Los vencejos colgando

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Perpetraba hace no mucho Fernando Aramburu un libro (“Los vencejos”) dedicado a llorar por lo pobrecitos hombres que ven su vida descarrilar cuando el espejo les refleja como son y no como quieren ser. 

Porque las mujeres no solo hemos tenido que ser sus madres, amantes, paños de lágrimas, niñeras de sus hijos, criadas, terapeutas, sacos de boxeo, no. Ni las curvas que más les importaban eran las de nuestras caderas o pechos. Nuestra principal función ha sido ser sus espejos de aumento, devolverles una imagen de sí mismos lo más grande posible, esa curvatura del espejo era la esencial. 

Los hombres nacen siendo los reyes del mundo, se saben la medida de todas las cosas y que todo, incluidas nosotras (especialmente nosotras) está hecho para reflejar su grandeza. Todos creen que sin ellos se acabaría el mundo, que tras ese oficinista barrigón que no sabe ni manejar su propia lavadora hay un fiero vikingo capaz de conquistar mundos, construir naves espaciales y operar a corazón abierto si la vida le pusiera en esa tesitura. 

Y ese juego de ilusionismo que me río yo de Houdini no es posible sin un espejo que, como el de la reina de Blancanieves, les recuerde todos los días que son los amos de la creación, los más machos entre los machos, los reyes de la selva. Ese espejo de aumento milagroso somos las mujeres, las que siempre les recordábamos desde la sumisión lo importantes que eran y cómo no había mundo posible sin ellos. 

Pero hace 300 años que el feminismo empezó a reducir la curvatura de los espejos y los transformó en planos y simples reflejos fieles de la realidad. Y Manolo dejó de ser un Alejandro Magno que volvía a casa por las noches a disfrutar del descanso del guerrero, para convertirse en un señor calvo y fondón que no es capaz ni de comprarse sus propios calzoncillos. 

El limbo no era ese lugar indefinido donde acababan los bebés que morían sin bautizar, no, es una tierra inhóspita donde moran los hombres que, creyéndose imprescindibles para la humanidad, han descubierto que no son siquiera adultos funcionales. Y en ese limbo ya no hay mujeres dispuestas a cargar con ellos.

Por eso vagan por las calles, por los bares, por las redes sociales y los medios de comunicación, con sus vencejos colgando, gritando a quien quiera oírles que el mundo se acaba y que las mujeres afrontamos un “terrible” destino de soledad y gatos y vino. Por eso han afrontado siempre la pareja como un enorme sacrificio por su parte, como un favor que nos hacen a las mujeres, mientras las estadísticas son demoledoras: las mujeres casadas viven menos años que las solteras y los hombres casados viven más años que los solteros. 

Pero las mujeres ya no oímos sus cantos de sirenos, ya aprendimos que no les debemos admiración, sexo, hijos, esclavitud, y que estamos mejor solas que mal acompañadas. 

Las mujeres ya aprendimos que somos personas, ahora falta que los hombres aprendan a serlo. 

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