El valor pedagógico de los símbolos

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Por Karina Castelao

Hablemos de hacer pedagogía feminista.

Cuando tengáis ocasión, ved Acusados (1988), un drama judicial de Jonathan Kaplan protagonizado por Jodie Foster (ganadora del Oscar) y Kelly MacGillis.

Vedla con vuestros hijos adolescentes que, aunque es no recomendada para menores de 18 años, es más que recomendable para chavales de 15 o 16 años. Vedla con vuestros novios y maridos, con vuestros padres, hermanos o amigos y luego, cuando os digan que lo que ocurre en la película es una exageración, mostradle las noticias sobre el juicio a la manada de Pamplona y como se “acusó” a la víctima dentro y fuera del tribunal de ser una promiscua resentida que solo se quería vengar de unos muchachos que lo único que buscaban era pasárselo bien como en otras ocasiones. O las de la víctima de violación de Dani Alves a la que, aun con signos de violencia, el abogado defensor del futbolista “acusó” de mentirosa por decir que la relación sexual no había sido consentida ya que no mostraba signos de laceración vaginal (y eso que la Ley de Solo sí es sí se supone impide hacer esa preguntas). O las de Gisèle Pelicot, a quienes los abogados defensores de los 50 acusados que la violaron estando inconsciente pretenden “acusar” de ser una mujer libertina que participaba voluntariamente de las perversiones organizadas por su marido porque, en unas instantáneas extraídas de las miles de pruebas gráficas de las agresiones sexuales, aparece con los ojos abiertos.

Y cuando aun después de todo esto os digan que sí, que bueno, pero que es imposible tan grado de violencia y revictimización contra una mujer que ha sido violada y que eso solo pasa en la ficción, decidles que la película está basada en la historia real sobre la violación en grupo de Cheryl Araujo en New Bedford, Massachusetts ocurrida el 6 de marzo de 1983, caso conocido como “Big Dan” por el nombre del local donde se había perpetrado el crimen, y sobre el posterior juicio.

La gente en general no sabe lo que es la pedagogía. Cree que «hacer» pedagogía consiste en predicar una serie de «principios» puerta a puerta como los Testigos de Jehová, o en presentarlos en PowerPoint ante un auditorio. Y supongo que creerán que hacer pedagogía feminista consiste en agarrar de la mano a los hombres y decirles que no violen ni maten mujeres mientras les dan unas palmaditas en la espalda y unas chuches. Nada de eso, hacer pedagogía es enseñar hasta inculcar un contenido que tiene valor en sí mismo de la forma más eficiente posible. Y eso no pasa siempre por unas clases magistrales o por unas campañas buenistas. Porque en numerosas ocasiones, a quien se ha de enseñar no está dispuesto a aprender. 

Hace dos años moría Mahsa Amini en dependencias policiales como consecuencia de las torturas y golpes a los que fue sometida. Había sido detenida por la policía de la moral iraní por llevar mal colocado el velo y dejar al descubierto su cabello.

El asesinato de Amini produjo una reacción de rechazo entre las mujeres iranies que se rebelaron frente a las imposiciones del estado religioso. Hubo manifestaciones, revueltas, protestas que se saldaron con 500 muertas y el anuncio del endurecimiento de las leyes de la moral por parte del gobierno. Aun así, el asesinato de Amini ha sido un revulsivo y ella es un símbolo de la lucha por los derechos de las mujeres en Irán y por consiguiente, en el resto de los países musulmanes.

Aquí en España hace exactamente 31 años Ana Orantes moría quemada viva. Su marido no soportó la vergüenza pública de que ella contara en un programa de televisión las palizas y vejaciones a las que había sido sometida durante décadas. Así que la ató en una silla en el patio de su casa, esa casa que un juez decidió que Ana Orantes tenía que compartir con su maltratador, la roció de gasolina y le prendió fuego.

Este crimen causó tal impacto en la sociedad española que trajo como consecuencia, muchos dimes y diretes después, una ley aprobada casi por unanimidad que si hubiera estado en vigor habría evitado que Ana Orantes hubiera sido ejecutada por su marido de una forma tan salvaje.

