Un Congreso en Madrid de Pablo Neruda

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Fallecido el 23 de septiembre de 1973, Nobel de literatura, poeta y militante comunista, cónsul de Chile en la España del Frente Popular, represaliado por el fascismo internacional, víctima de la guerra fría cultural. De sus memorias Confieso que he vivido.

UN CONGRESO EN MADRID
La guerra de España iba de mal en peor, pero el espíritu de resistencia del pueblo español había contagiado al mundo entero. Ya combatían en España las brigadas de voluntarios internacionales. Yo los vi llegar a Madrid, todavía en 1936, ya uniformados. Era un gran grupo de gentes de diferentes edades, pelos y colores.

Ahora estábamos en París en 1937 y lo principal era preparar un congreso de escritores antifascistas de todas partes del mundo. Un congreso que se celebraría en Madrid. Fue allí donde comencé a conocer a Aragón. Lo que me sorprendió inicialmente en él fue su capacidad increíble de trabajo y organización. Dictaba todas las cartas, las corregía, las recordaba. No se le escapaba el más mínimo detalle. Cumplía largas horas seguidas de trabajo en nuestra pequeña oficina. Y luego, como es sabido, escribe extensos libros en prosa y su poesía es la más bella del idioma de Francia. Lo vi corregir pruebas de traducciones que había hecho de rusos e ingleses, y lo vi rehacerlas en el mismo papel de imprenta. Se trata, en verdad, de un hombre portentoso y yo comencé a darme cuenta de ello desde ese entonces.

Me había quedado sin el consulado y, en consecuencia, sin un centavo. Entré a trabajar, por cuatrocientos francos antiguos al mes, en una asociación de defensa de la cultura que dirigía Aragón. Delia del Carril, mi mujer de entonces y de tantos años, tuvo siempre fama de rica estanciera, pero lo cierto es que era más pobre que yo. Vivíamos en un hotelucho sospechoso en el que todo el primer piso se reservaba para las parejas ocasionales que entraban y salían. Comimos poco y mal durante algunos meses.
Pero el congreso de escritores antifascistas era una realidad. De todas partes llegaban valiosas respuestas. Una de Yeats, poeta nacional de Irlanda. Otra de Selma Lagerlof, la gran escritora sueca. Los dos eran demasiado ancianos para viajar a una ciudad asediada y bombardeada como Madrid, pero ambos se adherían a la defensa de la República española.

Supe que en el Quai d’Orsay existía un informe sobre mi persona que decía más o menos lo siguiente: «Neruda y su mujer, Delia del Carril, hacen frecuentes viajes a España, llevando y trayendo instrucciones soviéticas. Las instrucciones las reciben del escritor ruso Uya Ehrenburg con el que también Neruda hace viajes clandestinos a España. Neruda, para establecer un contacto más privado con Ehrenburg, ha alquilado y se ha ido a vivir a un departamento situado en el mismo edificio que habita el escritor soviético».

Era una sarta de disparates. Jean Richard Bloch me dio una carta para un amigo suyo que era jefe importante en el Ministerio de Relaciones. Le expliqué al funcionario cómo se pretendía expulsarme de Francia sobre la base de garrafales suposiciones. Le dije que ardientemente deseaba conocer a Ehrenburg, pero que, por desgracia, hasta ese día no me había correspondido tal honor. El gran funcionario me miró con pena y me hizo la promesa de que harían una investigación verdadera. Pero nunca la hicieron y las absurdas acusaciones quedaban en pie. Decidí entonces presentarme a Ehrenburg.

Sabía que concurría diariamente a La Coupole, donde almorzaba a la rusa, es decir, al atardecer.

— Soy el poeta Pablo Neruda, de Chile —le dije—. Según la policía somos íntimos amigos. Afirman que yo vivo en el mismo edificio que usted. Como me van a echar por culpa suya de Francia, deseo por lo menos conocerlo de cerca y estrechar su mano.

