Relato: Pase a la eternidad

4

Autor: Braulio Moreno Muñiz.

Elevo el vaso de agua hasta mi boca. Mientras bebo, mis ojos vagan por la superficie amarilla de la puerta del mueble que hay justo frente a mí; es agradable mirar, casi sin quererlo, el espacio amarillo, orlado por una fina línea azul que delimita todo aquello que ahora puedo ver. Debido a la cercanía del objeto, mi campo de visión es muy reducido. Siempre mientras bebo, pienso que podría llevarme toda una eternidad detenido en este gesto. Pero se me ocurre también que no tengo tanto tiempo, lo que me recuerda que tengo que ver la hora, y, terminado ya el líquido que ocupaba el hueco que forma el cristal, emprende el vaso el viaje de regreso a la superficie de la mesa donde se encontraba antes de que yo lo cogiera, a la vez, vuelvo mi cabeza hacia la derecha, que es donde está la pared que ostenta, como si de un trofeo se tratara, el reloj que, en la cocina, nos señala el tiempo justo de un espacio que nos augura la vacuidad de todo lo que se hace en él. Veo la hora, y me sorprendo porque por un momento, no más que una fracción de segundo, la aguja más fina y que con mayor rapidez se desplaza por la esfera blanca, estaba detenida; luego, ante mi insistencia por mirarla, ha vuelto a moverse. Por mi cabeza pasa la peregrina idea de que he sorprendido al tiempo detenido; tal vez descansando, o gastándome una broma con algo tan serio como es la eternidad. Por fin he sorprendido al reloj parándome el tiempo mientras no lo miro. Vuelvo mis ojos hacia el mueble amarillo que hay frente a mí y, con un gesto rápido, repito la acción de mirar el reloj; pero ya, como si esperara el gesto, la aguja del segundero no se detiene. Ha previsto mis intenciones, no he podido, esta vez, sorprender en su descanso o broma al artilugio que nos informa del paso exacto del tiempo. Para comprobar si son ciertas mis sospechas, me voy a otra habitación y miro la hora en un reloj distinto, parece que este lleva algo de adelanto con respecto al de la cocina. Lo cojo y me lo llevo al lugar donde está el reloj bromista, más que nada para compararlos, y es cierto, hay una diferencia entre ellos de, al menos, cinco minutos, el reloj de la cocina está retrasado con respecto al de la otra habitación. Pienso que es un defecto del mecanismo y me apunto la tarea de llevarlo al relojero. No es que yo sea un maniático del perfecto funcionamiento de los relojes que hay en la casa, pero es que el hecho de que se pare cuando yo no lo miro me tiene preocupado.

Han pasado ya varias horas desde que miré el reloj defectuoso, voy hasta la cocina, y sólo por curiosidad, comparo la hora que señala con la que me dice mi reloj de pulsera, están los dos a la misma hora, los dos corren parejos por el viaje de una sola dirección que nos marca la eternidad. Nadie ha podido tocar el reloj de la cocina, de manera que cuando parecía que era éste el que no funcionaba bien, resultó que el que estaba a deshora era el de la otra habitación. Voy a buscarlo, y lo comparo con el de mi muñeca, que, a la sazón, es el más fiable de todos los que hay en la casa: no pasa nada, están los dos de acuerdo en la hora que dan. Y si los tres están a la misma hora, he de suponer que aquél que pensaba llevar al relojero también está bien, así que ahora tengo que pensar que todos los relojes de la casa funcionan como es debido. Probablemente lo que ha ocurrido sea que el tiempo me ha gastado una broma, o que los relojes se han vuelto perezosos y no quieren hacer su trabajo como es debido. De todas formas, y como no me quedo tranquilo con la información que éstos me dan, decido que voy a poner la televisión, porque es probable que estén dando las noticias en la cadena que suelo verlas, y como en ésta ponen un reloj en la parte inferior izquierda de la pantalla, podré ver la hora que en realidad es. Suena la voz de la presentadora que nos avanza las noticias, e, instantes después aparece su rostro en la pantalla, miro el reloj del informativo, y luego el de mi muñeca, hay una diferencia entre ellos de al menos veinte minutos, el que está adelantado es el de la televisión, y como ese no puede estar mal, llego a la conclusión de que los relojes de la casa están defectuosos. Que están defectuosos, o que el tiempo, cómplice con autoridad sobre los relojes, está jugando conmigo; y como todos los relojes no han podido estropearse a la vez, he de pensar que tienen autonomía, y que esta autonomía de mi propia voluntad los hace dueños de una situación que yo no soy capaz de explicarme. Estoy desconcertado, según parece, mis relojes se han puesto de acuerdo para tomarme el pelo, mi autoridad ya no puede nada con ellos, pues ya carezco de ella ante los desalmados artilugios que se ríen de mí, porque se paran cada vez que no los miro. Aunque bien pensado, esto tiene fácil solución, pues lo que tengo que hacer es no dejar de mirarlos ni un solo segundo.