Una de las herramientas pedagógicas más poderosas que existen son los símbolos. Los símbolos transforman mentalidades colectivas. Crean conciencia en la opinión pública. Todo el mundo sabe la relevancia de los símbolos a lo largo de la historia. Ana Orantes fue un símbolo de la lucha feminista. Ella sola con su testimonio y valentía, una valentía necesaria en una sociedad en la que la violencia machista era solo doméstica, logró remover conciencias y hacer que la vergüenza cambiara de bando.

Gracias a ello y, sobre todo desde la aprobación de la Ley Integral contra la Violencia de Género en 2004, pasamos de 76 mujeres asesinadas en 2008, el año más dramático en la serie histórica, a 48 en 2021. Es decir, un símbolo cambió la percepción de las personas sobre lo que ocurría dentro de las casas y consiguió la disminución en casi un 40% de esas «cosas de matrimonio» que terminaban siempre con la mujer asesinada a manos del marido.

Desde que existen datos, el número de crímenes por violencia de género ha ido descendiendo año tras año. Y esto ocurría, hasta hace poco porque la sociedad había asumido que lo vergonzante es ser un maltratador. Solo estos tres últimos años esta tendencia se ha revertido, pero eso tiene una explicación.

Con la llegada de Podemos al panorama político aterrizaron en España con fuerza unas ideas novedosas venidas de países anglosajones, basadas en lo que se conoce como teorías queer y que a su vez tenían como inspiración el posmodernismo de los Foucault y Derrida y sus discípulas generistas Rubin, Butler o Preciado (alguna de las cuales jamás se definió como feminista aunque siempre se las hiciera pasar por tales).

Nadie con dos dedos de frente puede creer que detrás de todos estas ideologías hay una verdadera izquierda que busque la justicia social y un movimiento que persiga la igualdad entre hombres y mujeres mediante la equidad. Lo que subyace a las teorías queer y a sus postulados identitarios es el más salvaje ultraliberalismo individualista disfrazado de transgresión. Ni de derechas ni de izquierda, que decía Pablo Iglesias mientras creía que ir vestido con ropa comprada en Alcampo lo acercaba más al obrero que al “posmopijo” universitario.

Las políticas identitarias comenzaron a sustituir a las feministas, la diversidad a la igualdad y lo individual a lo común. Y esto se extendió desde la escuela a los medios pasando, como no, por las redes sociales antes incluso que llegara el tándem PSOE-Podemos al poder.

Una de las primeras comunidades autónomas en aprobar una ley trans identitarista fue la Comunidad Autónoma de Madrid, presidida por Cristina Cifuentes. La ley de Identidad y Expresión de Género e Igualdad Social y no Discriminación de la Comunidad de Madrid se aprobó en marzo de 2016 e incluía la obligación de incorporar en el currículum contenidos sobre identidad de género, la prohibición de las terapias de conversión y una polémica inversión de la carga de la prueba de una forma similar a lo que ocurre con la Ley Trans actual. Curiosamente, la ley se aprobó con los votos a favor de Cs, PSOE y Podemos, y la abstención del PP.

A partir de ahí se produjo una cascada de leyes trans similares en todas las CCAA a excepción de Galicia. Tales leyes se trasladaron a unos protocolos escolares en los que se habló por primera vez de identidad de género en las aulas y por culpa de los cuales se empezaron a colar activistas LGTBIQ+ en sustitución de especialistas en coeducación y educación sexoafectiva.
Desde entonces toda la formación sexoafectiva en los colegios españoles salvo la excepción gallega, dejó de centrarse en la prevención (ETS, «grooming», accesibilidad al porno, violencia sexual, abuso sexual en la infancia…) y la educación en igualdad comenzó a ser desplazada por la educación en diversidad.

Es decir, desde hace casi una década no hay coeducación en España porque alguien en el poder, imitando los modelos ideológicos surgidos en los 90 en EEUU, Canadá o Reino Unido, y cuya finalidad es desarticular cualquier resquicio marxista en el feminismo, decidió que las mujeres ya teníamos todos los derechos garantizados, que no hacía falta seguir educando para que la sociedad nos considerara iguales (hasta privilegiadas en comparación con algunas minorías) y que era más importante y efectivo para acabar con lo que quedara del machismo estructural hacer derechos las particularidades individuales. Eso sí, particularidades que en nada subvierten la estructura social patriarcal que garantiza que los hombres hagan cosas de hombres y las mujeres cosas de mujeres, y gracias a las cuales quien no esté de acuerdo con tal patrón ahora ya no es un depravado ni padece un trastorno mental, sino alguien que está en una categoría equivocada o en una nueva.

