Todo en todas partes al mismo tiempo

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Por Mara Ricoy Olariaga

“Yo todo lo incendio, yo todo lo rompo

Si un día algún fulano te apaga los ojos

Ya nada me calla, ya todo me sobra

Si tocan a una, respondemos todas.”

Así dice la canción que desde anteayer canto entre lágrimas mientras cocino, trabajo y me ducho, eso sí, con los dientes apretados. 

Amanecía con la noticia de que habían violado a una niña de 14 años en los aseos de un supermercado. Hoy detalles técnicos nos informan de que no fue necesariamente allí. Me da igual. Por desgracia este hecho no es nada excepcional. Pero para mí, leyendo desde Escocia sí, porque no sólo había ocurrido en mi ciudad natal, Alicante. Además el suceso tuvo lugar en mi barrio, en el supermercado de la calle donde viví. Recuerdo de hecho que, lo que hoy es ese supermercado, en su momento fue el cine donde vi mi primera película, Pippi Calzaslargas. 

Es un barrio de gente a la que conozco desde niña y un lugar que tras un declive de unos años cuando las nuevas familias decidieron mudarse a las playas, fue rescatado una vez más con otras que llegaban de fuera. Ahora el “fuera” es más lejano, pero el ciclo se repite, mis padres llegaron allí desde Galicia hace cincuenta años, cuando no había apenas edificios y aún pasaba el tranvía original. Abrieron una tienda con lo que tenían y no durmieron pensando en que quizá habían cometido un error. La tienda duró treinta años y vistió a casi todos los niños y niñas del barrio. 

Ahora son familias marroquíes, ecuatorianas, chinas, rusas y argentinas quienes prueban suerte en un barrio familiar y cómodo, en un pequeño paraíso mediterráneo y fenicio, con sus más y sus menos, pero donde casi siempre sale el sol. 

Reclamé indignada en redes, tras leer un primer artículo, el derecho de esa niña a andar sola por las calles de mi barrio, como yo lo hice y como dejo que hagan mis hijos cuando estamos allí de vacaciones, y establecí que mi barrio siempre había sido un sitio seguro. 

Y ahí me equivoqué. Llevo desde entonces reflexionando. El sitio seguro para nosotras no existe. Hay quizá sitios más difíciles para el abuso o menos aceptables. Quizá creo que mi reacción en realidad se dio al pensar que un popular supermercado, a las 4 de la tarde y en un barrio como el mío, no era un sitio para que te violen. Pero lo cierto es que, si bien yo iba sola por mi barrio y me conocía mucha gente, también se me increpaba desde coches y aceras, desde que empecé a tener un cuerpo lo suficientemente sexualizado para la mentalidad pederasta, educada en seguir sus instintos porque, bueno, los hombres son así. De hecho tuve que tolerar que me dijeran “ven aquí que te follo” cuando aún no cumplía los quince. 

Pero sí, yo salía a esa misma edad con mis amigas por esas mismas calles y volvíamos juntas a casa, pero también es cierto que me vi en situaciones de las que me salvé por los pelos. Como aquella noche en la que un tío se obsesionó conmigo y tuve que esperar media hora para poder salir del aseo de un bar hasta que se fue. El garito estaba lleno de gente de nuestra edad y podría parecer un sitio seguro, pero yo sabía, sin pensarlo, que nadie me iba a oír gritar. 

O como cuando el entonces novio de mi madre me encontró por las escaleras de casa y me empujó contra la pared y me metió la lengua hasta la garganta. Yo tenía dieciséis. No me salió la voz del miedo, no supe contárselo a mi madre. Aprendí a callar muy pronto, eso lo aprendemos todas. 

O aquella noche con dieciocho años, cuando tuvimos que saltar de un coche prácticamente en marcha porque mis amigas y yo intuimos peligro con aquellos chicos “tan majos” que habíamos conocido unas horas antes.

Por aquel entonces el cuento de horror para nosotras, pobres caperucitas, fue el crimen de Alcasser en todas las pantallas de bares. Bares donde, al tiempo que tú entrabas a usar el aseo, veías a esas pobres chicas en la tele mientras a ti te perseguían la piel los ojos de todos los tipos en la barra. 

Imagino ahora, cómo el crimen ocurrido este miércoles en mi ciudad servirá para aleccionar a una nueva generación de chicas, para castrarlas y añadirles un poco más de miedo al que ya habrán aprendido más que de sobra.

También intuyo todas las cosas que laten de fondo en un barrio de gente de bien, saliendo ahora a la superficie. Esto servirá para nuevos racismos y xenofobias. Ayer ya había quien en mis cuentas demandaba saber la nacionalidad de los violadores. 

La patria de todo violador es la misma que la de la víctima, el patriarcado. 

