Relato: Eso que llaman sol

0

Braulio Moreno Muñiz

                                                                 … acaso multiplicar panes y peces.
Silvio Rodríguez. “El necio”.

Nada más cerrar la puerta del atrio, presiento que el día de hoy no va a ser como los demás. Seguro que esta vez venceremos. Seguro que nos vamos a hacer oír en todas partes; ya está bien de sometimientos, de asegurarse el “pan” cerrando la boca y los puños; ya está bien de que nos presionen con la idea – beneficiosa para ellos – de que el trabajo es una actividad para crear riqueza – también para ellos. Sobre todo, hemos de aprender a diferenciar qué es lo verdaderamente necesario, pero necesario para nosotros los trabajadores, que a esta altura del siglo seguimos confundiendo lo que es, con lo que debería de ser. Nos hablan de riqueza y pensamos que ésta es para nosotros – lo que debería de ser – y sin embargo es para ellos – lo que es -, pero esta enorme confusión está llegando a su fin, puesto que hemos adquirido la suficiente mentalidad y autoestima como para comprender que, si producimos nosotros, lo que resulte de nuestra actividad ha de ser para nosotros.

Todavía es noche cerrada, el viento sopla frío. Eso que llaman sol no ha salido todavía, porque eso que llaman sol, aún no se ha enterado de que ha de estar presente para ver realizado el sueño de una gran huelga general a nivel mundial. Esto ya me lo esperaba, sobre todo desde el día en que decidimos todos los trabajadores del mundo constituir una central sindical única para los proletarios del planeta. Luego vino lo más difícil: echar de la dirección a esos burgueses que no hacían más que negociar no sé qué condiciones, bajo unas pautas que nadie entendía – inflación, precios, recortes de salarios, “condiciones más flexibles”, y ese largo etcétera de cosas… – pero que en el fondo a todos nos sonaban a que el cuento era el de siempre, el de nunca acabar. Mas, bien pronto, nos hartamos de la temática del consumo y del ser esclavos para tener más, que a fin de cuentas se convierte en menos. Hoy sí que vamos a tener más, pero más tiempo. Hoy podremos pensar.

Estoy dispuesto a desentenderme de todo lo que da miedo, de todo aquello que quiere decirme que hay que hacer las cosas con precaución. ¿Acaso no es la precaución una forma de freno, de conservadurismo? Así que el día que sigue a esta noche-madrugada, será el último que viva con precaución. Lo que quiere decir que todo, a partir de este hoy aún oscuro, va a cambiar por fuerza, por nuestra fuerza. Esta noche será la última en que el cielo  en vez de estar negro  – como pasaba antaño –  y estrellado, esté del rojo que siempre nos ha hecho exclamar que “hay fuego en la India”, con un rojo amarillento-sangrante, o sangre dorada, que nos recuerda que las riquezas también han tenido que salir de la sangre obrera, porque hemos sido los obreros los que hemos realizado los deseos de todos los ricos que hoy viven su vida como si fuera un sueño, pero que a partir de mañana la vivirán como si fuera una pesadilla.   

Estoy a medio camino entre mi casa y la estación, no se ve a nadie por las calles, sólo algunos automóviles dejados en medio de la carretera, algunos incluso abandonados con las llaves puestas en el contacto, pero con los motores apagados, eso sí, para no consumir un combustible que tal vez, en otro momento, haya que emplear para necesidades más importantes.

De lo que no acabo de convencerme es de que con un solo día de huelga se pueda cambiar el estado de cosas, en este dichoso mundo dominado por el afán de lucro de una minoría, que nos somete con la promesa de que si nos portamos “bien” dejarán caer unas migajas de sus enormes beneficios, y así conseguiremos que tengamos para vivir “bien”.

Promesas, promesas, promesas…. “Pleno empleo”, decían, que nadie muera de hambre en el mundo por falta de productos que consumir, que todos comamos. Pero las personas siguen muriendo, el hambre se ha extendido por eso que han dado en llamar “el tercer mundo”, como si en este dichoso planeta hubiera más mundo que el que vivimos día a día. Nos vienen con el cuento de que el hambre es por culpa de no haber suficientes medios en La Tierra como para que todos comamos. Pero hemos dado con la causa: el problema no es que no haya, sino que está mal repartido. El problema es el reparto, es la división. El problema es aritmético, pues a ellos lo que les gusta es sumar, cuando lo que hay que hacer es dividir – nunca hubiera pensado que en una operación aritmética se encerrara tanta solidaridad: dividir… –   sobre todo entre aquellos que la naturaleza no ha puesto a su disposición los bienes tan fáciles de adquirir, como entre aquellos otros que sólo tienen que coger la fruta del árbol para comer. El caso es que ya nos saturamos de oír todos los cuentos con los que esa gente de traje y corbata nos adormecían cada noche, haciendo que nos sintiéramos felices de al menos comer nosotros y nuestras familias, hemos dejado de creérnoslos y ahora queremos que los dulces cuentos de la quimera los contemos nosotros, los que creamos, los que creemos en un mundo mucho más justo que este que quieren hacernos creer que es el mejor de los que hay.

