Relato: Historias para desempleados

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Se dice, entre las muchas cosas que se dicen, que había una plazuela en algún lugar del entresijo de calles estrechas del centro de Sevilla, junto a una iglesia de torreón mudéjar, y en ella una bodeguita a la sombra de unos naranjos.

La taberna, aunque no era muy grande, albergaba una considerable clientela habitual de vecinos, que se reunían allí para pasar las tardes en sus veladores, tomando tapas al fresco y al olor del azahar, no muy tarde en la noche, pues era una barriada de viviendas familiares.

El dueño de la bodeguita, pese a disponer de un rincón tan privilegiado para su establecimiento, era popularmente conocido por ser un hombre amargado. Tenía contratados a un camarero y a un cocinero, veteranos con décadas de experiencia en la hostelería. Exigía que se dirigiesen a él como el Señor.

Trataba a ambos con enorme desconfianza, contaba cada céntimo de la caja y desde detrás de la barra vigilaba en silencio. Nunca hablaba si no era para lanzar algún desprecio a sus empleados, confiado en que eran tan mayores que no encontrarían trabajo en otra parte.

Para las tareas de atender y limpiar contrataba a un empleado de una agencia de trabajo temporal. El empleado debía pasarse trabajando desde las doce de la mañana a las doce de la noche, anotando comandas, acarreando tapas y fregando platos sin descanso.

Por entonces la ley permitía despedir a los empleados temporales de un día para otro, con una simple llamada de teléfono a la agencia, siempre que se comunicara antes de las doce de la noche. El taimado propietario abusaba de esta treta y, ya trabajase mejor o peor, cada nuevo empleado era fulminado con una llamada antes de empezar el nuevo día. Procuraba hacerlo dentro del plazo de quince días de prueba, tras los que la ley obligaba a formalizar el contrato temporal, de modo que no le produjera ningún coste.

De esa forma, totalmente gratuita, pasaron por el bar innumerables camareros, sin importar la tarea que hubiesen realizado. Algunos duraban solo una jornada, otros varias, pero ninguno más de esos quince días. Mujeres u hombres, jóvenes o maduros, expertos o bisoños, el Señor los despedía a todos y cada uno.

En el mundillo de la hostelería sevillana llegó a adquirir categoría de leyenda el haber pasado por la infausta bodega. Los camareros bromeaban por contar en su currículum el paso por ella y presumían de las anécdotas que habían vivido y del periodo de días que lograron aguantar.

Y así, a lo largo de varios años, los contratados eventuales despedidos fueron miles.

Una mañana de mayo apareció en el bar una chica joven, que se presentó como la nueva camarera enviada por la agencia. Los veteranos empleados, que ya estaban acostumbrados a aquella rutina, le explicaron en breves palabras cuáles eran sus quehaceres, con la inercia de quienes saben que probablemente hubieran de repetirlo al siguiente día.

La muchacha enseguida se dispuso a la faena. Parecía, como otros tantos antes que ella, muy laboriosa y aplicada. Pero el cocinero y el camarero, que acostumbraban a hacer apuestas sobre el tiempo que duraría el nuevo, coincidieron en estimar que no pasaría de aquella noche. Las manos de la joven se veían muy delicadas y sus maneras inclinaban a pensar que acababa de salir de alguna de las academias de hostelería y aún carecía de la presteza que suelen mostrar los camareros que atienden en veladores donde hay mucho trasiego de clientes.

La joven pasó el día como pudo y en la noche, según su costumbre, el camarero y el cocinero se aprestaron a fumar un cigarro junto a la barra, mientras la nueva empleada acababa de barrer el salón. En tanto, el Señor recontaba escrupulosamente la caja, de espaldas a ellos. Faltaba media hora para las doce y aún el dueño disponía de un largo plazo para ejecutar la llamada.

Por romper el silencio, el cocinero comentó que era necesario ir a reponer algunos suministros del almacén, donde la noche antes había escuchado ruidos extraños, y bromeó con la idea de que fuesen fantasmas.

“No hay que tener miedo de los fantasmas” dijo de pronto la chica nueva, para sorpresa de los veteranos empleados. Y dejando a un lado la escoba, continuó:

– A veces los espíritus son bienvenidos. ¿Conocen la historia de aquel hotel del que decían que había un fantasma?

Los hombres se miraron con gesto divertido, pues les parecía curioso que la joven contase un cuento minutos antes de ser despedida, y como el Señor parecía concentrado en el conteo de monedas, sacaron otro cigarro y se dispusieron a escuchar con los codos en la barra.

Historia del fantasma del hotel.

No hace mucho existía cerca de las murallas de la Macarena un hotel muy conocido, que se encontraba en un edificio muy amplio con una fachada muy llamativa, de varias plantas. Durante un buen número de décadas el hotel recibió multitud de viajeros y dio trabajo a centenares de personas. Por sus largos pasillos recorrieron atareadas varias generaciones de trabajadores.

Su director, que había heredado el negocio, seguía la tradición de gestionar con mano dura y reclamaba del personal el seguimiento de interminables jornadas de quehaceres, por las que, a cambio, ofrecía la estabilidad de contratos indefinidos.