Como consecuencia de esto, los niños y adolescentes de entonces, adultos de ahora, desaprendieron lo aprendido y desanduvieron lo andado. Así es como se explica que el uno de cada cuatro hombres jóvenes de entre 15 y 29 años considere que la violencia machista es un invento ideológico, en concreto un 23,1 %, un porcentaje que ha aumentado once puntos respecto a 2019, cuando lo pensaba un 12%. Que la violencia de género entre adolescentes ha crecido un 87,2%, y que haya disminuido la edad de comisión de las agresiones sexuales hasta la infancia (algo lógico por otra parte en países como el nuestro donde la edad de inicio en el porno es de los 8 años y donde nadie ahora se preocupa de que el currículum escolar incluya la prevención de ello). 

Volviendo al asunto que nos ocupa, yo soy de las personas que cree en la pedagogía como valor supremo para cambiar el mundo frente a la rabia y el odio (más que justificado y que comparto en muchas ocasiones) principalmente por una cuestión práctica y realista. Y también soy de las que piensa que hay que aprovechar las oportunidades para hacer pedagogía. Y creo que actualmente el caso Pelicot es una oportunidad, no solo de que la vergüenza cambie de bando, sino de que los medios lo reflejen dejando de dar cabida a los discursos negacionistas y revictimizadores, propios de la cultura de la violación, y de que los poderes del estado cambien de rumbo respecto a la defensa de los derechos humanos de las mujeres (que para nada tienen que ver con las reivindicaciones de algunas minorías discriminadas).

Por eso veo tan importantes pedagógicamente los símbolos, porque se cuelan en el imaginario popular sin que muchas veces nos demos cuenta y van poco a poco transformando mentalidades. Como Ana Orantes a finales del siglo pasado cambió la percepción de la opinión pública respecto a la violencia de género o como el asesinato de Mahsa Amini ha concienciado de su discriminación a miles y miles de mujeres en el mundo musulmán.

Ahora tenemos otra mujer convertida en símbolo, Gisèle Pélicot. Ella sola con su valentía y entereza ha conseguido que la mayoría de la opinión pública se haya puesto de su parte. Nunca se había visto a una víctima de violación salir del tribunal en medio de una ovación, ni a un par de acusados reconocerse como criminales violadores y romper la fratría incriminando sin contemplaciones al resto (a buen seguro como recomendación de sus abogados defensores viendo la repercusión popular y esperando con ello benevolencia en la sentencia, no nos engañemos).
 
Es una oportunidad de retomar la coeducación en las escuelas, de tomarse en serio las políticas institucionales para prevenir la violencia sexual y machista con campañas agresivas que pongan el foco en el victimario y no en la víctima (aunque los amigos de Sánchez se enfaden y enarbolen la bandera del «not all men») y de acabar con una justicia patriarcal revictimizadora de la mujer que es la principal culpable de que en nuestro país haya 14 denuncias diarias por violación pero que solo supongan el 11% de las violaciones reales cometidas (que de eso va la Ley de Solo sí es sí, de aplicar la perspectiva feminista a la justicia, no de rebajar condenas a violadores, pero claro, cuando se empieza la casa por el tejado…). De intervenir y legislar (o aplicar lo legislado) para evitar que tenga que haber más símbolos.

Un último apunte.

Aunque Gisèle Pelicot sea la mujer más valiente del mundo, no son menos dignas las víctimas de agresiones sexuales que no se atreven a denunciar o prefieren (o se ven obligadas) a seguir en el anonimato y no son tan simbólicas. Como ella misma ha declarado refiriéndose a cómo está siendo tratada en el juicio por parte de los abogados defensores de los acusados, “me parece insultante y entiendo que las víctimas de violación no denuncien porque tienen que pasar un examen humillante».

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