Claro que esto hemos de ganárnoslo nosotros, los trabajadores, los proletarios de hace ya cientos de años. La lucha es lo que nos queda, en esa lucha hemos de dejar todos lo mejor de nosotros mismos. Pero sigo pensando que con un solo día de huelga esto no va a cambiar; tal vez algo se consiga, pero no creo que los que mandan se rindan por veinticuatro horas de huelga, aunque sean a nivel del mundo.

El tiempo se hace conocedor de nuestro espacio, la materia que piso, está encerrada en un ciclo que hará que a la vuelta de muchos, muchos años, ésta se haya superado a sí misma y sea de una forma distinta de la que ahora es. Todo está en constante movimiento, nada es perpetuo, todo fluye. Aunque, la verdad, empecé a creer que la sociedad no estaba sometida a esa ley del perpetuo cambio. Hoy se va a justificar esa realidad, haciéndose ver que los hombres, al igual que todo lo demás que habita el universo, hemos de ir haciendo cambiar nuestra organización social para que todo mejore, como mejoran, adaptándose, las formas de vida que habitamos todo lo habitable.

Hace tiempo ya, que cada mañana, cuando aparece eso que llaman sol, nos damos cuenta de que todo lo que vivimos, no es más que un sucedáneo de esa vida natural que, poco a poco, nos han ido robando, como si fuera eso que también nos roban, que no es ni más ni menos, que el trabajo que a diario hacemos con esfuerzo y sacrificio. Pero lo del sol fue el colmo: Que llegara el día en que a pesar de la neblina que lo cubría nos dijeran que “hacía un día soleado”, era como hacernos ver esa felicidad realizada, que nunca llegaba hasta nosotros. Poco a poco, sin saber cómo ni porqué, el sol se fue difuminando, de amarillo pasó a blanco, y es que una nube de polvo-humo-polución, se fue interponiendo entre el astro y nosotros, que ajenos a todo lo que estaba pasando, nos lo tomábamos como un mal menor, como algo de lo que había que responsabilizar a la modernidad, a la civilización, al avance de la “humanidad”. Hasta que llegó el día en que nuestros hijos dejaron de ver los colores como en realidad eran, y nosotros no supimos cómo explicarles de qué color era el mar antes de esa desgracia ajena que nos estaba ocurriendo a todos; ni supimos decirles cuál era el color real de las hojas de los árboles en primavera, ni en otoño, ni de qué color era esa flor que, ilusionados, habían encontrado en el parque. Porque es verdad que aún quedan flores, pero éstas han evolucionado -prefiero decir: involucionado. –  hacia una forma de existencia que las perpetúa en el eterno distanciamiento de la realidad cromática. Todo va perdiendo color, todo se uniformiza, aunque parezca mentira – en la diversidad de la vida de libertad que parecemos vivir – sometiéndose todo a un aniquilamiento de lo polícromo, que nos hace ver la vida desde la tristeza con que se mira el “Guernica” de Picasso. Esta fue la gota que colmó el vaso, por esta causa, además de las antedichas, fue por lo que decidimos unirnos todos los obreros del mundo para protestar por la salvajada de perder el sol, y con él, perder los colores, perder la alegría que entraña el verlo todo de variado colorido.

Pero ahora aparece eso que nos vienen ellos, de hace tiempo, diciendo que es el sol. Hay un rojo blanquecino que se viene distinguiendo allá, sobre la línea del horizonte, que nos avisa, con voz en sordina, que el día, que ayer parecía que se extinguía, vuelve a nacer, sin color, pero nuevo y viejo a la vez; siendo nuevo por el hecho de que aparece sobre los edificios, sobre los pocos árboles que quedan, pero dándonos el deseo de traer a este planeta la esperanza de un mundo nuevo; y viejo por saber que aún ese mundo está en gestación, y que la idea del futuro mejor está sometida al acto generoso de millones de personas que hoy han dicho que ya está bien de decirnos que eso que aparece todos los días por el este es el sol.

Las personas que se cruzan conmigo por el camino me saludan de forma alegre, y con la familiaridad que me da el pensar que los conozco de toda la vida, les devuelvo el saludo, esperando que no se lleven de mí nada más que el recuerdo de alguien que, el día de la gran huelga, también iba a su centro de trabajo a reunirse con los que, como todos, esperábamos que este momento nos hiciera cambiar el rumbo de nuestras vidas, y empezar, desde ya, a ser felices; sino que además pensaran que se cruzaban con el hermano que pronto iba a ser tan libre como ellos de pesadas cargas que de lejos en el tiempo venían doblándole la espalda, y consiguió, por fin, deshacerse, al igual que ellos, del pesado fardo que iba ya minando sus mermadas fuerzas.