Desorientado, sorprendido y enfadado, voy a por todos los relojes de la casa y los coloco encima de la mesa que está en el centro del salón, los pongo en fila, uno al lado del otro, y enfrente de ellos coloco una silla en la que sentarme y poder mirarlos de frente, de manera que ninguno de ellos escape al control de mi mirada. Los miro, y ya sin quitarles el ojo de encima, me voy sentando lentamente; me relajo, y no dejo de mirarlos de uno en uno. Voy cambiando la posición de mis ojos de izquierda a derecha, y cuando llego al final de la fila vuelvo a empezar por el primero, sin embargo, me parece apreciar que en el intervalo de tiempo que va de un reloj a otro, las agujas de éstos paran y, por una fracción de segundo, las veo detenidas, pero inmediatamente vuelven a moverse en cuanto fijo mi mirada sobre ellas. Así que creo que el tiempo vuelve a detenerse cada vez que dejo de mirar algún reloj. Y ya que debido a la distancia que estoy de los relojes no puedo abarcar todas sus esferas de una vez, pues siempre que miro alguna de ellas se me pierden las demás, junto más aún los relojes, para que de una sola mirada pueda abarcarlos a todos, me acerco más y ya veo cómo funcionan sus segunderos ante mi atenta mirada. Así que sólo habré perdido algunos segundos en la operación que he tenido que desarrollar para ver todos los relojes a la vez. Observo obsesionantemente cada movimiento de cada uno de los segunderos de los artefactos que miden el paso del tiempo, sin embargo, no soy capaz de saber exactamente cuánto llevo así. Empiezo a cansarme, los ojos me escuecen, porque como no me atrevo a pestañear se me están secando, y esto, unido al dolor del cuello provocado por la posición forzada de las vértebras, me está haciendo replantearme si de veras es tan importante que los relojes se paren o sigan funcionando como es debido.

A medida que el tiempo sigue su camino de avance hacia el infinito, yo voy parándome a pensar en todo lo que está ocurriendo; y llego a la conclusión de que tal vez no sea tan malo lo que me está pasando con los relojes, porque puede que el tiempo me esté dando una tregua y esté regalándome algo de su sustancia para aplazar hasta donde crea conveniente el día de mi muerte. Porque lo malo sería que los relojes adelantaran cuando no los miro, pero si atrasan es que mi vida se va alargando, así que me puedo dar por contento por el regalo que me está haciendo el tiempo. Lo que quiere decir que esta operación que estoy desarrollando ahora de vigilancia de los segunderos para que no se paren, es contraproducente para mí, ya que estoy derrochando el tiempo que me está regalando él mismo. Cierro los ojos y oigo el tic-tac de los relojes que ahora sé que están pegados a mi rostro, porque, aunque no los vea, los intuyo, y sé que me observan, y, todavía con los ojos cerrados, noto cómo sus agujas, las más finas, se van parando una a una, y noto, también, cómo el ruido de las maquinarias va atenuándose poco a poco.

No sé cuánto tiempo ha pasado, es más, no sé siquiera si ha pasado alguna pequeñísima parte de período temporal, porque creo que me he quedado dormido, y desde los sueños es imposible que haya podido estar vigilando el transcurrir de los segunderos de las esferas que siguen delante de mí. Miro uno a uno los relojes y todos están funcionando, de pronto recuerdo que para ganar vida he de ignorar el tiempo, no he de tomar en cuenta la información que puedan ofrecerme las esferas que se encuentran a unos diez centímetros de mis ojos, así que voy colocando los relojes uno a uno en su sitio, pero esta vez les doy la vuelta para no mirarlos, ya no hacen ruido, seguro que ya no marcha ninguno. Luego, me acerco a la terraza, descorro las cortinas y miro fuera, no viene la noche, pero como además no sé cuánto tiempo he estado durmiendo, me sobrecoge el pensar que tal vez haya estado durmiendo una eternidad, así que por no querer ver el paso del tiempo, tampoco sé cuánto he dormido o cuánto dormiré a partir de ahora, o cuánto voy a tardar en volver a la realidad, porque es posible que todo sea parte de una broma que me esté gastando mi cerebro, aburrido ya de tanto ver televisión, de tanto ver programas de ficción que hacen que la imaginación se dispare y que en sueños ocurran cosas del calibre de la que me está ocurriendo ahora. No puedo evitar soltar una carcajada ante la coincidencia de pensar que puedo estar soñando, como lo piensan los protagonistas de las películas de ciencia-ficción ante situaciones, que, como la de ahora, parecen inverosímiles; pero de pronto me pongo serio, porque serio es el problema de andar jugando con el paso del tiempo, de andar jugando con una eternidad que a la vez que se acerca, también se va más allá de lo que puedo imaginar porque ésta es infinita, o sea, que convive con unas magnitudes que yo jamás alcanzaré a comprender porque no están hechas para mi entendimiento de insignificante mortal, y si creyera en algún dios tendría que preguntarle a él por la razón que lo impulsa a jugar conmigo y con mi vida, además de que tendría que pedirle que hiciera que en mi cabeza cupieran conceptos tales como “eternidad”, “infinitud”, “inmortalidad”, o el de algún sustantivo más que desde la visión de un mortal pretencioso se me ocurriera en algún inexplicable e irreal sueño. Pero todas estas ideas se desvanecen en el vacío de la habitación porque toda la grandilocuencia de la que uno es capaz para consigo mismo, todos aquellos pensamientos que circulan por la materia del cerebro cuando estamos a solas, se vuelven formulismo y tópico de andar por casa cuando intentamos sacarlo todo afuera para compartirlo con alguien o para oírlo como si viniera de otra persona, sólo por comprobar cómo suena; y, ante todo lo cotidiano nos olvidamos de que, tal vez, en un paréntesis del tiempo, en un hueco a resguardo de la brisa de la caducidad, por un momento que fue eternidad, nos convertimos en pensadores. Y si fue así no se lo contaríamos a nadie por temor al ridículo. 