No creo que Ehrenburg manifestara signos de sorpresa ante ningún fenómeno que ocurriera en el mundo. Sin embargo, vi salir de sus cejas hirsutas, por debajo de sus mechones coléricos y canosos, una mirada bastante parecida a la estupefacción.

— Yo también deseaba conocerlo a usted, Neruda —me dijo—. Me gusta su poesía. Por lo pronto, cómase esta choucrote a la aisaciana.

Desde ese instante nos hicimos grandes amigos. Me parece que aquel mismo día comenzó a traducir mi libro España en el corazón. Debo reconocer que, sin proponérselo, la policía francesa me procuró una de las más gratas amistades de mi vida, y me proporcionó también el más eminente de mis traductores a la lengua rusa.

Siempre me he considerado una persona de poca importancia, sobre todo para los asuntos prácticos y para las altas misiones. Por eso me quedé con la boca abierta cuando me llegó una orden bancaria. Procedía del gobierno español. Era una gran suma de dinero que cubría los gastos generales del congreso, incluyendo los viajes de delegados desde otros continentes. Docenas de escritores comenzaban a llegar a París.

Me desconcerté. ¿Qué podía hacer yo con el dinero? Opté por endosar los fondos a la organización que preparaba el congreso.

— Yo ni siquiera he visto el dinero que, por lo demás, sería incapaz de manejar —le dije a Rafael Alberti que en ese momento pasaba por París.

— Eres un gran tonto —me respondió Rafael—. Pierdes tu puesto de cónsul en aras de España, y andas con los zapatos rotos. Y no eres capaz de asignarte a ti mismo unos cuantos miles de francos por tu trabajo y para tus gastos elementales.

Me miré los zapatos y comprobé que efectivamente estaban rotos. Alberti me regaló un par de zapatos nuevos.

Dentro de algunas horas partiríamos hacia Madrid, con todos los delegados. Tanto Delia como Amparo González Tuñón, y yo mismo, nos vimos abrumados por el papeleo de los escritores que llegaban de todas partes. Las visas francesas de salida nos llenaban de problemas. Prácticamente nos apoderamos de la oficina policial de París donde se extendían esos requisitos que se llamaban cómicamente «recipisson». A veces nosotros mismos aplicábamos en los pasaportes ese supremo instrumento francés denominado «tampon». Entre noruegos, italianos, argentinos, llegó de México el poeta Octavio Paz, después de mil aventuras de viaje. En cierto modo me sentía orgulloso de haberlo traído. Había publicado un solo libro que yo había recibido hacía dos meses y que me pareció contener un germen verdadero. Entonces nadie lo conocía.

Con cara sombría llegó a verme mi viejo amigo César Vallejo. Estaba enojado porque no se le había dado pasaje a su mujer, insoportable para todos los demás. Rápidamente obtuve pasaje para ella. Se lo entregamos a Vallejo y él se fue tan sombrío como había llegado. Algo le pasaba y ese algo tardé algunos meses en descubrirlo.

La madre del cordero era lo siguiente: mi compatriota Vicente Huidobro había llegado a París para asistir al congreso. Huidobro y yo estábamos enemistados; no nos saludábamos. En cambio él era muy amigo de Vallejo y aprovechó esos días en París para llenarle la cabeza a mi ingenuo compañero de invenciones en contra mía. Todo se aclaró después en una conversación dramática que tuve con Vallejo.

Nunca había salido de París un tren tan lleno de escritores como aquél. Por los pasillos nos reconocíamos o nos desconocíamos. Algunos se fueron a dormir; otros fumaban interminablemente.

Para muchos España era el enigma y la revelación de aquella época de la historia.

Vallejo y Huidobro estaban en alguna parte del tren. André Mairaux se detuvo un momento a conversar conmigo, con sus tics faciales y su gabardina sobre los hombros. Esta vez viajaba solo. Antes siempre lo vi con el aviador Corton—Mogliniére, que fue el ejecutivo central de sus aventuras por los cielos de España: ciudades perdidas y descubiertas, o aporte primordial de aviones para la República.