Cuando vivía en España me acostumbré a que mi feminismo se silenciara en conversaciones que señalaban lo mal que estaban las mujeres en países árabes, se infería que yo debía estar contenta con mi jaula y se asumía que me daban igual las otras mujeres. Desde que vivo en Reino Unido he tenido la misma conversación con hombres progres británicos que curiosamente piensan parecido sobre España: en Inglaterra no hay machismo, eso es para países latinos. Es como una pirámide de mierda en la que todos los opresores se congratulan porque tienen la posibilidad de ser aún peores y no lo son.  

A mí no me violaron en Alicante, y no fue con 14 años. Fueron emigrantes sí, pero emigrantes españoles en Reino Unido. Yo también lo era, lo soy. Eran compañeros de piso y utilizaron Rohypnol (una droga hipnótica) para hacerlo. Cobardes machistas los hay por todas partes. Yo tenía 20 años, iba confiada a una fiesta en Londres.

No iba sola, iba con ellos, los que planeaban violarme. Mis amigos. 

Me llevó diez años recomponer el relato semi-amnésico al que esos malnacidos me habían condenado en un bucle perpetuo.

Llevo ya tres décadas con diferentes terapias, intentando sobrevivir.

Por eso sé que lo que le han hecho a esa niña no tiene nombre, ni cura, ni perdón. 

Por eso lloro y aprieto los dientes, por eso lo hago casi todos los días que leo una noticia de este tipo por mi trabajo como voluntaria feminista.

“Yo todo lo incendio, yo todo lo rompo.”(Resuena en mi cabeza una y otra vez)

En mi multiverso, el todo en todas partes al mismo tiempo, es el patriarcado opresor, el macho violador. Es el odio constante a las mujeres. “¿Por qué nos odian mamá?” Me preguntó mi hija cuando a penas empezaba a comprender el mundo. 

No lo sé, no sé qué extraño entrenamiento social es ese de aprender a violar, a someter, a humillar y a dominar a la otra mitad. No sé por qué una mitad de la población busca hacer tanto daño a la otra, cuando todos ellos salieron de una mujer. 

No entiendo esa dicotomía que te permite ver cómo otro se corre estrangulando, humillando y torturando a una mujer en una web porno y luego acostar a tu hija o besar a tu mujer o simplemente seguir pensando que eres normal. 

Bueno, sí que lo entiendo, eso que llamamos patriarcado protege y promueve la bestialidad y crueldad de los hombres a costa de invisibilizar e ignorar el dolor y sufrimiento de las mujeres. 

La respuesta más común en mis redes cuando cuelgo noticias de este tipo es: “Salgamos a quemarlo todo”. Pero no lo hacemos, no estamos incendiando nada, pese a arder por dentro. Me viene una y otra vez a la mente el cuadro de la activista feminista Barbara Kruger que dice: “Hemos recibido ordenes de no movernos”.

A veces creo que estamos todas en un estado de violación permanente, congeladas, disasociadas. Absorbiendo una y otra vez el trauma que supone leernos víctimas en cada titular. Sobreviviendo al terrorismo machista con el que convivimos en una guerra que nadie más que nosotras parece ver.

Todo en todas partes al mismo tiempo es machismo y misoginia. Desde el anuncio a la canción de la radio; desde el cura hasta el médico. El policía y el juez. Tu padre o el de tus amigas…Lo aprendemos desde niñas, aprendemos a interiorizar mecanismos de defensa constantes hasta que ya ni los vemos, nuestra vida como mujeres es vivir con ello. Es agotador y patológico. 

Y a qué esperamos, ¿cuántas más? 

La canción que os repito y que canté con mis compañeras en el 8M en Madrid se llama Sin Miedo y la escribió Vivir Quintana en México, allí donde asesinan a once mujeres al día. 

En España se violan seis al día. Las matemáticas del horror me superan y desbordan, no me cuadran, pero no quiero que me paralicen. No voy a pedir permiso ya no tengo nada que necesite ser explicado. Solo necesito romperlo todo, quemarlo. 

Yo siento que ardo por dentro y sé que no soy la única. Quizá ha llegado la hora de que ardan las calles. O por lo menos de gritar a una hora todas juntas, o sacar cacerolas o patrullarnos nosotras o yo ya no sé…Por supuesto que no es nuestra responsabilidad, pero es lo único saludable dentro de la enajenación a la que se nos somete. 

Por lo pronto las compañeras de Movimiento Feminista de Madrid nos convocan 

Compañeras nadie nos va a salvar. 

El momento de gritar la rabia llegó hace tiempo, gritamos por fuera y por dentro por todo en todas partes y todo el tiempo y eso también nos está matando.

Tomemos las calles que siempre fueron nuestras y no paremos hasta que esta locura pare. 

PS: Se aceptan propuestas en mi twitter 

@Matriactivista

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