Jesús Carretero Ajo
I
De entre las horas, que mansas
discurrían hacia la tarde moribunda,
solo la postrera dejó huella
en el aire ensangrentado.
Cayó, vacía de luna, la noche triste
cubierta por terribles nubarrones
que anunciaban, como en una tragedia griega,
la explosión de todos los llantos.
II
A veces, el aire se vuelve viejo
cubriendo de telarañas los ojos, los paisajes,
y el polvo de la decadencia
pinta de negro los presagios.
Todo pesa como losa de cementerio
y de cada árbol cuelga una soga
con los nombres clandestinos de la noche.
Sucede que el rancio aliento
de la cruz dirige la mano ejecutora
del cetro y los cuerpos, atrapados en la soga,
penden como títeres sin sangre,
vacíos de insumisiones.
Y la historia, a veces, resulta ser
un gran escarabajo con la espalda
pegada al suelo, en lucha desaforada
contra un enemigo invisible que quiere su derrota.
III
De un papel depende que tenga un nombre;
sin él carezco de existencia, de futuro.
Recuerdo que lo dejé grabado en los árboles centenarios
que flanqueaban la senda hacia la aldea,
pero lenguas de fuego caídas del cielo
arrasaron con todo y mi nombre desapareció
entre los escombros inocentes de ojos que ya nada miraban
y de heridas implacables y de vagidos ahogados
por la madera quemada. Y cada día
podía ser el último en la tierra donde no había
pájaros para escapar de la muerte.
IV
Vivo en una tierra tapizada de cementerios
sin nombre, habitada por gentes
cuyas vidas giran en torno a unos muertos
que de tanto esperar una respuesta que nunca llega,
de sus huesos cuelgan preguntas incómodas
que solo molestan a los traficantes de llaves.
Cada lágrima está habitada por niños
que parece que duermen y por vidas sin importancia
que no llegaron a ninguna orilla,
o por ciudades sin pájaros que muy pronto
se quedarán sin gente y sin ciudad.
En las afueras, los campos están cubiertos de tallos
espinosos sin sus rosas y un llanto inabarcable
despoja de silencios la garganta del viento,
que con náuseas escupe sobre la tierra
la identidad de los culpables, los mismos que a diario
asisten al matadero para recoger sus ganancias.
V
Cuentan que la muerte arranca los ojos a los muertos
para no sentirse culpable ante sus miradas postreras.
Mas la incorruptible memoria del horror
guarda siempre imagen mostrando el rostro del verdugo.
He vagado por el vacío desierto
de la rabia ciega de los vencedores
mientras celebraban fiestas de la matanza.
De su iracunda pezuña he sufrido
el dolor frío lacerando la huesuda piel de una tierra de difuntos,
mientras firmaban una paz caprichosa
y vendían porvenires de humo a las puertas de un mercado.