¿Quiénes romantizan la pobreza?

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Miguel Ángel Parra González

El barrio de Can Sellarés, en Viladecans, es uno de aquellos barrios producto del desarrollismo tardofranquista. Construido en la primera mitad de los setenta, siempre ha tenido como sello de identidad el albergar a los extractos más humildes de la ciudad. Empezando por comunidades provenientes del chabolismo, siguiendo por clase trabajadora que optaba por las entonces pequeñas ciudades dormitorio del área metropolitana de Barcelona para fijar su residencia y, en las últimas décadas, a inmigración árabe o en menor medida, asiática.

En dicho barrio me crié y viví casi toda mi juventud, siendo testigo de las grandezas y miserias de vivir en el hogar de gente tan humilde pero a la vez con tantas dificultades. Quizá Can Sellarés estaba eclipsado por otros míticos barrios fruto de la misma época como La Mina o el Besós, que copaban las crónicas de sucesos de los ochenta y que parieron a los quinquis más conocidos, pero el nuestro tenía un estigma de barrio conflictivo en Viladecans. La droga impactó con fuerza en el barrio, donde se produjeron múltiples redadas y alguna que otra movilización ciudadana. Rodeado de descampados, las madres de aquellos críos que comenzábamos a callejear en pandilla con sólo cinco o seis años vivían con el corazón en un puño pensando en que en cualquier momento podríamos coger una jeringuilla del suelo, o que desde nuestra juventud comenzásemos a frecuentar malas compañías.

En muchos casos, la caída en el abismo de muchos jóvenes venía de la mano de familias numerosas con padres que pasaban gran parte del día fuera de casa trabajando para poder sacar adelante a los suyos, y que no disponían del tiempo suficiente para prestar la atención necesaria al desarrollo de sus hijos. Lo habitual entonces era curtirse en la calle, aprendiendo los códigos del barrio, conviviendo a la vuelta de la esquina con dramas sociales, entre charlas, juegos y alguna que otra pelea que eventualmente terminaba por involucrar a adultos. Y al mismo tiempo, sentir cómo crecía un sentimiento de comunidad, una identidad de barrio y se forjaban unos vínculos de hermandad entre iguales. Eso era vivir en un barrio de extrarradio.

El cine quinqui surgió a finales de los años setenta, maduró a lo largo de la década de los años ochenta y vivió su ocaso allá por el final de ésta. Su éxito radicó en que conectaba fuertemente con el miedo y las inseguridades de una sociedad en pleno cambio, que intentaba dejar atrás la larga noche del franquismo a la vez que poco a poco iba despertando de las falsas esperanzas infundadas por un PSOE que, renuncia tras renuncia, terminó por demostrar que no representaba ningún proyecto de emancipación para la la clase trabajadora. La crisis y el desempleo se cebaba con los más desfavorecidos, y los barrios de extrarradio eran fiel reflejo de ello. Con una flagrante ausencia de las infraestructuras necesarias para una alta concentración de población, vieron como una generación de sus jóvenes se perdía en un callejón sin fondo ante la ausencia de futuro. Una carrera que comenzaba, en muchos casos, por la desescolarización y en algunos terminaba en el pozo de la heroína y la delincuencia.

El subgénero quinqi nutrió su plantilla de actores como Ángel Fernández Franco –El Trompeta, o más adelante y asumiendo su nombre artístico, El Torete– o Jose Luís Fernández Eguía –El Pirri– que, sin ser actores profesionales y habiendo sido descubiertos en la calle, sorprendieron por la gran facilidad que tenían para actuar y su naturalidad ante las cámaras. Éstos jóvenes se convirtieron rápidamente en héroes en sus barrios -y antihéroes frecuentemente fuera de ellos-, haciendo en sus películas las mismas cosas que a fin de cuentas hacían fuera de ellas, y perfectamente resumidas en la introducción del film de José Antonio de la Loma Perros Callejeros: «…lanzados a una vertiginosa carrera de delitos, hasta hace poco exclusivos de los malhechores más veteranos.«

El sentimiento de pertenencia a un barrio maltratado y que alberga cientos de historias duras forja un sentimiento de exclusividad. Un ellos frente a un nosotros, desarrollado al sentir que el único lugar donde se es libre es en las propias calles, plazas y parques. Aquellas donde se pasan las horas y donde normalmente no va a parar nadie que no sea allí, porque no es un lugar de paso. Libertad que se pierde al cruzar las fronteras del barrio donde ya todo se percibe como carente de personalidad y desangelado, sin rincones que hagan sentirse como en casa. Donde falta su propia gente. Ese microcosmos de barrio contiene sus propios héroes y villanos, ajustándose a sus propios códigos de respeto. En aquella época se confirió la distinción de héroes a aquellos que, dando un paso más que el resto -en la dirección equivocada, hay que decir- iniciaron una trayectoria de vida basada en el delito y enfrentándose a la policía, con constantes entradas y salidas de centros de menores y cárceles. Algo que se percibía como una suerte de lucha contra el poder establecido, a ojos de la gente excluida de las dinámicas sociales mayoritarias y sin la integración que ofrecían las organizaciones de clase presentes en los barrios obreros -Como CC.OO. o el PSUC- pero no siempre en los guetos y que proporcionaban una escuela que permitía conocer el origen de las desigualdades sociales y canalizar el descontento hacia una lucha consecuente y fructífera. En los guetos que quedaban fuera del circuito de la lucha de clases la rebeldía sin causa estaba a la orden del día, canalizando las frustraciones de muchos que sentían que el sistema, la sociedad y en general la vida no ofrecía perspectivas por las que luchar. Lo único que valía la pena y por lo que cabía dar algo, desde ese punto de vista, transcurría dentro de los límites del barrio. Una forma de ver la vida que se manifestaría en su forma más contundente años después en la Barcelona preolímpica a través de la llamada Intifada del Besós, el particular mayo del 68 de los guetos.

Recientemente, una cuenta de Instagram publicaba una imagen en la que aparecían los conocidos actores del cine quinqui José Luís Manzano, José Antonio Valdelomar y el ya mencionado Pirri junto a un texto que rezaba «Romantizar la pobreza, imitando sus estéticas y códigos, es un privilegio de la clase media y alta. Quien ha pasado pena de verdad, no presume de ello.» Quien piense eso -aunque sí que reconoceremos que hay un sector de gente bien que hace una aproximación cool al extraradio desde su propia seguridad y bienestar, lo cual resulta un tanto lamentable-, probablemente no ha pisado mucho los guetos, y si lo ha hecho realmente no ha entendido nada de los procesos sociales y la mentalidad colectiva que rige en ellos. Y es que hay un sector del mal llamada progresismo, llamémosle progresía, que intenta denunciar determinadas injusticias sin pisar terreno y reduciendo al absurdo todas las contradicciones que la vida les pone por delante. Una actitud social que se manifiesta con mayor frecuencia en aquella parte de la izquierda que ha perdido el rumbo de luchar por profundos cambios colectivos desde la óptica materialista y se ha abrazado al ideal posmoderno que invita a impugnar toda contradicción social desde un dogmatismo exacerbado que dificulta la comprensión de la realidad y la complejidad del mundo en el que vivimos.

Seguramente, cualquier persona que se haya criado en Can Sellarés, Sant Cosme o el Besós y que supere la treintena se reiría de saber que hay quien cree que sus estéticas y códigos son un tabú y algo negativo. Quizá alguno de ellos, con el rostro del Torete tatuado en el brazo. Para bien o para mal, la vida de la gente normal transcurre totalmente al margen de las elucubraciones de los magníficos pensadores de turno.

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