Claustro

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CAPÍTULO 15

   Mientras cabalgaba con su séquito equino, Ovidio García pensaba que, en su actual situación, podría cumplir cualquier deseo por extraño, sofisticado o cruel que este fuese. Pensaba, por ejemplo, en hacer desaparecer ese mundo de donde venía con sus tragedias cotidianas y sus miserias, con sus héroes y sus villanos, con sus descubrimientos brillantes y sus olvidos menesterosos. ¿Qué es un ser que puede cumplir todos sus deseos? ¿Es, acaso, un ser humano? Ovidio sabía que eso era imposible. Ningún ser humano ha estado satisfecho nunca. Es esa insatisfacción lo que nos mueve a cambiar las cosas, a dar un paso y luego otro hacia el paraíso o hacia la muerte. De ahí provenía tanta energía, de esos contrarios que se repelen inmisericordemente. El final inesperado y el infinito creándose de la nada. ¿Cómo podía ser? Y a la vez, ¿Cómo podía ser él mismo en aquella situación?

   Según se alejaban de Fort Apache el desierto se iba haciendo cada vez más peligroso. Uno de sus lugartenientes se puso a su altura y le dijo que debían buscar cobijo, se les iba a echar encima la noche y, en esos lares, podía ser peligroso.

   Vivaquearon bajo un promontorio rocoso y allí levantaron campamento, mandaron fortificar el lugar con lo que tuvieran a mano y se echaron a suertes las rondas y las guardias. Unos trescientos seres caballunos montados en otros tantos caballos humanizados se dispusieron a pasar aquella noche.

   Mientras admiraba aquella noche rojiza con sus millones de estrellas y su luna que no era luna campando en medio del cielo se acordó de una cita de Dostoievski: “Los hombres quieren volar, pero temen el vacío. No pueden vivir sin certezas. Por eso cambian el vuelo por jaulas. Las jaulas son el lugar donde viven las certezas.” ¿Estaba él, tan todopoderoso, volando en una jaula? ¿Tenía en verdad certezas sobre lo que suponía aquello que él mismo se había dicho que tenía que hacer? ¿Ese yo diez años mayor había cometido muchos errores, acaso no le correspondía a él volver a cometerlos? ¿Tendría que vagar durante diez años por aquel extraño mundo? Pensando estas y otras cosas, Ovidio García, se quedó dormido y soñó que daba clase a sus alumnos. ¿Cabe mayor certeza y mayor jaula que esa?

   Despertó rejuvenecido, recogió el campamento y reunió a su séquito equino. Debían recorrer el desierto e ir a la Isla de Avalón donde las nueve musas tenían su guarida. La idea era retarlas a un duelo a vida y lograr así que toda la cultura asesinada y devorada por Gronfgold volviera a la vida. Pero el problema era que nadie había oído hablar jamás de esa isla y nadie sabía dónde se encontraba.

   Ovidio creyó que no había problema ya que con solo pensarlo podía presentarse en ese lugar, así que cerró los ojos y pensó en la Isla de Avalón.

   Y dicho y hecho. En un momento todo su séquito y su lozana figura se presentaron ante las puertas de un gran edificio rodeado por manzanos. 

   — ¡Ah del castillo! —dijo desaforadamente Ovidio, quien tenía experiencia en decir esas palabras mágicas—.

   Nadie respondió a su reclamo así que los trescientos caballos humanizados y sus trescientos jinetes caballizados comenzaron a relinchar. En ese momento alguien pareció despertarse y una de las persianas de las muchas ventanas del edificio se recogió con tal fuerza que todos dieron un paso atrás esperando una fuerte regañina. Pero no sucedió.

   — ¡Arturo! ¿Eres tú? —sonó una voz dulce y risueña—. Te dije que no vinieras a caballo que se asustan las manzanas y luego la sidra me sabe a cerveza… —en ese momento pareció darse cuenta de que no estaba hablando precisamente al tal Arturo—.

   — ¡Ruego disculpe mis modales! —dijo con voz calmada Ovidio—.

   La dama, vestida como se vestían en la Edad Media, con un gorro para dormir y un camisón amplio de seda de una blancura que ya quisieran los hombres del detergente Colón, se quedó paralizada y dejó caer la persiana con un leve movimiento de su muñeca. En ese instante los manzanos se despertaron de su sueño de manzanas y se dispusieron delante del edificio como defensas ante la delantera de un equipo de fútbol. 

   — ¡Abrid las piernas y rendíos! —habló uno de las más altos manzanos—.

   Como nadie dijera nada, porque la sorpresa teme a las palabras, una primera hondonada de manzanas fue a estrellarse contra la primera línea de la caballería de Ovidio. Sobre los rostros equinos las manzanas estallaron como obuses y cientos de pequeños gusanos salieron de dentro devorando a los primeros caballos junto a sus jinetes. 

   Ovidio debió recular y alejarse del alcance de las manzanas y sacó un pañuelo blanco para expresar que venía en son de paz. 

   — ¡Soy Ovidio García y vengo en son de paz!

   La mujer volvió a abrir la persiana y esta vez habló directamente con Ovidio. Le dijo que ella se llamaba Morgana y que estaba en la Isla de Avalón. Ovidio le dijo que eso es lo que él quería, llegar a esa isla. Pero Morgana no se lo creyó ya que la isla en cuestión no salía en Google Maps, ni en la Guía Michelin, que esa no era la Isla de las Tentaciones, que haber qué se había creído. 

   — Vamos a ver. Usted es Morgana, pero yo estoy buscando a Calíope, Clío, Erató, Euterpe, Melpómene, Polimnia, Talía, Terpsícore y Urania. Mejor conocidas como las nueve musas. ¿Las ha visto usted por aquí?

   — ¡Ah! ¡Ahora lo entiendo todo! Usted está buscando a las antiguas inquilinas. Pues verá, la especulación y la carestía del suelo, y mucho más en una isla, han producido que hayan tenido que vender sus posesiones y además como se trata de una isla muy turística que ha sufrido como nadie la gentrificación pues usted entenderá…

   Ovidio se echó las manos a la cabeza, hasta ahí habían llegado los problemas de su mundo. Las isla de los bienaventurados había cambiado de dueño. 

   —¿Y no sabrá por casualidad dónde se alojan ahora esas nueve señoras?

   Morgana le echó un libro por la ventana y el pobre ejemplar cayó rendido a los pies de Ovidio. Se agachó y recogió el libro. Leyó su título, “Los nueve libros de la Historia. Heródoto”. 

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