RELATO: Ningún peluche.

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Por Enrique Madrazo Gutiérrez.

El hombre con escarcha de luna en el pelo abre definitivamente los ojos aunque lleve despierto desde las cuatro y diez cuando el camión de la basura es un despertador.

Todavía arrugado bajo su silueta, decide que hoy tampoco hará la cama. Sólo estirarse, como quien celebra un gol por la escuadra en propia puerta.

Sin desayunar ni mirarse al espejo, sin ni siquiera entregarse a la ducha, decide que ya es muy tarde.

No tiene más que incorporarse y se queda perfectamente sentado frente a su oficina. Luego resopla y le reclama al bolsillo la última moneda que arroja sobre un plato a punto de romperse por la mitad. De plástico.

-¡Ya está abierta la tienda!- El hombre lanza lejos el grito, consiguiendo espantar algunas palomas y varios clientes echan el vuelo.

La infantil luz rebota sobre las ventanas de los edificios más altos. Alguien entorna una, incidiendo el resplandor sobre el solideo plateado del hombre, quien sonríe agradecido. Comienzan a moverse los transeúntes.

Se acerca una mujer que remolca de la mano seis años de maternidad. Lo hace con impaciente resignación la mujer, arrastrando la ingenua rebeldía del niño que a su vez arrastra un Mazinger Z felizmente deshilachado a base de achuchones.

Cuando pasan a la altura del hombre con resplandor en el pelo el niño echa el ancla, forcejea, se desata la mano ante el hallazgo del tesoro. Corre, recoge la moneda del suelo y su mano es un monedero.

La madre, que ha seguido a la deriva unos metros, se gira y advierte el brillo en los ojos del niño, intuye el botín en el puño y comprende el hurto. A regañadientes, el niño enseña su tesoro, con manos de cepo. La mujer se acuclilla y recoge la mano del niño.

La moneda es de ese señor, explica ella.

Estaba en el suelo, replica el niño.

Traga saliva y explica. Le cuenta a su hijo que el señor que está ahí sentado no tiene dinero, sólo esa moneda. No tiene casa, sólo esa caja de cartón. No tiene familia, sólo la calle. 

Lo explica la madre con tono infantil y bochorno en los labios, mirando de reojo, alambrando la voz para evitar que huya.

-¡Toma!- y la mujer deja caer una segunda moneda sobre la hucha del niño.- Ahora ve y le entregas las dos monedas.

El niño aprieta la mano con tristeza ante el atento escrutinio de Mazinger Z. Luego obedece y se acerca al hombre que le está mirando. Se queda ahí de pie, a su lado, los dos a la misma altura. Mudos, se observan.

El niño desteje la mano y con cuidado deja libres las dos monedas, que caen de espaldas sobre el plato. El hombre intenta dibujar un cuarto de sonrisa. Pero el niño no se mueve, tampoco el hombre, quietos como vaqueros en duelo.

Hasta que uno desenfunda.

El niño lo desabrocha del brazo y lo aleja de su pecho. Con ambas manos se lo ofrece al hombre. Por un instante, la mirada del hombre se estira como la escarcha. El atolladero en su boca fluctúa en sonrisa. 

Con sus manos de limosna, el hombre recoge a un Mazinger Z que tiembla como ante un reencuentro. Sin saber por qué, la memoria del hombre dispara y comienzan a sangrarle infinidad de recuerdos que quieren salírsele todos a la vez por los ojos.

-¡Gracias, muchas gracias!- susurra el hombre Z.

El niño también sonríe y regresa a la mano de su madre, desprendido de lo más valioso que ha tenido nunca.

El hombre con escarcha abraza lo más valioso que nunca le han dado.

La madre, que vuelve a arrastrar de nuevo al hijo de la mano, con voz que ensordece, sin embargo, le advierte:

-No vuelvo a comprarte ningún peluche más.  

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