Por Karina Castelao
Como sabéis que me encanta meterme en jardines, hablemos de la maternidad sin entrar en honduras, que el tema siempre es muy espinoso y tampoco es cuestión de abrir melones que luego voy a ser incapaz de cerrar.
La maternidad es la asignatura pendiente del feminismo. Y las madres las auténticas olvidadas.
Cuando hablo de “maternidad” me refiero al hecho fisiológico humano de dar vida, que curiosamente nos atañe solo a las mujeres porque se realiza dentro de nosotras mismas. Es decir, el feminismo tiene una deuda histórica con las mujeres que hacen uso de esa facultad, que las sigue habiendo y son muchas. Porque, pese a los intentos de Simone De Beauvoir en su obsoleto y realmente clasista capítulo titulado “La madre” en El segundo sexo (1949) de pintar la maternidad como el resultado de una especie de tara mental que padecen las mujeres atrasadas (llegando incluso a distinguir entre “embarazos masculinos y femeninos” en función de los malestares que provocan), y de fiar la emancipación de la mujer a la fecundación in vitro (algo posteriormente desarrollado por algunas feministas marxistas mediante el ansia por el descubrimiento de los úteros artificiales como medio para liberarnos de nuestro destino animal), las mujeres siguen siendo madres de la única forma de la que hasta ahora -y me da que por muchos más años- es posible. Y solo por estar razón, por el hecho de que la mayoría de las mujeres del planeta hace uso de esa facultad, el feminismo debería de dedicarles un poco de sus pensamientos habida cuenta de que la tarea de «liberar» a la mujer de semejante lacra ha resultado infructuosa, -no así el capitalismo que ese sí ha conseguido lo que las feministas no han logrado en más de 70 años-.
Volviendo al asunto que nos ocupa, voy a hablar un poco de las madres porque estas últimas semanas dos mujeres famosas, Elsa Pataky y Cristina Pedroche, han puesto sobre la mesa sus «privilegios» maternos.
Hará mes y pico Chris Hemsworth descubrió una estrella con su nombre en el Paseo de la Fama de Hollywood. Hemsworth, como marido agradecido, destacó en su discurso el sacrificio de su mujer, Elsa Pataky, de dejar de lado su carrera como actriz para cuidar de sus tres hijos en su apartada granja en las antípodas y así poder él desarrollar exitosamente la suya hasta haberla visto coronada con dicho reconocimiento.
Obviamente las redes sociales ardieron de tal forma ante semejante discurso sexista y patriarcal que hasta la propia Pataky se vio obligada a matizar. En una entrevista posterior, Elsa aclaró que la idea de aparcar su carrera para centrarse en sus tareas domésticas en su casa de Australia (la tierra de Hemsworth) y en la crianza de sus hijos había sido “una decisión de ambos” que ella había aceptado «libremente».
«Es una decisión muy personal» declaró la actriz, «si quieres sacrificarte lo haces y si no, no pero siempre las mujeres en general sacrificamos mucho por nuestros hijos. Los padres también pero quizás las madres sentimos más ese sentimiento de culpabilidad y tal, es más profundo y entonces a veces tenemos que dejar cosas o sacrificar más horas. Es maravilloso es una decisión mía y libre completamente, y muy feliz de haberlo hecho y no me arrepiento de nada» (la redacción es penosa, pero es recogida literalmente de sus palabras).
“Sentimiento de culpabilidad” y “decisión libre” en un mismo discurso es un oxímoron. Libertad y culpabilidad son incompatibles. Porque si es una decisión es libre no puede haber culpabilidad en no tomarla. No hablemos ya del sacrificio que, obviamente, es en la mayoría de los casos una opción femenina. Ningún hombre sacrifica su carrera por sus hijos, pero que lo haga una mujer es lo socialmente esperable (de ahí que sea una de las principales causas del techo de cristal y de la brecha salarial).
Aun así hay mucha gente que llama a Elsa Pataky “privilegiada”, incluso desde sectores feministas, porque, a fin de cuentas, tiene una excelente situación económica gracias a los ingresos de su marido y en el peor de los casos y si Hemsworth la abandona seguro que existe un suculento acuerdo pre-nupcial para ella (varios millones por hijo o algo así) y que llegado el divorcio en ningún caso la dejaría en la miseria.
Cierto es que las penas con pan son menos penas y que invertir en la carrera del marido y en el cuidado de los hijos dejando la propia a un lado es menos duro si no se pasan precariedades. Pero dudo mucho que la aspiración de una chica joven que se va a Hollywood para cumplir su sueño de ser actriz, con el esfuerzo que eso supone, sea acabar de ama de casa en Australia viviendo en medio de la nada entre canguros y arañas como centollos.
