CAPÍTULO 43
Ovidio se quedó pensativo. Estaba totalmente solo. Comenzó a pensar. Se quedó apoyado encima de una prominente roca y puso su codo izquierdo sobre su rodilla mientras el puño correspondiente hacía descansar su frente. Parecía una balanza de lo bueno y lo malo, el Yin y el Yan, Abel y Caín, Ahura Mazda y Arimán, Dios y el Diablo, los siete pecados capitales y las siete virtudes, la luz y la oscuridad, la acción y la pasividad, la cooperación y la competitividad, lo divino y lo humano. Sintió un peso grande dentro de su cabeza. El mundo entero resonaba en él. Podía sentirse roca en medio del océano. Estaba como batido por las olas pero no se sentía precisamente hundido. Podía notar como mil ideas bullían en su mente. Sintió una fiebre de colores, un escalofrío primigenio. Se sentía la primera bacteria del mundo sobre la sopa de posibilidades disueltas tan profundamente como en un abismo de sinergias. No sabía si dirigirse hacia un lugar concreto o hacia el contrario, si sentirse eufórico o deprimido, si empezar a saltar efusivamente o mantenerse estático hasta ser cubierto por el polvo de los milenios. Sintió que era, efectivamente, una montaña y que de él nacían miles de árboles, que a su vez iban creciendo y cayéndose, volviendo a crecer para ser cortados por los seres diminutos del lugar. Notó que era empujado dentro de su piel. Herido por mil zarpas que deseaban entrar o salir, no lo podía saber. Pero cerró los ojos y se miró tan profundamente como nunca en su existencia pasada o futura. Se supo un ser primordial del que dependían todas las criaturas del universo. Y sintió calor y después frío. Y su cabeza estaba a punto de estallarle. Así que dio un salto y se introdujo en lo que quedaba del monasterio de Montecassino. Buscó durante un rato y al final lo encontró. Un hacha reluciente, de filo plateado. Estiró la mano izquierda y la cogió. Un hacha de aizkolari de dos kilos de peso donde se podía leer Jauregi en un lado y Urnieta en el otro. ¿Qué hacía ahí un hacha vasca? Ovidio se rió y no pudo evitar sentir que fuera de él las cosas también se movían a su ritmo. Cosas del destino, se dijo a sí mismo. Salió de allí con el hacha en la mano y se dirigió a la explanada donde se habían desarrollado casi todos los acontecimientos.
El dolor era profundo, parecía que las nubes se habían arremolinado dentro de su cráneo para tronar y tronar una y otra vez. Sus ojos estaban comenzando a enturbiarse. Había una lucha dentro de él. ¿Serían todas las criaturas que se había tragado y que pugnaban por salir? En cierto modo sabía que así era pero también que dentro de su ser todo lo que entraba se había transformado en otra cosa. Olvidó el plan de sacar a las nueve musas pero se le ocurrió algo mucho mejor.
Todo se estaba apagando. Sentía que el dolor de su cabeza era como un volcán a punto de estallar. Debía hacerlo pero no se atrevía. Las punzadas eran tan fuertes que le dejaban casi sin fuerzas. Se concentró y agarró el hacha con sus dos manos. Se puso delante de su cara el filo. Observó lo afilado que estaba, esperando para introducirse en su cráneo y dividirse. Porque al final era eso, dividirse. Comprendió una de esas lecciones que ya no se le olvidarían: todos somos varios.
Levantó el hacha con el filo hacia él. Se dijo uno, y el silencio se apoderó del entorno. Los pájaros se callaron y contuvieron el aliento. El viento dejó de sacudir las ramas de los árboles, la tierra misma dejó de girar un momento. Dos, se acercó el hacha a su cabeza y dio varios golpecitos. Sin quererlo ya empezó a sangrar pero esa sensación le aclaró la mente y supo lo que iba a hacer. Tres, un momento más y utilizaría todas sus fuerzas para abrirse la cabeza. Todos los dispositivos del mundo se pararon en ese instante. Dejaron de funcionar ya para siempre. La gente salió de sus hogares, dejó sus prisiones virtuales. Se quedaron mirándose a los ojos y reconociéndose. Se palparon el cuerpo y se afirmaron en su amor y en su propio respeto. Se quedaron pensativas y comenzaron a crear otra vez lo que estaba destruido. Por doquier, en todo el planeta se comenzó a dibujar, a construir, a escribir, a besar, a bailar, a sentir las cosas que nos rodeaban. Se hicieron fiestas, se lanzaron cohetes, se estalló en un júbilo universal en el preciso instante en el que Ovidio estiró sus brazos y con todas sus fuerzas se abrió la cabeza para que ese dolor insoportable cesara.
El último esfuerzo fue cuando Ovidio se sacó el hacha casi de dentro de su mismo cuello. Tan fuerte se había golpeado que su cabeza quedó desgajada, abierta en canal. Batiente como una puerta. No se derramó, en contra de toda lógica, ni una sola gota de sangre. Ovidio tiró al suelo el hacha y sintió un alivio inmediato.
En medio de aquella fiesta una mujer enorme salió de la cabeza de Ovidio y emitió un grito, un alarido, un chillido, un berrido, un bramido, un rugido que era casi un relincho y fue tan terrible que eclipsó la algarabía del planeta. La gente se estremeció un segundo pero después siguió con sus celebraciones. Mientras, la dama misteriosa salía al mundo con traje de combate y una gran ametralladora entre sus brazos. Pronto empezó a disparar contra todo pero en lugar de disparar balas disparó todas y cada una de las obras del intelecto humano consumidas por Gronfgold. Toda la literatura universal desparramada por el aire volviendo a llenar los estantes que nunca debió abandonar, algunas veces lo que salía de esa ametralladora no eran libros sino esculturas, dibujos y cuadros, carboncillos y acuarelas, y piedras, miles de piedras que correspondían con las creaciones arquitectónicas que habían sido tragadas por el maldito caballo. Su furor era tal que se enrojecía cada vez más y disparaba con mayor efusión a cada segundo. Después de varias horas, una vez que hubo llenado todos los estantes, los anaqueles, los museos y los lugares destruidos con la voluntad humana de crear belleza, dejó a un lado su ametralladora y se puso a curar a Ovidio quien reposaba aliviado tumbado en el suelo. En el mismo momento en el que la dama misteriosa posaba su mano sobre la cabeza de Ovidio, esta se presentó.
—¡Ovidio, Ovidio, ¿Te encuentras bien? —dijo con voz angelical la mujer.
—Sí, estoy cansado. —contestó Ovidio.