Poema: Es otoño en Gaza

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Jesús Carretero Ajo

I

Aún no ha quedado visto para sentencia

el tiempo del estruendo de metal quebrando

para siempre el paisaje tranquilo de mi tierra.

Lo sé, porque una garra feroz, de escombro,

hizo tambalear la niñez de mis abuelos,

hoy rostros ahítos de dolor,

que han derramado hasta la última lágrima

por la esperanza triturada

y la sucia luz del día y el nombre herido

y la mirada golpeada.

Y lo sé ahora, porque el corazón

se me agota en cada latido siguiendo

el curso púrpura de las calzadas,

mientras rebotan disparos por las paredes del aire.

Es otoño en Gaza, una ciudad

donde con paso incierto

y no segura voluntad de vivir,

se acerca el día y con luz macilenta

celebra su ceremonia de la desolación,

creando un mundo de acontecimientos funerarios

y aguas desencadenadas por lamentos y sollozos

que vaticinan de manera aterradora

la invalidez del día de mañana.

II

Vivo entre escombros y quiero huir,

pero el mar y la tierra están vigilados

por manadas de gólems genocidas

que devoran el cielo,

roen el corazón y crecen y se fortalecen

con la sangre inocente,

despojando de calor las casas

y desnudando los paisajes de toda vida.

Se creen, por derechos adquiridos,

los portadores de la medalla victimista

del holocausto que justifica su inclinación

a emular de forma obsesiva a sus verdugos,

perpetuando así, en los anales de la sinrazón,

la ominosa progenie de los asesinos.

Es otoño en Gaza, donde el aire se abate

como un pájaro muerto

y cada día puede ser el último

porque, como un cuchillo disuasorio en la garganta,

amenazado estoy por ululantes vientos de balas

y lluvias pertinaces de bombas.

A la hora del recreo,

un misil derribaba una escuela

y el patio con sus niños rotos

parecía un jardín de flores rojas,

sembrando por enésima vez de llanto y odio

el corazón de una ciudad desolada
que no sabe lo que es un sueño

y sí, en cambio, la risa congelada de la muerte.

III

Cuando la noche hostil me ataca

con sus gélidos cuchillos,

destapa toda mi miseria y sombra herida soy

buscando un calor amigo

 que mitigue el dolor profundo de su ausencia:

¡Cuánta sed engendra, una sed inagotable

desde que ya no puedo beber de sus labios,

después de la metódica destrucción del amor!

Ella, que nunca se había postrado

ante ningún dios, se inmoló

donde los coleccionistas de masacres

se creían inexpugnables.

“Sin una patria no hay futuro

para nuestros hijos” decía en una nota

que me dejó como única herencia,

porque la casa, donde nuestros corazones

tenían su sitio y todo estaba juntado y disponible

y donde de pronto un día descubrimos

el mundo que tenía que haber sido,

sucumbió a la venganza y al odio.

Ya no estaba ella, estaban sus despojos,

y las piezas de mi vida anterior
se esparcieron como animales deshechos.
Solo quedaron la turbia espera del silencio

expandiéndose como un jardín de rosas carnívoras

y el poderoso vacío naciendo a la vida.

He olvidado como si fueran papeles quemados

dispersándose por los recovecos del aire

la fuerza alada de sus manos y el rincón de los besos,

sus cabellos como brazos amorosos

y su rostro bello en que los ojos eran brisa cálida

recorriendo mi cuerpo.

Extiendo al aire de donde todas las tristezas vienen

las sábanas desteñidas de ausencia

y, aun así, ¿quién podría decir que murió en vano?

Es otoño en Gaza, triste urbe sin pájaros

e hija de una historia donde la sangre

no siembra más que sangre,

y con los puños crispados hacia el cielo

rezo, a pesar de la náusea que me produce,

 para que cuando amanezca no se desplome

un silencio de holocausto sobre ella,

una ciudad que es mi tierra y mi patria inexistente,

desposeída de todo salvo de la poderosa dignidad

de mirar directamente a los ojos

de un mundo despiadado que le ha dado la espalda

mientras alienta la solución final de los gólems.

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