ha colaborado en las obras colectivas En el combate por la Historia. La República, la guerra civil, el franquismo (Pasado & Presente, 2012) y Los mitos del 18 de julio (Crítica, 2013).

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