El mecanismo del miedo como arma de control.
Entendiendo que el capitalismo es un “sistema total” de dominio que se expresa en distintas “formas” en el conjunto de las esferas de funcionamiento social (socio-económicas, políticas, culturales) resultantes de la lucha de clases, es decir del conflicto entre capital y trabajo, en un momento histórico y en cierto lugar determinado.
El capitalismo asume el modo de disciplinamiento de las masas con la función principal en el horizonte de la reproducción capitalista como totalidad a través de mecanismos tanto represivos como hegemónicos. Con una centralidad de la represión como dispositivo disciplinador de la sociedad capitalista que hace uso de la violencia operando como un contundente mecanismo de control social y político, produciendo temor, apatía, inmovilidad o generando conformismo o aceptación pasiva de un orden de cosas en el tempus de las dictaduras militares, el capitalismo también sabe recurrir durante los interregnos democráticos (dictadura de la burguesía) a implementar dispositivos no violentos intimidatorios de conciencia que tienden a disciplinar, controlar y modelar comportamientos y actitudes sociales de las poblaciones. Uno de esos dispositivos lo tuvimos presente con la pandemia del Covid-19: el miedo como arma de control.
En 1972 Herbert Marcuse en «Contrarrevolución y revuelta» afirmaba que el capitalismo adoptaba diversas formas de defensa frente a los posibles cambios revolucionarios que la lucha de clases pudiera ocasionar:
“…el temor a la revolución, creado por el interés común, establece un vínculo entre las distintas formas de la contrarrevolución. Ésta abarca todas las posibilidades, desde la democracia parlamentaria, a través del estado policíaco, hasta la dictadura abierta.”
El diagnóstico de Marcuse del dispositivo de dominación contrarrevolucionario es coincidente con la actual situación, una atmósfera posmoderna que, como una espesa niebla, recubre de desesperanza y desencanto el fin de las posibilidades de superación del sistema capitalista. Proliferación de los controles, distanciamiento espectacular del poder político, captura del individuo en los circuitos reproductores de los valores y metas del statu quo que filtran (o cierran) cualquier transición posible al socialismo o a la liberación antiimperial en la periferia. Asevera Marcuse: » El ámbito del capital que abarca todas las dimensiones del trabajo y del descanso, domina a la población subyacente por medio de los bienes y servicios que produce y mediante un aparato político, militar y policiaco de una eficacia aterradora”.
En 2001 Pierre Bourdieu en su obra: «Por la Invención de una Nueva Política en Occidente» describe la realidad: «Con la amenaza constante de la ‘regulación del empleo’, toda la vida de los asalariados está ubicada bajo el signo de la inseguridad y de la incertidumbre. se ha instituido un régimen económico que es inseparable de un régimen político, un modo de producción que implica un modo de dominación, fundado sobre la institución de la inseguridad, la dominación por la precariedad: un mercado financiero desregulado favorece un mercado de trabajo desregulado, por lo tanto, un trabajo precario que impone la sumisión de los trabajadores.»
El marco teórico del Capitalismo del desastre.
En 2007, la canadiense Naomí Klein en «La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre» señalaba que a través de impactos en la psicología social (shock) de la población a partir de la producción de crisis y la expansión de guerras, atentados terroristas, golpes de Estado y desastres se puedan llevar a cabo reformas impopulares, explotando el miedo e implementando una “terapia de shock” económica que favorezca los intereses del capital concentrado allí donde para crear economías de libre mercado, inevitablemente requiere normalmente una violenta destrucción del orden económico preexistente. Es la receta represiva perfecta: profundización de reformas que detengan el “terrorismo”, la desestabilización de la democracia, el caos y el desorden de las “mafias” para conseguir la maximización del beneficio global de una pequeña élite mundial, como escribe Tom Clonan en «Making capital out of fear»: «Los neoconservadores ven como ideal la proporción de superricos/pobres permanentemente ligada a una súper clase de oligarcas empresariales y sus compinches políticos que son el 20%». El 80% restante sería la población del mundo, los pobres «desechables», que subsisten en la «miseria planificada», que no pueden pagar una vivienda adecuada, la educación o la asistencia sanitaria privatizada«.
En Chile la “crisis aprovechable” fue el golpe de Estado de Pinochet y la represión impuesta por la dictadura. En Irak el shock colectivo lo provocó la invasión, los bombardeos, dentro de la operación “Shock and awe” (Conmoción y pavor) con el objetivo de “controlar la voluntad del adversario, sus percepciones y su comprensión, y literalmente lograr que quede impotente para cualquier acción o reacción”. En New Orleans tras la conmoción del huracán Katrina en 2005, think tanks y grupos estratégicos inversores se abalanzaron con el propósito de convertir los colegios públicos en “escuelas chárter”; es decir gestionadas por instituciones privadas.
El caso argentino en nuestros días.
El economista Milton Friedman en 1962 había publicado «Capitalismo y libertad», considerada desde entonces como la biblia de las ideas del “laissez- faire”: privatización de las empresas públicas, desregulación de la economía y recorte de los gastos sociales.
Milton consideraba que “sólo una crisis —real o percibida— da lugar a un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente. Creo que esa ha de ser nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelve políticamente inevitable”.
En un artículo premonitorio publicado en 1984 bajo el título «Tyranny of Status Quo», afirmaba que debía actuarse con rapidez para imponer los cambios rápida e irreversiblemente, antes de que la sociedad afectada volviera a instalarse en la “tiranía del statu quo”. Estimaba que “una nueva administración disfruta de seis a nueve meses para poner en marcha cambios legislativos importantes; si no aprovecha la oportunidad de actuar durante ese período concreto, no volverá a disfrutar de ocasión igual”.