Las convidadas de piedra

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Hay procesos judiciales en España que siguen los mismos pasos uno tras otro. Que son historias de terror, pesadillas donde te sientan en una silla, te ponen una mordaza, pero no te vendan los ojos para que puedas ver lo que te van a hacer a ti y a tus hijos. A tu hija. A tu hijo.

Un teatro del absurdo donde pruebas periciales documentadas en cientos y cientos de folios no son admitidas como prueba, pero tres, cuatro, cinco escritos semanales de un maltratador diciendo  que vistes como una guarra, que no llevas a tus hijos al médico, que haces vudú, son admitidos como prueba. Si son mentiras o no, qué más da, en el juzgado que llevan tu caso ya no te verán igual. Como dice el refrán «difama, que algo queda».

En la sala de ese juzgado tienes que tragarte la rabia de que el médico que denunció de oficio el maltrato a tu hija esté citado como testigo, pero al juez no le dé la gana que testifique. Y aunque Asuntos Sociales alerte del riesgo extremo en el que está una niña, no hay orden de protección ni se suspenden visitas del maltratador con la víctima.

Hay procesos judiciales que tú crees que son la excepción, que debe de ser mala suerte, que tu ex conocerá a alguien y que por eso le creen a él y a ti no. Ni a ti ni a los niños. Pero no. Los mismos pasos, uno tras otro, lo sufren muchas, demasiadas, que creen que su deber es defender a la camada; eso sí, mientras no acusen al padre, porque ahí se tuerce todo.

Debería ser un escándalo. Un terremoto para todo el poder judicial.

Pero les pasa a los niños y a las niñas, y como daño colateral, a las madres, no a los padres. Ésos que con cambiar un pañal ya son los padrazos del año. Ésos que con asistir a las reuniones del cole ya se les hace la ola. Ésos que con ser, con existir, ya son padres. Porque el «bien superior del menor» es tener padre. Y da igual que ese padre le meta un estropajo en la boca a su hijo, que lo insulte, que no le haga la cena. Es su padre.

A una madre se le puede cuestionar todo, se le puede revocar el título de buena madre sin pruebas, sólo por una infamia. Sin comprobarlo, sin derecho a defensa. Porque pasa, porque ha calado el mensaje de que por la palabra de una mujer un hombre inocente se va al calabozo, pero nadie escucha, nadie se indigna, cuando se denuncia que por la palabra de un maltratador hay madres que pierden a sus hijos. Incluso se justifica.

Hay feminicidios silenciosos que no salen en las noticias ni constan en las cifras oficiales, cuando es la desesperación la que ha empujado a esas mujeres por la ventana, o cuando las matan en vida y caminan y respiran, pero ya no son nada.

Al consabido «señora, vuélvase a su casa y arregle las cosas con su marido» añadimos «niño, tu padre es un buen padre, es tu padre, que nadie te meta cosas raras en la cabeza».

Como si alguien fuera capaz de meter en la mente de un niño cosas que no ha vivido, cuando los recuerdos son las sombras de lo que hicimos o de lo que nos hicieron, la huella de la realidad en nuestra memoria.

Las madres que viven esto, no viven, sobreviven por el consuelo de observar a sus hijos mientras duermen, y con esa imagen cierran los ojos para levantarse al día siguiente. Una y otra vez. Aunque muchas se acaben rindiendo ante el sistema. Al menos lo intentaron. Cuando renuncian a sus hijos, albergan la esperanza de que él sienta que ha ganado y acabe el maltrato que ellas y sus hijos están sufriendo.

Hay madres que no se rinden, porque saben que sus hijos corren un riesgo extremo y esto las destroza. Es una guerra que te atraviesa y te revienta, y cuando acaba ya no eres la que eras, eres tu juicio, tus deudas, tus hijos, tu ruina, tu ansiedad y tu depresión, y entiendes que a partir de ahora tu obligación es seguir peleando para que esto no vuelva a pasarle a otras.

Porque cuando decimos que la justicia es patriarcal, nos quedamos cortas. No se puede entender que tengamos juzgados específicos de violencia de género y que sólo el 0,8% de los maltratadores tenga suspendido el régimen de visitas o la patria potestad. Y eso sólo en tres o cuatro juzgados que hacen bien su trabajo, el resto no lo hace nunca. Y hay juzgados que sentencian que llamar gorda, subnormal y retrasada a una hija después de golpearla no es maltrato. Que siga teniendo visitas con la niña, que él ha dicho que la adora.

