Poema: A la espera de la oscuridad

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Jesús Carretero Ajo

I
Hace tiempo que las ramas de los árboles
no imitan de la lluvia su sonido alegre
y los pájaros hace tiempo que se dieron a la fuga.
Fue cuando las fieras mostraron sus garras
a las raíces de los árboles
que, temblorosas, sintieron su odio.
Sucedió también que las placitas
con sus balcones floridos se cargaron de derrotas,
convirtiéndose en meros decorados para turistas,
cuando piratas infernales las tomaron por asalto.

II
El aire, desde que las ciudades visten
turbios cielos de estiércol
y los días nunca llegan a despertar del todo,
ya no se acuerda de su feliz transparencia.
La obscuridad aprovecha la ocasión
en que las horas, insolentes y perezosas,
se hacen eternas para arrebatar espacios,
dimensiones y centros de gravedad,
llevándose consigo el mundo.
Ya nadie le escribe versos a la Luna
-hoy tampoco se ha presentado-
ni contempla el amanecer rompiendo la noche
con su luminoso estallido.
En los dolientes corazones
solo anida la gélida oscuridad de un invierno cruel,
habitado por alimañas que, tenaces,
devoran todos los caminos de salida hacia la luz,
pues ya no quedan sitios
donde pasar el resto de lo queda de vida.

III
¿Qué fue de la tempestuosa lluvia,
que descendía cantando
para que el asfalto fuera un espejo
o un mar nocturno en el que se reflejaran la luna
y las mujeres preservando los paisajes?
Aquí todo está seco, descarnado y sin sombra.
Huyeron las casas,
también las hojas de los árboles.
Solo permanecen un agua engañosa,
un peligroso velo quemador
y granos de arena tan blancos
como los ojos de un ciego.
Aquí todo está quieto y huele a carencia.
El alba nace y muda en noche invisible.
No existe el invierno,
pero la vida es dura donde el abandono
ya no puede volver a repoblarse
y el corazón, perturbado por su propio desnudo,
es como un hogar vacío.
Aquí, entre el dolor y la mentira,
donde el frío sueña con la inmortalidad
y el mar es una ilusión del aire,
la noche ardiente trae consigo
un insomnio que extiende
su fina e irritante arena en todas las direcciones.

IV
Como si fuera un pesado bloque
de algas moribundas hundiéndose
en un pozo de dolor
no va y viene ligero el mar,
solo levemente palpita
y no le quedan palabras.
¿Cuándo dejó de improvisar
su alegre música de olas?
Embriagado de crespones negros,
siente la sequedad del desierto
y encerrado en un cuarto
desencadena su cólera de gota prisionera
que quiere golpear sobre el pecho del mundo.
Ya no se alejan las aves de la costa,
saben de las garras del mar derrotado
y lloran la pérdida de su piel azul.
Qué engañosa es la postal
de la luna llena acariciando su agua amarga
o del niño queriendo abarcarlo entero:
Caribdis, sediento de sangre, anda cerca.
Ladrón que roba cuerpos,
su calma es la antesala del áspid,
su silencio, el abrazo mortal de la araña.

V
¿Qué fue del río luminoso que amaba los paisajes
y de la tierra fresca y olorosa,
siempre verde, sustentando pies que no dañan?
Duele este mundo en ruinas,
sometido a la incuria de unos pocos,
donde el color verde
se ha convertido en un lujo,
los árboles han dejado de cantar
y envejecer es un suplicio;
duele y la sangre
como saeta envenenada
se escapa de las venas
para lanzarse contra los rostros
de los culpables, pero de tan débil
ni siquiera llega a salpicarles un ápice.

VI
Porque imagino el futuro
no como un brazo largo, sino más bien
como un niño que envejece de pronto,
mi ánimo, tambaleándose
como un borracho
y cayendo de un cielo oscuro,
ha terminado por perderse
en las cloacas de una enfermedad
que mata por matar y mata y mata.

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