Recuerdo que el tren se detuvo por largo tiempo en la frontera. Parece que a Huidobro se le había perdido una maleta. Como todo el mundo estaba ocupado o preocupado por la tardanza, nadie se hallaba en condiciones de hacerle caso. En mala hora llegó el poeta chileno, en la persecución de su valija, al andén donde estaba Malraux, jefe de la expedición. Este, nervioso por naturaleza, y con aquel cúmulo de problemas a cuestas, había llegado al límite. Tal vez no conocía a Huidobro ni de nombre ni de vista. Cuando se le acercó a reclamarle la desaparición de su maleta, Malraux perdió el pequeño resto de paciencia que le quedaba. Oí que le gritaba: «¿Hasta cuándo molesta usted a todo el mundo? ¡Váyase! Je vous emmerde!».

Presencié por azar este incidente que humillaba la vanidad del poeta chileno. Me hubiera gustado estar a mil kilómetros de allí en aquel instante. Pero la vida es antojadiza. Yo era la única persona a quien Huidobro detestaba en aquel tren. Y me tocaba a mí, chileno como él por añadidura, y no a cualquier otro de los cien escritores que viajaban, ser el exclusivo testigo de aquel suceso.

Cuando prosiguió el viaje, ya entrada la noche y rodando por tierras españolas, pensé en Huidobro, en su maleta y en el mal rato que había pasado. Le dije entonces a unos jóvenes escritores de una república centroamericana que se acercaron a mi cabina:

— Vayan a ver también a Huidobro que debe estar solo y deprimido.

Volvieron veinte minutos después, con caras festivas. Huidobro les había dicho: «No me hablen de la maleta perdida; eso no tiene importancia. Lo grave es que mientras las universidades de Chicago, de Berlín, de Copenhague, de Praga, me han otorgado títulos honoríficos, la pequeña universidad del pequeño país de ustedes es la única que persiste en ignorarme. Ni siquiera me han invitado a dictar una conferencia
sobre el creacionismo».

Decididamente, mi compatriota y gran poeta no tenía remedio.

Por fin llegamos a Madrid. Mientras los visitantes recibían bienvenida y alojamiento, yo quise ver de nuevo mi casa que había dejado intacta hacía cerca de un año. Mis libros y mis cosas, todo había quedado en ella. Era un departamento en el edificio llamado «Casa de las Flores», a la entrada de la ciudad universitaria. Hasta sus límites llegaban las fuerzas avanzadas de Franco. Tanto que el bloque de departamentos había cambiado varias veces de mano.

Miguel Hernández, vestido de miliciano y con su fusil, consiguió una vagoneta destinada a acarrear mis libros y los enseres de mi casa que más me interesaban.

Subimos al quinto piso y abrimos con cierta emoción la puerta del departamento. La metralla había derribado ventanas y trozos de pared. Los libros se habían derrumbado de las estanterías. Era imposible orientarse entre los escombros. De todas maneras, busqué algunas cosas atropelladamente. Lo curioso era que las prendas más superfluas e inaprovechables habían desaparecido; se las habían llevado los soldados invasores o defensores. Mientras las ollas, la máquina de coser, los platos, se mostraban regados en
desorden, pero sobrevivían, de mi frac consular, de mis máscaras de Polinesia, de mis cuchillos orientales, no quedaba ni rastro.

— La guerra es tan caprichosa como los sueños, Miguel. Miguel encontró por ahí, entre los papeles caídos, algunos originales de mis trabajos. Aquel desorden era una puerta final que se cerraba en mi vida.

Le dije a Miguel:

— No quiero llevarme nada.
— ¿Nada? ¿Ni siquiera un libro?
— Ni siquiera un libro —le respondí. Y regresamos con el furgón vacío.

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