Apartheid de género, lo llaman…

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Por Pilar Aguilar Carrasco

Leo que “la ONU cree que las afganas podrían ser víctimas de un “apartheid de género”.

Me sorprende ese “podrían”. ¿Acaso la ONU duda de la atrocidad que viven las mujeres en Afganistán? Quiero pensar que ese pretérito imperfecto del subjuntivo -que, como sabemos, no indica certeza sino sospecha, hipótesis más o menos probable o imaginaria- es un error de traducción.  

Pero también me sorprende que la ONU hable de apartheid. Como sabemos, el apartheid fue un inhumano sistema de segregación racial. Este sistema, ​que estuvo en vigor en Sudáfrica entre 1948 y 1992, no solo segregaba a las personas negras sino que las catalogaba como inferiores, mermaba sus derechos civiles y políticos condenándolas a una situación cruel, humillante e injusta.

Pero, desgraciadamente, la palabra apartheid se queda corta para describir las condiciones de vida de las afganas ya que son, sin duda, más graves y draconianas que las que sufrieron los negros en Sudáfrica, y eso, en todos los órdenes: trabajo, sanidad, educación, vivienda, movilidad, vida social, etc. etc. 

Y, además, padecen otras brutalidades añadidas. Así, los negros podían, dentro de sus barrios y poblaciones, pasear, charlar unos con otros, hacer amigos, noviar, bailar, cantar… tenían, pues, vida social y pública. Todo eso les está vetado a las afganas. Su sometimiento es radical. Viven en estrictas condiciones carcelarias. Su correspondiente mahram -marido, o padre, o hijo o, en su defecto, cualquier varón emparentado- controla toda su existencia y, por supuesto, su movilidad, de modo que solo en casos excepcionales pueden ir solas por la calle y siempre debidamente autorizadas. 

Ejemplo ilustrativo: una mujer que sufra un dolor de cualquier tipo ha de pedir a su carcelero que tenga a bien -o no- traerle un analgésico pues ella no dispone ni de dinero ni de posibilidad de salir de su cárcel para comprarlo. 

Y si el marido decidiera que ella no come, pues no come. Y, si el marido es un sádico, la puede torturar a sus anchas y sin limitaciones de ningún tipo. Y si la mata, pues muerta está, no porque el crimen sea legal, sino porque nadie va a investigar. Ahora bien, si esa mujer, en un arrebato incontrolable, se escapara de su casa, no solo no tendría lugar donde ir, sino que la ley la condenaría a años de cárcel y, al salir, el varón “ofendido” podría asesinarla impunemente. 

Algunos dirán que exagero. Pues basta con pensar que, en España, donde tenemos igualdad formal y leyes que nos protegen, el año pasado hubo casi 40.000 condenados por agresiones ¿qué no pasará en un país tan abierta y cruelmente patriarcal?

Y, como remate del horror, las afganas han de soportar que ese tipo, que ellas no han elegido pero que controla su vida, viole su intimidad, su cuerpo, las sobe y penetre a su antojo, cuando quiera y como quiera.

Lo asombroso e inadmisible, como bien señala Soledad Gallego-Díaz, es que los organismos internacionales y concretamente la UE lo permitan y no cataloguen esta situación como crimen de lesa humanidad y actúen consecuentemente. 

Ana Redondo ha querido apuntarse un tanto al declarar que España iniciará una ronda de contactos en la Unión Europea y en otros organismos para «liderar la lucha contra el apartheid de género». Está por ver en qué y cómo concretarán ese liderazgo aunque, claro, la propuesta de España ya parte lastrada por la aberrante Ley Trans, esa que sostiene que, cuando nace una criatura, no se constata su sexo y, en función de esa realidad biológica se la obliga a respetar las correspondientes normas del género que la sociedad ha creado para ese sexo. No, según dicen es al revés. Aseguran que el género es un profundo sentimiento, una identidad, aunque no sé por qué sospecho que en Afganistán ningún varón tiene, motu proprio, identidad femenina. Habrá homosexuales, eso seguro, pero no creo que entre los 20 millones de XY de aquel país surjan imitadores de Antonelli, Duval, Marina Sáenz y etc. Y, además, ya es mala suerte y que el género maldito siempre se lo atribuyan al bebé con sexo femenino. Para solucionarlo, le sugiero a la Ministra que proponga que, en Afganistán el “género” sea atribuido a los neonatos en alternancia. Así, al menos, algunas mujeres escaparían de tan siniestro sino y algunos hombres se enterarían del espanto patriarcal. 

Y es que, claro, con las fantasiosas teorías transactivistas no se puede combatir el sistema genérico. Para hacerlo, hay que empezar constatando que el género es una construcción social que se les endosa a las personas en función de su sexo y que al sexo femenino se le endosa un género que siempre conlleva sumisión y, en ciertos lugares, una espantosa crueldad. 

Es lo que sostiene el feminismo, único movimiento que realmente lucha por la igualdad entre los sexos.

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