El personal se trataba entre sí con más familiaridad que a la propia parentela, puesto que pasaban más tiempo con sus compañeros en las entrañas del hotel que en casa. Muchos se conocían desde jóvenes y se habían visto crecer las canas. Como no faltaba la faena, los trabajadores se trataban en un ambiente amable, sin más roces que los percances propios de la ansiedad de las tareas de cara al público.

Sin embargo, en cuestión de meses, el negocio empezó a decaer. Los visitantes pasaron a escasear, incluso en temporada alta. Las reservas decayeron y las estancias antes prolongadas se convirtieron en jornadas de paso. Muchos turistas se marcharon reclamando que habían visto cosas extrañas. Objetos que se movían, puertas que se cerraban solas, luces que se apagaban sin motivo. Algunos clientes llegaron a asegurar haber visto una presencia inquietante recorriendo los pasillos, o haber escuchado una voz dentro de su habitación.

En el entorno de los alojamientos sevillanos se comenzó a rumorear que el hotel estaba embrujado. Que por envidias o rencores alguien había lanzado una maldición que atrajo presencias espectrales y mal fario.

Como suele suceder, el director anunció que se veía obligado a realizar despidos. Pidió a los responsables de cada departamento que efectuara listados de empleados para elegir a los más prescindibles. Mes a mes, los seleccionados fueron desfilando por la puerta del hotel hacia las temibles colas del paro.

Una de las responsables de departamento era una trabajadora antigua, una señora que, sin dar una voz más alta que otra y sin pasar por encima de nadie, se había ganado el puesto de encargada de la lavandería. A su cargo se encontraba media docena de empleadas que realizaban la tarea de recoger toda la mantelería y ropa de camas, llenar las grandes lavadoras, planchar y doblar todo el material para las habitaciones y los comedores.

La mujer tenía fama de ser una persona un poco huraña, aunque era respetada por todos los compañeros porque trabajaba como el que más y trataba con cordialidad a todos sin distinciones. Pero al llegar los tiempos de los despidos, la fama de arisca pasó a convertirse en una excusa para ser señalada.

Como le atraían los asuntos políticos y en su juventud había sido sindicalista, en los largos periodos de convivencia con los demás empleados no podía evitar expresar en voz alta que le parecía absurdo atribuir el descenso de clientes a un embrujo. Era ridículo, decía, echarle la culpa a maldiciones cuando era evidente que en toda la ciudad se estaban abriendo sin control decenas de apartamentos turísticos, y que ya no quedaban casas en el centro que no se hubiesen remodelado como hospederías, restaurantes y locales de espectáculos flamencos sin ningún rigor.

El resto de los compañeros fue extendiendo la habladuría de que era una persona que transmitía negatividad. Convinieron de manera tácita que la responsable de la lavandería siempre se andaba quejando de todo. Cuando no se quejaba de la inactividad de los sindicatos era de la falsedad de los gobernantes. Nada le parecía bien, incluso cuando el Gobierno era progresista. De ese modo, le cargaron el sambenito de persona tóxica.

Ser tildado de tóxico era, entonces, la peor etiqueta que a uno podían colgarle. Hubiera sido soportable pasar por bebedor, por impúdico, por ignorante o por carecer de higiene personal. Si se caía en la apreciación de persona tóxica, se colmaba el límite de lo socialmente admisible.

Fue cuestión de tiempo que en las listas negras apareciese su nombre. Irreversiblemente, un día fue llamada al despacho del director y éste le comunicó que, a su pesar, debía recoger sus objetos personales y marcharse al final de esa misma semana.

Le supuso un trance muy duro asimilar ese trago. Le indignaba que sus propias compañeras le hubiesen preparado la zancadilla, pues los rumores de toxicidad eran tan generalizados que llegaron a sus oídos. La noche de la jornada en que le comunicaron su despido se quedó a solas en la sala de la lavandería, bebiendo vino.

Cómo era posible, se preguntaba sentada sobre una de las lavadoras, que personas a las que consideraba amigas, hacia las que había tenido la deferencia de ceder durante años su posición para elegir el periodo de vacaciones, por favorecer a los que tenían hijos pues ella no tenía familia, la traicionasen de ese modo. Personas más jóvenes que ella a las que había enseñado los pormenores más básicos de su oficio.

Qué haría ahora, siendo mayor de cincuenta años, aún lejos de la jubilación y sin otra experiencia laboral. Pasaba a ser, de la noche a la mañana, carne de la precariedad. Esto se decía a sí misma, en la soledad de la planta sótano del hotel, donde se encontraban las salas de lavandería, las cocinas y los demás departamentos ajenos al trato público.

Medio aturdida por la que era ya la segunda botella de vino, salió de la lavandería y recorrió con nostalgia los fogones y los almacenes, ya vacíos y en penumbra. Fue entonces cuando vio al fantasma.