Hay menores que son obligados a visitar en la cárcel al asesino de su madre. El derecho supremo del padre a tener visitas. No hay dudas de cuál es el bien superior que se defiende en estos casos. No se puede entender que dejar huérfano a tu hijo no suponga perder la patria potestad; ya no se trata de su palabra contra la de ella, de «problemas entre adultos», es que la ha matado.

«Es tu padre y va a cambiar». No, no cambian, porque para ello tendría que reconocer que maltrata, y si viene con el SAP[1] en la mano entrando por el juzgado, sigue maltratando. Aunque ahora ya no lo llaman SAP, sabemos que lo es. Y si hubiera la adecuada formación en los juzgados y se pidieran responsabilidades, lo sabrían los peritos, los psicólogos, los funcionarios, los jueces y los fiscales. Pero no lo quieren saber ni se les obliga a saberlo.

Tú sufres y ves a tus hijos sufrir, denuncias y empiezas el proceso judicial. Sigues el camino creyendo que vas a ponerte tú misma a salvo y a poner a salvo lo que más quieres. Pero no. Eres la convidada de piedra en el proceso, lo ves desde la urna de silencio donde te encierra el sistema, indefensa, porque si denuncias, piensan que es por maldad y no por miedo, porque si te defiendes, van a castigarte donde más te duele, porque lo que dice él vale más que tu palabra. Es un acoso constante a tu vida y a la de tus hijos, más indefensos aun. Todo lo que haces cada día se convierte en una tortura: si llevas a tus niños al médico, mal, porque tienes que pedirle permiso y no lo hiciste, y si se lo pides, no te deja llevarlos, y si no los llevas por miedo a pedirle permiso y que te diga que no, no los cuidas. 

No hay nada que te ate a él pero sigues presa. Vives en una ciudad pequeña, en un pueblo, todo el mundo lo conoce. No hablas por la vergüenza que te da que la gente sepa lo que hace, lo que dice, lo que es. Hasta que llega el momento en que tienes que romper esa urna de silencio o morirte del todo. Gritar pidiendo ayuda, porque él no se va a manchar las manos de sangre, pero quiere matarte un poquito todos los días, y cuanto más débil te ve, más te ataca.

Hay que seguir respirando y demostrarle al juez que tu hija describe tan bien lo que le pasa porque verbaliza la verdad, está contando su vida de maltrato, de abusos, que tú no le estás programando recuerdos nuevos. Los terrores nocturnos no se programan. Son niños, pero saben dónde están a salvo del dolor y del frío, de los insultos y de los golpes. Son niños pero también personas y merecen que los escuchen.

Mirar dentro de esto es doloroso, pero es más doloroso todavía que esté pasando. Hay madres que están vendiendo todo, hasta su cuerpo, para pagar abogados que defiendan a sus hijos menores frente al sistema. Que firmarían ser sometidas a cualquier tortura antes que ver sufrir así a sus hijos. Que harán lo que sea por poder seguir cuidándolos y que son juzgadas por huir para salvarlos o por luchar por ellos sin descanso.

Y cuando una de esas madres te cuenta cómo vio enfermar y deprimirse a su hija, cómo la vio perder las ganas de vivir antes de cumplir diez años y cómo revive lejos de su padre, entiendes por qué lucha. El mayor terror que tiene esa madre es que le arranquen a su niña, y te cuenta lo conscientes que son todas las que comparten lucha con ella de que su vida jamás volverá a ser la misma, pero no se arrepienten de nada, porque llegará un día que cuando se acuda a un juzgado, esto no pasará. Son mujeres que lo están dando todo por sus hijos y por los hijos de las que vienen, que se creen normales pero son heroicas, y que una vez acaban sus batallas personales siguen ayudando a las que empiezan.

Hasta que no veamos de qué lado debería estar la justicia y a quién se debería escuchar, seguiremos siendo un país injusto pero sabemos que gracias a ellas, a las que no se rinden, el sistema no podrá seguir creando convidadas de piedra y que la voz de los niños y las niñas valdrá tanto como cualquier otra.

[1] SAP: Síndrome de Alienación Parental, creado por un psiquiatra, Richard Gardner, acusado de pederasta. No ha sido reconocido por ninguna asociación profesional ni científica y ha sido rechazado por la Asociación Americana de Psiquiatría y por la Organización Mundial de la Salud. 

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