Elsa Pataky no ha decidido nada, se ha limitado a cumplir con los roles de género que el patriarcado ha establecido para ella. Y lo ha hecho porque es lo que una buena madre y esposa tiene que hacer, porque si no, se siente culpable. Y cuando sus hijos sean mayores acompañará con suerte a su marido (quien probablemente siga siendo un fornido galán dentro de 15 o 20 años) de quien ella, ya con más de 50 y sin una carrera profesional detrás, será solo su complemento.
Cristina Pedroche también es otro caso en el que una mujer elige curiosamente lo que el patriarcado tiene pensado para ella. Pero su situación no es exactamente la misma que la de Elsa Pataky.
La presentadora de las campanadas más «sexy» de la televisión ya ha alcanzado la cima profesional en lo suyo y creo que a poco más puede aspirar que a cobrar para el 2025 un poco más de los varios millones de euros que cobra por salir cada fin de año más sexualizada que el anterior (porque como escritora o matrona no le veo futuro). Así que en su decisión de aparcar su profesión para dedicarse en exclusiva al cuidado de su hija hay algo menos de sacrificio y culpabilidad y más de decisión personal.
Aun así, ella es la primera de hablar de sí misma como madre “privilegiada” por haber dispuesto de los recursos económicos que le han permitido desde conseguir el cumplimiento de su plan de parto al milímetro sin visos de violencia obstétrica, hasta elegir el pediatra para su hija que verdaderamente satisficiera sus expectativas y respondiera sin displicencia y paternalismo a todas sus dudas.
A Cristina Pedroche se le pueden criticar muchas actitudes durante su embarazo y posterior maternidad. Su obsesión por el físico, su petulancia, su actitud clasista y un largo etcétera. Pero lo que no se le puede criticar es que haya empleado sus recursos, que los tiene, en garantizar que se respetaran sus derechos como mujer y como madre. Y eso no es ningún privilegio.
Que una mujer pueda ser agente de su propio parto (que como ya dije es un proceso biológico humano natural), con las garantías de un hospital por si algo saliera mal, pero sabiendo que va a parir a su bebé y no se lo van a extraer entre una serie de procedimientos médicos cuya única finalidad, en la mayoría de los casos, es el ahorro y la comodidad del obstetra que la va a “ayudar”(o de los insultos o faltas de respeto del resto del personal), no es ser privilegiada, es lo mínimo exigible para todas las mujeres que son madres. Porque las mujeres no dejamos de tener Derechos Humanos por llevar una futura persona dentro.
Del mismo modo, que una madre obtenga la mejor atención pediátrica para su hijo recién nacido sin ser tratada como una inútil o una pesada por tener dudas y buscar respuestas satisfactorias, tampoco es un privilegio. Es lo que todas las madres merecen y lo que todas las criaturas necesitan.
En resumen. No existen los privilegios para las madres en una sociedad patriarcal como la nuestra. Hacer una lectura feminista de la maternidad solo en clave económica es darle la razón a quienes dicen que el feminismo no es más que una distracción burguesa de los verdaderos problemas sociales, que obviamente son los que también comprenden a los hombres. Reducirlo todo a la lucha de clases cuando hablamos de problemas de sexo es negar la jerarquía sexual y, por descontado, dejarlos de lado. Ni es un privilegio renunciar a tener una carrera profesional para cuidar de la casa y los hijos porque a fin de cuentas siempre está el dinero del marido detrás (ese marido en el que has invertido tu capital vital como si fueras una extensión suya), ni tampoco lo es poder disfrutar de los derechos que como ser humano ha de tener garantizados una mujer cuando desarrolla un proceso fisiológico natural como es el de maternar.
En cualquier caso hablar de privilegios en ambos casos es muy mal referente para generaciones posteriores de mujeres y sienta un muy mal precedente feminista si la finalidad del feminismo es un cambio social fuera del patriarcado. El día que entendamos que los problemas de las mujeres son también problemas de la Humanidad habremos dado un gran paso.
Mientras tanto, el feminismo puede ir haciendo algo por las madres que no sea dejarlas de lado.
Un tema muy complejo la maternidad y mirarla desde el feminismo tiene muchas aristas. Sólo quiero apuntar algo que no se ha dicho en el excelente artículo de Karina Castelao, y es el discurso maternalista en el que se construye la maternidad. Se trata de un mandato patriarcal que en la cultura católica se alimenta del marianismo: María madre, e inmaculada concepción. Abnegación, entrega, y bondad son las características maternalistas que guían a la «buena madre». Esta cultura en las sociedades occidentales católicas y latinoamericanas empieza a resquebrajarse con la salida a la luz de las «malas madres», que desvelan los sinsabores y el cansancio de la crianza y el cuidado de lxs peques. Y ahí el discurso maternalista está entrando en crisis, porque las sujetas que se construyen en el ya no son tan «buenas madres».