Al principio creyó que era algún operario del lavaplatos que se había quedado castigado a limpiar los restos. Luego comprendió que había algo anormal en su presencia. Parecía flotar sobre el suelo, elevado sobre el lugar donde debían hallarse sus pies. Su imagen se veía difuminada, semitransparente, rodeada de un halo tétrico, como si su corporeidad se hubiese degradado a la mínima esencia, aunque ello no le impedía manejar los platos y vasos que manipulaba sobre una mesa de la cocina.

Sin duda era el espectro de un hombre, ligeramente encorvado, de avanzada edad. La aparición, al verla a ella, dejó los platos que acarreaba y la miró, como si esperase recibir alguna palabra.

– Señora -dijo el fantasma, con una voz que parecía provenir no de su boca sino de algún lugar apartado-, en breve habré terminado de lavar los platos.

La encargada quedó estupefacta, incapaz de moverse, aún cuando de haber podido controlar sus músculos habría salido despavorida del sótano. Pese al pánico, pudo llegar a pensar que el rostro de aquel ser le resultaba conocido.

– ¿Quiere que pase el paño a las copas? – insistió el ánima.

Sí, recordaba quién era, o quién había sido aquella cosa. Sin duda era un antiguo camarero del hotel. Un hombre anodino, calvo, un tanto jorobado y de pequeña complexión, que trabajó durante décadas en el restaurante y que alargó voluntariamente su jubilación hasta que los jefes de salón consideraron que ya era demasiado torpe para atender las mesas. Se apellidaba López. Apenas unas semanas después de ser jubilado, le encontraron colgado de una lámpara de su apartamento de alquiler.

Ambos permanecieron en silencio mirándose uno al otro durante unos minutos, el ser aguardando una respuesta y la encargada tratando de volver a dominar su propio cuerpo. No sabía cómo, entendió que se encontraba ante una increíble oportunidad que el destino le presentaba y que era su última esperanza. Procuró dominarse y tratar de aparentar normalidad.

– ¡López! -le dijo con el tono más serio que pudo articular-, qué hace a estas horas aquí, ¡todo esto debería estar terminado!

La encargada se sintió un tanto reconfortada cuando observó que sus palabras eran recibidas por el fantasma con un gesto de sumisión. Eso que antes fuera el viejo camarero sin duda estaba inclinando su cabeza y su presencia etérea se cuadraba ante ella, entregado a nuevas órdenes.

– Es inadmisible, López. ¿Comprende usted que debo dar parte a sus superiores?

– No, señora, por favor, deme una oportunidad -contestó la voz distante.

– Bien. Entonces, pues, venga conmigo. ¿Ve usted la lavandería? Supongo que tras todos estos años alguna vez habrá visto cómo se preparan las lavadoras, ¿verdad?, y cómo se dobla el material una vez seco. Perfecto. Le encargo que esta noche prepare toda esta mantelería que queda pendiente. Luego debe dejarla doblada en estos estantes, por orden de tamaño. Es mucha cantidad pero usted debe terminarlo, no descanse en toda la madrugada.

– Así lo haré, señora, descuide.

– Eso espero. Y por su propio bien, procure no salir jamás de la sala de la lavandería. ¿Me entiende? Si alguien que no sea yo le vuelve a ver fuera de esta habitación, ¡quedará despedido en el acto! Aguardará a que yo le encargue una nueva tanda de ropa a lavar.

– Entendido, escucho y obedezco.

Y aún con las piernas temblorosas y temiendo que el corazón le saliese por la boca, la mujer cerró con llave la lavandería y se marchó a casa.

Al día siguiente, despertó con dolor de cabeza y dos intenciones muy claras. La primera, comprobar que, en la lavandería, todo había quedado efectivamente impecable y, la segunda, hacer una visita al despacho del director.

– Señor director, con su permiso, quisiera proponerle un trato que puede ser muy conveniente para los intereses de su hotel.

El gerente, que esperaba verse fastidiado por el habitual discurso de súplica, atendió sorprendido a las palabras de su empleada.

– Verá, es muy sencillo. Le pido que me mantenga en el cargo una semana. Yo sola me ocuparé de toda la faena de la lavandería. Puede usted dar las vacaciones desde este mismo instante a mi personal. Si en esta semana usted comprueba que la labor de la lavandería ha descendido, despídame sin derecho a la menor indemnización. Pero si no es así, a cambio del gasto de mi sueldo, despedirá al resto del personal de mi departamento.

Gracias a ese ingenio, la responsable de la lavandería logró mantener su puesto, hasta llegar a la edad en que pudo jubilarse y sortear los recortes que el director acometió en el hotel en los siguientes años, en los que gozó de una vida apretada pero ajena a los apuros del desempleo y la necesidad.

En este punto, la joven camarera guardó silencio. Era palpable que ninguno de los otros tres hombres en el bar se había percatado de que la narración del cuento se había extendido más allá de las doce de la noche. La manecilla larga del reloj ya casi señalaba el número uno. Abstraídos en sus palabras, ni al Señor ni a los empleados se les había ocurrido mirar la hora.

Por tanto, ya debían cerrar y despedirse todos hasta la mañana siguiente, incluida la extra, que regresaría para afrontar un nuevo día de trabajo.

(Continúa en el siguiente capítulo).

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