Tal vez podría preguntar la hora a cualquier vecino, o salir a la calle y preguntarle a algún desconocido que pase cerca. Me llevaría mi reloj de pulsera como representante de todos los que están en mi casa, lo guardaría en mi bolsillo y no lo miraría hasta que me dijeran la hora, entonces, sólo entonces, le echaría una ojeada para comprobar si mi tiempo ha pasado o se ha quedado escondido allí donde no pudiera hacerme daño acercándome a mi hora final.

La puerta de la calle está cerrada, a través de sus cristales puedo ver el color de la tarde; el rojo violáceo me hace pensar que la piel me miente al hacerme sentir que hace frío, porque jamás hubiera creído que con ese color dominando todo lo que alcanzo a ver desde el interior del vestíbulo, pudiera la temperatura ser más baja de lo que yo desearía. Pero puede ser algo irreal, nacido de mi pasión por recrear situaciones extrañas, situaciones que fueron soñadas, y que ahora que estoy despierto intento hacer realidad, porque todo lo soñado podría ser bueno también ahora que estoy despierto y pretendo vivir aquello que tanto me gustó cuando aún dormía. Sin embargo, ahora que parece que estoy viviendo la realidad, siento una gran incertidumbre al pensar que lo que ocurre no está dentro de lo que se considera lo real. De manera que, aunque tengo conciencia de estar completamente despejado, noto que todo lo que ahora vivo forma parte de un sueño ajeno, así que me siento soñado, vivo, pero dentro de un sueño que me tiene prisionero, sin saber, además, quién es el dueño de esta situación, quién me ha preparado la celada para atraparme entre sus párpados. Si alguien me está soñando podría hablarle en voz alta para pedirle que despierte, que sueñe desde la vigilia, con los ojos abiertos para que controle aquello que su imaginación le hace ver y a mí me hace vivir, y, así, de esa forma, que su fantasía discurra según otro guion que yo, sujeto involuntario de su propio sueño, podría dictarle desde esta, para mí, pesadilla que me obliga a vivir un tiempo aislado del de los demás. Podría dictarle los pasos que ha de seguir para que yo llegue hasta la puerta, a las ocho de la mañana, y ya vestido, afeitado y recién desayunado, me encamine hacia la oficina para hacer todo aquello que habré de repetir una y otra vez hasta el día de mi muerte, porque aquello es rutina, pero esta no me mata, sino que me hace aprender, a base de reiterar los movimientos en un  tiempo, que la vida no es lo original, lo accidental, lo raro o lo extraño, sino aquello que repetimos tantas veces que ya no hace falta nuestra atención para ejecutarlo, permitiéndonos, mientras tanto, soñar con todo aquello que quisimos hacer pero que no pudimos porque la rutina nos tenía presos, y tantas veces ésta nos retiene en su seno, que hasta soñar con todo aquello que podamos imaginarnos se convierte en rutinario. Por eso reiterar es vivir, porque un día, y otro, y otro, haremos todo lo que hay que hacer para asegurarnos nuestro pase al infinito; porque éste es reiteración sobre reiteración; machacar una y otra vez los actos para que queden éstos grabados sobre ese espacio vacío que puede ser la nada, y la nada no se ocupa con actos abstractos hechos una sola vez, sino con aquello que es repetido muchas veces, tantas, que ocupan un infinito dentro de la posibilidad de ser.

Salgo a la calle, y miro, también intento escuchar todo aquello que pueda llegar hasta mí. No veo a nadie, no escucho nada, sólo un camión que se acerca, viene a encontrarse conmigo, estoy en medio de la carretera, pero no me importa porque soy soñado, el tiempo no existe, la realidad no existe, sólo el infinito, pero el camión viene…viene… Y, ahora sí, todos los relojes se detienen.

4 COMENTARIOS

  1. Espectacular Braulio, es increíble y no tengo palabras para decirte lo profundo que me ha llegado tú relato. Que fortaleza y buena escritura, sigue contandonos . Un fuerte abrazo

  2. Definitivamente el Tiempo No Existe . Sinque nos lo hayan enseñado algunos lo percibimos. La Vacuidad es la que te acompaña Braulio . Y ésta , aunque tampoco nos lo enseñaron, està preñada de frutos. Un Abrazo Artista.
    Precioso Relato! ✨‍♂️❤

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.