Me acerco a donde, seguro, se hallan mis compañeros, y lo hago pensando, y pensando, pienso que pienso, y que esa no es más que la facultad que nos distingue de los perplejos animales que nos miran al pasar, porque seguro que ya han intuido que algo nuevo va a ocurrir, al igual que el perro que saltó en la esquina y huyó de mí como despedido por una fuerza imposible de contener, esa misma fuerza que va a hacer que millones de personas como yo, se unan en una gran tarea que hará que eso que se llama futuro, se agrande en un presente listo para ser pensado y definido por los que consigamos sobrevivir a la gran batalla, y luchemos armados con la justicia, la única justicia que ha podido existir.

Veo a lo lejos el edificio de la gran estación, me acerco por la última avenida que me llevará hasta la puerta. El día se ha hecho dueño del espacio, y las luces del alumbrado público se han extinguido ya. En la entrada distingo un numeroso grupo de personas, todos forman corros donde se habla; ninguno levanta la vista hasta donde me encuentro para apreciar que me acerco; tan enfrascados están en sus conversaciones. Puedo contar al menos unas cincuenta personas en la puerta, esto quiere decir que no soy yo de los últimos en llegar, ya que hasta que se complete el total de la plantilla faltan aún alrededor de doscientas personas. Todos protagonistas de la misma hazaña, todos personajes del mismo hecho histórico que arremeterá contra el estado de cosas impuesto por algunos a la gran mayoría desde hace bastante tiempo ya.

Algunos se han vuelto hacia el sitio por donde llego. Como el remedo de sol que nos queda aún tiene fuerza para castigar sus ojos, ponen la mano extendida delante de éstos en forma de pantalla, mientras que la otra la agitan en el aire, en un esbozo de saludo que me hace pensar desde ya que me encuentro en donde debo, que estoy con los que debo estar, que son los “míos” los que me esperan a la puerta de ese lugar más habitado por nosotros que nuestras propias casas.

Respondo a los saludos con una amplia sonrisa que sale desde mi interior, y dice más a los que me esperan que cualquier palabra que salga de mis labios con el ánimo de ensanchar la amistad que desde hace tiempo nos une. En el grupo más cercano están Antonio, Elvira, Luisa, Juan, el otro Antonio, y Rafael. Lo que me hace asegurar que lo de cambiar el mundo no es una cosa de hombres o mujeres, si no de personas, seres humanos. Me devuelven la sonrisa y dejan espacio entre ellos para que me incorpore al grupo. <<Por fin llegó el día, compañeros. Me parece que se va a liar gorda. Si lo hacemos bien, se nos va a oír>>. Después de mis palabras, se miran todos, y denoto como un cierto aire de incredulidad entre los que escuchan. En vez de retraerme por ver que mis palabras no han surtido el efecto deseado, hablo de nuevo, pero con más énfasis e intentando transmitir confianza en lo que digo: <<Bueno, ni que se fuera a acabar el mundo. Compañeros, a partir de hoy la historia va a cambiar>>. Ahora parece que, si han surtido el efecto deseado mis palabras, puesto que todos ríen con franqueza. El pesetero de Antonio empieza a quejarse por los descuentos por el día de huelga: <<Este mes no vamos a cobrar ni un duro>>. Yo me sonrío y le digo que a partir de hoy el dinero ya no va a servir para nada, que todos tendremos de todo sin tener que cambiarlo por el sueldo miserable que nos pagan, y que todos, en todas partes, accederemos a lo que nos haga falta.

Siguen llegando más y más trabajadores, algunos más serios que otros, pero en general hay  muy buen talante; y en los ojos se ve un trasfondo como de niño cogido en falta, y es que tal vez, no podamos, en mucho tiempo, desprendernos del complejo de culpa por sentir algo de miedo, al acometer una empresa que puede subvertir el orden que nos impusieron hace miles de años; de la misma forma que los esclavos recién liberados, caminan más deprisa, pero con una ligereza en los tobillos y en las muñecas que, de la falta de costumbre, se les hace agradablemente rara.

No sé cómo, pero de alguna manera alguien ha conseguido traer café. A mis manos ha llegado un vaso de la negra infusión.

Todos hablamos, se ha establecido una hermandad entre nosotros que hace tiempo no percibía; la gente se abraza, se sonríe, y van pasando las horas sin que nadie aparezca con intenciones de estropear el día de huelga.

A eso de las doce, alguien ha colocado un cartel en la puerta diciendo que nos atengamos a las consecuencias que va a traer la dichosa huelga, que como sigamos así, el país se va a empobrecer, y que si la gente no llega hasta su trabajo, difícilmente van a poder fabricar los productos que precisemos para nuestro sustento. Por supuesto, nos hemos reído, y alguien ha arrancado el cartel y lo ha hecho jirones delante de la cristalera de la puerta principal, que nos devuelve un brillo blanco y mortecino que nos recuerda que hasta el sol nos han raptado, y que por tanto, nuestras reivindicaciones se hacen más justas amparándose en la exigencia del rescate del astro que nos pertenece a todos y que nadie disfruta ya como antaño.  

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.